Este artículo sobre la belleza paisajistica de O grove pertenece al libro perdido que el autor meco regaló al pueblo de O Grove, en el año 2000 y, el ayuntamiento jamás aceptó, hasta el humillante extremo de perder el CD-Rom original y la copia impresa del mismo, depositada, teóricamente, en la Casa de la Cultura local, en el lluvioso invierno de 2000...
Los acantilados de bronce
U
n melado y crepuscular sol de los dioses expande sus últimos rayos de luz sobre el tibio invierno de O Grove, justo allí donde se alza un misterioso y enigmático bosque marino de piedra y salitre, que nos inspira el terror de lo antiguo y nos hace sentir el enorme peso del Tiempo engarzado en su propia alquimia fáustica.
Gigantescas masas asimétricas de piedra rojiza carcomida por el viento, por la lluvia, por las olas, que las fueron erosionando hasta moldearla a su antojo, igual que un escultor con paciencia de artesano va modelando a sus propias criaturas, arrancadas de cuajo del fértil sueño de su imaginación, como si fuese un dios misántropo y colérico, que observa con cierto grado de desdén su vasta y unánime Obra demiúrgica, vertebrada con el barro mitocóndrico del mundo. Volúmenes vivientes, asimétricas hermetistas impregnadas con la escoria de la inexperencia, hachazos de Thor, grietas de la volüspa, osamentas desnudas policromadas por el devenir de los siglos, atravesadas por el gélido viento boreal, por la mansa lluvia atlántica oliendo a algas marinas, a ventisca primaveral y otoñal, barridas por solsticios y equinoccios, entre el ayer y el mañana, de ciclos y estaciones diletantes.
Paisaje agreste, acrisolado, convulso, legendario... Es el verdadero reino de la piedra atlántica, sepultada en un océano de grava grisácea, semejante a un cuidado jardín Zen japonés. Un antiguo bosque arquimista de lluvia y viento, un jardín de arena que nos empuja a soñar la inmemorial experiencia de la Eternidad, de la Nada, de la Muerte; un sueño metafísico de mar exterior y vacío interior, capaz de fascinarnos con la imagen absoluta de la disolución de Materia y Tiempo, experiencia ayurvédica que los pensadores hindúes designaron con el término Nirvana, mientras los fulgores de la noche egregórica tiñen de sangre los cielos angélicos donde se libra a diario el gran combate cósmico entre la Rémola y la Salamandra. Es el temible momento del crepúsculo de los dioses escandinavos camino del Wahalla, cuando los héroes noéticos se vuelven humanos y vierten sus flaquezas sobre la rubia arena teúrgica.
Helio se hunde en las tinieblas mercuriales y en el mágico misterio egipciano, capaz de entablar un diálogo con la mar infinita, con los dioses cautivos del océano, con las sirenas de Ulises, con los náufragos del mañana que todavía restan por zozobrar en sus frágiles embarcaciones drakkar fabricadas con las uñas de los guerreros berserk muertos en combate.
La arena se tiñe de rojo; la mar inmensa e infinita, es un espejo de bronce donde las bestias enfermizas de la imaginación vagan por doquier. Hay rocas en forma de obeliscos que penetran en la mar, al igual que los cráteres de la sinarquía anorética, al igual que una lanza de muérdago clavada en el talón del melancólico dios Balder.
Aquí y allá: un jardín acuático, sembrado con escombros de granito rompiendo la uniformidad de la geométrica entropía marina. Anomia. Silencio unánime. El tímido rumor del viento... Pájaros y aves marinas vuelan en círculo, acechando los meandros de la noche bicorpórea, presagio de estrategias siderales, lunaciones rojas y mutaciones de las estrellas violentas. No hay palabras escritas en el viento, ni astrolabios en la corriente cósmica apas de estirpe venusina, bajo el influjo lunar. Vacío exterior e interior. Anomia y entropía. Nirvana y Passadhi entre Sassatavada y Yama. Un pedazo de costa grovia teñida por el brumoso sol invernal, ya camino de la primavera. Y los pájaros de la plutocracia, las tortugas aladas, los centauros de fuego y los unicornios del destino, rasgan el velo de la noche, comienzan a volar libres, por los azules espacios marinos, por los senderos de la triplicidad zodiacal, por el torpe bullicio sublunar de los años climatéricos... Es casi un sueño alquímico; como tocar las puertas del mundo arquetípico, observando el declinar de las constelaciones, el Azimut del Tiempo, la Vía Quemada entre Libra y Escorpio...
En pocos espacios naturales de la costa gallega, especialmente en las Rías Bajas, se respira un aire tan magnéticamente cósmico, sagrado y mágico cómo en éste; en muy pocos lugares existe tan estrecha vinculación espiritual entre el hombre efímero y finito y el Árbol de la Vida.
La fecunda mar impenetrable, última frontera de lo inhumano, provocadora de la cólera divina, en medio de un bosque antiguo de piedra nigreda y materia matriz, bailando al ritmo de las olas que llegan de Poniente, para naufragar en los brazos sin mácula de la arena atlántica.
Todo un petrificado mundo de silencio unánime, de fantasmagóricas figuras aladas esculpidas por el propio dios Tiempo: ese gran escultor sideral. Imaginarios viajeros de la muerte cíclica, camino de la mar eterna, al igual que las aves marinas que lentamente van describiendo círculos de fuego sobre la tierra baldía.
Es éste, un lugar inmóvil, intemporal, de la península de O Grove, antigua isla Kassitéride, durante la colonización griega. Un paraíso de la imaginación, un espacio vital de tierra anciana y escarpada, abierta hacia la Vía Láctea y que hasta ahora, milagrosamente, se salvó de la destrucción paisajística. Un bosque arquetípico de granito mercurial, impregnado de fantásticas figuras alegóricas, emblemáticas esculturas abstractas forjando un universo irreal y único, al margen del cotidiano mundo leviatánico.
Finisterre de penumbra existencial y secreta resurrección espiritual, flor reverenciada de siete pétalos para los que gustan de escuchar en silencio la sinergia velada de Isis. Tumbarse en la arena húmeda de noviembre, contemplar la llegada del dragón tricéfalo de Mercurio, mientras la mar vinosa de Ulises se puebla con sirenas ocultas en las cavernas laberínticas de las islas Kassitérides y demás leyendas equinocciales.
Piedra, mar, aire y fuego, disueltos en un quimérico sueño de Eternidad. Un auténtico jardín Zen japonés, en su más salvaje y emblemático simbolismo hermetista.
|