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Transfuguismo, corrupción y narcotráfico en O Grove 1
Mongo el tránsfuga 1
udonge

Resumo:
Elecciones, corrupción, transfuguismo y narcotráfico en O Grove y Galicia...

Mongo el tránsfuga 1


     E
n un valleinclanesco y asilvestrado villorrio marinero de Galicia..., de cuyo nombre, por razones personales prefiero no acordarme, vivió hasta hace algunos pocos años, un trágico y solitario tránsfuga melancólico, que cada nuevo amanecer desayunaba centolla meca con albariño cambadés, antes de comenzar su dura jornada como amancebado alcalde a perpetuidad, con la suculenta poltrona municipal, manejando con barroca astucia yacijera, todos los hilos visibles e invisibles, del zurrapiento poder zullenco.
Siempre sentado solemnemente, al igual que el carismático Rey Bayamo, en su gran poltrona de madera africana, el zaino y legendario porquerizo zahorí, vivía sus últimos rayos de esplendor político, rodeado de su famélica piara de cerdos blancos y negros, gallinas ponedoras, caimanas loiras retozonas, cuervos traidores en la alta madrugada, cangrejos rojizos cimarrones, modélicos empresarios especuladores del "bollo" y la "chicha" boliviana, escorpiones venenosos de Dollar Street, pringadas ladillas y demás cucarachas sobornadas.
Aislado, cercado y acorralado, desde un tiempo inmemorial, en un cunchal de La Vía Láctea, acosado y perseguido por el abandono traidor, la puñalada trapera y, la nostalgia abrumadora del pasado, rememorando a canilla abierta, entre erupto y erupto de blanco perfecto del Salnés, una lejana época dorada, no tan lejana, en el brumoso calendario de la memoria hipnótica, cuando las apañadas meretrices cucuteñas, rolitas, barranquilleras, caleñas y, demás mulatazas trinitarias cubanas, tomaban el sol en tanga brasileña, sobre la cubierta de su bien armado bucanero jabeque Seven Seas, dejando el sucio trabajo cotidiano, de la lucrativa calimba, para sus rudimentarios recuncadores: los discretos y eficaces caporales calimbadores, de su particular ejército de mercenarios, encargados de roer los apolillados archivos de la piratesca magistratura borbónica, mientras sus sigilosos topos mequiños, infiltrados de popa a proa, en la atrofiada retaguardia enemiga, con sede en la popular y jaranera cárcel de Alcalá Meco, se bebían a chorros, marejadas de turbulenta tinta china maoísta, huyendo en estampida de los amarillentos manuales apócrifos del mañana, donde se escondía la secreta alianza astral, que lo había catapultado, primero a las estrellas filosofales y, posteriormente, al fondo de la ciénaga de Babelia. Décadas más tarde, las escurridizas comadrejas marcianas y, las chinchillas infalibles, de su modélica granja porqueriza, roían y roían, día y noche, los últimos decretos infames, de un invisible gobernador masón, donde se ponía precio, fecha y hora, a la asombrosa carrera política de Mongo el tránsfuga. Cuando terminó de desayunar, tan suculento menú de marisco a la carta, se limpió el pringado morro encebollado, con el último panfleto libelista, que lo condenaba a muerte por inacción deflacionaria, escrito a muy mala fe y costumbre, precisamente, por un relamido y esquinado plumilla mercenario, antiguo heraldo y portavoz municipal suyo ante la prensa y, ahora, enrolado interesadamente, en la encanallada y belicosa armada del partido rival; después, el gran Mongo, eruptó a placer, mientras una manada de fieles y leales cuervos, hábilmente amaestrados, para difundir falsos rumores entre la turbamulta enemiga, sobrevolaron sobre su larga sombra zorrastrona, arrojando al suelo, las migas fermentadas de su último almuerzo de apátrida zambo. Mongo el tránsfuga, sentado con notoria melancolía patriarcal, sobre un acuchillado trono de madera de boj, que más bien semejaba a un premonitorio catafalco, su verdadero hogar, su casa de siempre y para siempre, hasta la culminación del milenio embalsamado, hasta que se cumpliese a perpetuidad, durante la hora serótina del crepúsculo ciego, la atroz profecía zoroástrica, en propia boca azogada, del enigmático mago parsi de su niñez, mientras yacían acampados, cinco décadas atrás, en el antaño muladar de La Vía Láctea.
Mongo, después de volver a mearse, plácidamente, sobre la foto en sepia, de un bobalicón Rey Mono, que todavía reinaba entonces, en aquel fabulado y fabuloso "Año de la Serpiente", sobre los inciertos lindes fronterizos, del caótico y desvertebrado país de..., el temible y temerario tránsfuga melacólico de Extramundi, se quedó más tranquilo y relajado, más realizado intelectualmente, en su enraizada estirpe de republicano jacobino, antimonárquico a ultranza. En la sala de sesiones, día y noche, yacía instalado, prudentemente, sobre su catafalco y, bien podría resistir heroicamente, hasta el final de la fiebre amarilla, que azotaba a los inmigrantes culis del incipiente ferrocarril, manejando a su capricho, los innumerables hilos conductores del poder, que desembocaban siempre en las cloacas silenciosas, velados expedientes reservados, con los que atenazaba a toda una caterva de rechinadores y rescatadores, amigos y enemigos políticos, ya fuesen escorpiones rojos o pardos, parrillada de traidores a la brasa, alacranes a soldada cainita, soñando impunemente, lustro tras lustro, con su definitivo derrocamiento municipal, en las manoseadas urnas democráticas o, en los tribunales amañados de justicia y, ahora, ya entrado el profético nuevo milenio, expulsarlo del soñado Edén terrenal, arrojarlo de su particular luminoso paraíso fiscal, que él en primera persona, había heredado de Dios y el batallador cuneirismo de toda la vida, pero que al libar dulcemente de manera impune durante décadas, en el envenenado abrevadero de la ambición sin límite, los falsarios serafines de su propia tramoya escénica, lo habían vuelto a traicionar, otra vez más, a traicionar sus antiguos primeras espadas, por séptima vez, bajo un cielo confuso y amañado, sin protector alguno por la proa. El bolichero y acorralado tránsfuga melancólico, oteó la niebla del amanecer con renovada nostalgia por la ventana del salón de sesiones. De nuevo, inesperadamente, habían vuelto los últimos adoradores del Fuego Sagrado de Ormuz, los alquimistas parsis, que teñían sus coloristas carpas circulares, diseñadas como si fueran antiguas dajmas persas, las preislámicas torres del silencio, lugar sagrado en Bombay, donde aún hoy, los sacerdotes zoroástricos arrojan los cuerpos sin vida, a las mesnadas famélicas de buitres que pululaban por su alrededor, devorando a los muertos, en vez de quemarlos o enterrarlos, para no contaminar el cielo y la tierra, con la impura naturaleza humana. Sus carpas circulares, hermosamente rotuladas con los símbolos del León Verde y el Unicornio Dorado, yacían instaladas nuevamente, cinco décadas después, en un lugar llamado antaño “O Cuncheiro das Señoritas”, en aquel febrero pluvioso y neboento, cubierto de traición, azufre en el aire y desengaño en el corazón, de una triste grisura preñada de fatalismo, que ya le borraba a Mongo ,el perfil dilatado del mundo. Los herméticos destiladores parsis, recién llegados a Extramundi, desde la cinco veces milenaria Savé, capital de los antiguos magos caldeos y partos; de la incomparable y fabulosa Ctesifonte, alzada por el valeroso rey sasánida Jusrau I, sobre una plataforma situada en la misma orilla del río Tigris, con tanta gracia, belleza y esplendor, que las admiradas generaciones posteriores, creyeron erróneamente, que había sido diseñada por los genios del viento; y, por último, el tercer mago, oriundo de la más sagrada y zoroástrica, de todas las ciudades de la Persia antigua: la sagrada Saturiq, levantada por el propio dios Ormuz, Señor de la Luz, a la orilla de un pequeño lago, donde se conservó durante milenios de rapiña, sangre y revoluciones, el Templo del Fuego, pues en su sagrado interior, día y noche, ardía Atur Gushnasp, el fuego consagrado a los reyes y los guerreros, lugar de peregrinación de los antiguos arios, que adoraban únicamente al Agua y el Fuego, mágico lugar zoroástrico, dedicado a Ormuz y la diosa de la fecundidad, Anahita. El lago azul de Saturiq, cuya insondable profundidad, llega hasta el mismo corazón de las tinieblas, es para los magos parsis, el epicentro del mundo, el único lugar del Universo, donde Fuego y Lluvia, se abrazan alquímicamente, copulan en connubial abrazo, hasta fundirse en un elemento llamado Oximoron, Luz Obscura, Sol Negro, Post tenebras lux..., antes de transformarse en sustancia divina, con la que está creado el propio dios Ormuz, Demiurgo de la Luz, en oposición teológica frontal, a su todopoderoso hermano gemelo Arhimán, Demiurgo de la Obscuridad...
Ahora, al final de un tiempo concéntrico, de un eterno retorno circular, que también se agotaba para Mongo, volvieron a montar su campamento sobre el antiguo muladar de su niñez, sobre la charca de su infancia, donde él y Simón, capturaban lampreas, anguilas y congrios, en los violentos pleamares de Bahía Negra, en vez de acudir al aula zurraposa de "O Coxo", como siempre había sucedido, mucho antes, que la misteriosa y perturbadora llegada a Extramundi, de aquellos seres aquilatados de ojos vidriosos, sabiduría argótica y prudencia salomónica, llegaran hasta el muladar, persiguiendo una estrella errante y, cambiasen por completo, el rumbo de sus dispares destinos.
Allí estaba de nuevo, instalado sobre el mismo cunchal de antaño, el venerable sabio alquimista Ramsés el Viejo, discípulo de Heráclito y Paracelso y, un poco más allá, bajo la ahuecada sombra banderiza, de un leñoso y florido framboyán, la figura concentrada y antidiluviana de Karter, el temible nigromante de Tabriz, gran maestro secreto en sabiduría talmúdica, tan viejo como el mundo prebíblico, más sabio que la memoria hipostática del gran rabino de Jerusalén, más rápido que el viento, más poderoso que la noche leviatánica, más profundo que un sueño salomónico, más audaz que la cabalística hermetista de El Zohar -la verdadera Biblia de los adeptos a la Cábala-, en jerga aramea y amoraita, ya que la gran fuerza hipnótica de su mágico y tenebroso cerebro parsi, era capaz de derribar a cualquier enemigo, visible o invisible, a cierta distancia, utilizando la milenaria maldición de pulsa denura -látigo de fuego en arameo-, cuyo texto enigmático, arranca de El Zohar, con sólo desearlo, gracias a la secreta invocación de los celestiales Ángeles de la Destrucción. Sin embargo, faltaba el personaje central de su infancia, la dulce heroína parsi, de oblicuos ojos almendrados, que los inició, a él y Simón, de manera harto mágica y asombrosa, en los terribles dones y hallazgos arquimistas, que escondían en sus cifrados manuscritos, aquellos lejanos supervivientes de las matanzas indiscriminadas del Islam. Sí; allí con ellos, no estaba ésta vez, justo cincuenta años más tarde, la inquieta Anahita, hija única de Ramsés el Viejo, cuyos ojos negros, de impoluta huríe persa, habían sido mucho más hermosos y proféticos, que el fuego sagrado del mago Zaratustra, e incluso, que la propia Vía Láctea. Aquellas dos incandescentes luminarias celestiales, habían vuelto completamente loco al singular Simón, que huyó tras ella, a los siete años, escapando de su casa, cuando los parsis levantaron el campamento y, se alejaron del muladar, en su constante vagabundeo circular, por la ciénaga y la marisma, el desierto tártaro y el bosque germánico, antes de emprender de nuevo regreso a Oriente, a la sísmica tierra de sus antepasados, ubicada en las volcánicas estribaciones del Mar Caspio. ”¡La pequeña hechicera Anahita! ¡No es bueno para los humanos, perseguir quimeras, sombras y sueños! ¡Pobre Simón!" -pensó con melancolía el acorralado tránsfuga-, al recordar el brumoso horizonte de su infancia, correteando junto a su amigo del alma, por "O Cuncheiro das Señoritas".
Desde hacía incontables años, para él, siempre era febrero, eternamente martes y, bajo la nieve tenaz al final del invierno, Extramundi, era como un desmesurado libro canónigo, carcomido por la ambición y devorado por la insensatez humana; última página amarillenta, de su caótica existencia, repleta de silogismos y rencores, carente de atributos, ya sin más espacio vital, para prologar sus memorables locuras. Mongo, contempló con amarga cautela patriarcal, las dársenas vacías de Portovello, contempló con tristeza los campos amarillos de la fronteriza Miranda, envueltos en una espesa capa de lardoso humo ferroviario... Bahía Negra, al amanecer, era entonces, un vasto territorio imaginario de penumbra, cubierto de ínsulas a la deriva, calavéricos náufragos tatuados del mañana, tenaces fantasías del ayer, marineros sin rostro y todavía sin pasado. Todo lo observó, con hastío e indiferencia, con mecánica e inteligente resignación otoñal, pues ya casi nada le quedaba por hacer y realizar, en este absurdo mundo de quimera y permanente traición, sobre la miserable faz de la tierra y, tan sólo recordar, que todavía existía, en un mundo mezquino y patán, dominado por interesados cuneiros, con vitola de demócratas; larvada amalgama histórica, sacrílega de pureza y deshonor, girando al revés, al igual que las amarillentas hojas muertas del pasado, de la clarividente profecía errática, encerrada en una humeante taza de té, diminutas hojas rojizas, larvadas de misterio e inciertos destinos humanos, que siempre girarían contracorriente, en un mundo salvaje, hiriente e indómito..., donde la primigenia honestidad, de la áurea raza humana, con el maldito rodar de los años, se habían convertido en calimbadas letras de cambio y tarjetas de crédito, maceradas en usura, infamia y deshonor. Extramundi: tecnocrática suciedad limitada a la deriva, escorada irreversiblemente, hacia el mal teúrgico; Extramundi, ciega, soberbia e ignorante tecnocracia, que ya no creía en la alquimia faustiana, ni siquiera, en los remotos mitos ayurvédicos, que el propio Ramsés el Viejo, les había narrado a él y Simón, alrededor de la hoguera donde ardía Atur Farnbog, el fuego sagrado de la casta de los sacerdotes partos y caldeos, explicándoles dulcemente, con sus desnudas manos tatuadas con símbolos mitocóndricos, la trágica arquitectura hermetista, con la que por error angélico, los dioses forjaron a los imperfectos y corruptos humanos. “El mundo fue, es, y será siempre, un lodazal, un muladar, un cuncheiro, donde el cuneirismo bate los huevos dorados de la indecencia y la mentira. Yo, acepté las reglas del juego; fui, uno más de los suyos; colaboré activamente, en el desmantelamiento de la verdad, a cambio de un puñado de monedas de oro. Pero Simón, empedernido soñador quimérico, jamás aceptó ese diabólico juego; lo rechazó frontalmente; lo combatió sin tregua; perdió, todas las batallas, pero ellos, quiero decir, exactamente nosotros, no sabemos realmente, cómo derrotarlo, ya que su debilidad nos hiere; su silencio, nos amenaza; su mirada, nos desarma; su palabra, nos atrona” -pensó Mongo el tránsfuga-, al otear desde su amplio ventanal municipalizo, el brumoso horizonte calidoscópico, de una infancia lejana, irreparablemente perdida. En la indefinida distancia circular, pasó un tren rigurosamente vigilado, camino anublada de la frontera mirandesa; un tren vigilado, rigurosamente negro, con forma de ataúd, que todo lo llenaba de humo, olvido, traición y ceniza. Una antigua máquina de vapor, arrastrando vagones de mercancía, mientras los barcos entraban y salían de Bahía Negra, dejando que la impoluta nieve roja de febrero, cayese como maná del cielo, machacona y silenciosa, sobre los tinglados africanos de Beiramar, sobre los chiringuitos bereberes, sobre las grúas del Arenal, sobre la copa desnuda de los corpulentos sicomoros egipcianos, consagrados a la gran diosa Isis; entonces a Mongo el melancólico, todo le parecía muerto, irreal, misterioso, absurdo, quimérico y, lo único real, eran nuevamente los zancarrones chamarileros rumaneses, aterrizados por sorpresa en Extramundi, desde la tierra palúdica del Mar Negro, para asistir al entierro y funeral del célebre alcalde transfugista; bacinerosos zíngaros, que azuzaban a la cabra recuona en medio de la barahúnda, para que tragase el fuego de los parsis por el hocico y lo escupiese por los ojos, mientras las ancianas banderizas del semáforo, hacían sonar con estridencia sus diabólicas trompetas tibetanas, invocando a la turbamulta bematista, a presenciar en directo, la muerte anunciada, del último tránsfuga de Extramundi, pues así estaba escrito, desde hacía cinco mil años, en el libro secreto de Ramsés el Viejo.
A su lado; siempre a su lado, hasta el final de la profecía maldita, sus cerdos negros de pura raza celta, las gallinas coloradas, los cuervos ingratos, las lagartas traidoras, las voraces ladillas cimarronas, que se comían los archivos, se bebían la tinta, roían los polvorientos decretos de la alcaldía... Mongo el melancólico, abrumado por el peso de su propia leyenda, contempló, quizá por última vez, la nieve roja de febrero, enfrentada al abrasador espectáculo de su definitiva derrota y decadencia, paisaje imaginario y crepuscular, transformado en campo de batalla; desolado páramo interior, donde ya sólo, se erguían girasoles heliotrópicos y densas sombras amenazantes, agazapadas hasta el final del culebrón mediático, en un vasto territorio de quimera, donde él, se había batido duramente contra el arbitrario destino, no dejándose nunca arrebatar, la ínsula plateada de Bataria, que la celestial rueda triunfal había colocado en sus manos, una legendaria noche, poco antes del final del milenio, pues así estaba escrito por los dioses caprichosos, en el cielo angélico del deshonor y en la tierra hierática de sus antepasados y, también, en el fondo lechoso de la bola de cristal, que siempre acompañaba a los tres magos persas, que guiados por una estrella errante, habían viajado desde Oriente a Occidente, deteniéndose en la babilónica, pecadora y extravagante Extramundi, helíaco crisol oceánico, donde se estaba fundiendo la raza cósmica del futuro, en Bahía Negra, pues justo ahí, en el delta donde desemboca el río del Olvido, se bifurca el ombligo del mundo, entre dos gigantescas águilas de piedra negra, lanzadas por Ormuz al vuelo, desde el santuario de Saturiq; una voló hacia el Levante; la otra, hacia el Poniente y, justamente, en la isla de las Águilas, se habían cruzado al vuelo, señalizando así el onfalo, centro de la Tierra, donde el antiguo mago persa Zaratustra, volverá a renacer, tras reposar durante nueve mil años de perfección angelical, en las nimbadas aguas cristalina del lago Kasaoya, entre las dos ocultas rutas magnéticas, que parten desde la corrupta, bucanera y estraperlista Extramundi, hacia la conquista cósmica, de la imposible Vía Láctea.


Continuará...

















Biografia:
udonge, 55 anhos, espanhol, mora na Europa, escritor e também pintor precisa editor paulista nipo-brasileiro para su novela "La concubina de mi amante". Enviar email urgente a su dirección en España o dejar mensaje en sección "recados" udonge2004@yahoo.es
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