The King will come...
Es meditarde y está lloviendo. En mi viejo gramófono suena un cariado elepé americano que compré hace mil años en Nueva Orleans. Mientras, yùn y yû, juegan en el cielo practicando el "Arte de la Alcoba", escucho una canción del vinilo Argus, delicada orfe-brería musical del grupo británico Wishbone Ash: The King will come, la canción de Kali, que me hirió mortalmente, en la Dutch Guyana, la lejana tarde que la conocí, mientras caminaba descalza y solitaria por una calle polvorienta de Paramaribo, un cálido y húme-do anochecer; en el verano del 74.
Por aquella nebulosa época, yo bregaba enrolado como spar-ky a bordo de un carguero liberiano, el Moritz Schulte, que barría mensualmente todos los puertos del Golfo de México y el Caribe, para finalizar su singladura en el río Suriname, en la aldea minera de Paranam, donde dejábamos carga general y tomábamos mineral de bauxita para Mobile, Nueva Orleans y Galveston.
El juego de la nube y la lluvia, comenzó a gestarse en las es-pesas jornadas de la Guayana Holandesa, hace tres décadas. En Pa-ramaribo, descubrí por primera vez Oriente, más allá del budismo Zen de Alan Watts y su Libro del Tao; más allá de los cuentos de Kipling en Plain tales from the Hills; de la envolvente y fascinante música de Ravi Shankar, Miles Davis y John McLaughlin; de los trigramas y hexagramas mágicos del Yi Jing. Lo escribí a bordo de varios navíos diferentes; lo hilvané en los honky tonk lagoon sure-ños, en las tabernas afrancesadas de Lousiana, en los bruin-cafés del puerto de Amsterdam, en A Cobra Zarca y Snake Bar de Río, en el inquietante Bar Marsella de Barcelona.., mientras bebía un trago de absenta rimbaldiana...
Dos años más tarde, a mediados de los setenta, navegué por Oriente. En Bombay, vislumbré lo mejor y lo peor de la India. En septiembre del 76, una joven parsi, adoradora del fuego sagrado de Zaratustra, me guió hasta las torres circulares, las dajmas del silen-cio, el cementerio de los muertos zoroástricos, uno de los lugares más secretos e infernales de Asia. En Chor Bazar, rodeados de kash-miris, especias y samnyasines, Kamala, desde su condición de babu, me habló con añoranza de la Persia preislámica y, de la comunidad parsi exiliada en Bombay, por imperativo político, mientras los adep-tos kapalikas merodeaban por las brasas satinadas del laberinto hin-dú, persiguiendo cadáveres, para ofrecérselos a su terrible diosa Kali la Negra, durante la ceremonia iniciática del kali-puja.
En la guayanense aldea minera de Paranam vivía Wang Chong, honorable “rescatador” que controlaba un nutrido ejército de silenciosos sicarios y una cantina portuaria, Eldorado, siempre aba-rrotado de marineros ebrios, buscadores de oro sin fortuna, mineros enloquecidos, loirinhas nordestinas y no pocas rolas, caleñas, trinita-rias...
Wang Chong, que llegó a El Callao como polizón, huyendo de la Guardia Roja maoísta, que lo condenó a muerte por vender dieciocho mujeres -incluidas madre, dos hijas, tres hermanas y cuatro esposas en una remota aldea de Sichuan-, cada nuevo amanecer, el “rescatador” soñaba con más dólares frescos americanos, dragones verdes y jóvenes concubinas de raza china; después de cada pipada, siempre stoned y misterioso, retozaba con sus adiestradas concubinas taoístas, practicando con ellas a diario, el milenario Arte de la Alco-ba, como buen Turbante Amarillo, adepto a la secta Tachikawa de Maoshan.
Kali, cuyo verdadero nombre siempre ignoré, se marchó de mi cabina al amanecer, como la marea del río Suriname. Nunca más volví a otear su hermoso rostro hindustani. Para su larga sombra, escribí Kali, la Negra.
Para Kamala, la joven india de origen persa, que me guió por los tupidos laberintos bombayvalas, hilvané un melancólico Cuando la muerte llegue a Isfahán...
Anocheció; treinta años después, los fantasmas del ayer se agitan en la tormenta de éste y otros mundos magnéticos, mientras suena The King will come: la canción secreta de Kali, igual de her-mosa, intensa y enigmática, como la lejana noche que la amé entre dos poéticas ráfagas dylanianas o, soñé amarla, en una dársena solita-ria del exótico y pluricultural Paramaribo.
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