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O Grove en la memoria udongiana
O Grove: en busca del tiempo perdido Premio Festa do Marisco 1989
udonge

Resumo:
Forma parte del libro El velo de Isis que el escritor meco le regaló en el año 2000 al pueblo de o Grove y el ayuntamiento jamás se interesó por él, hasta el penoso extremo de haberlo perdido, irreversiblemente...

Ahora, gracias a la generosidad de Udonge con el pueblo de O Grove, tras años y años de estulticia anticultural, los grovios podrán leer finalmente tan famoso y laureado reportaje, que dignifica ante el mundo entero al pueblo de O Grove y ridiculiza a sus gobernantes, pasados y presentes


Este brillante artículo sobre la villa marinera de o Grove ganó el premio periodístico Festa do Marisco 1989, entregado al autor por Manuel Lueiro Rey y Torrente Ballester.

O Centolo de Ouro, le fue reconocido con dieciocho años de retraso, por parte del Ayuntamiento de O Grove



O Grove: en busca del tiempo perdido


A
ndrés estaba como ausente, perdido en la ensimismada contemplación de la dársena vacía del puerto holandés de Rotterdam. Sentado en la popa del mercante, montaba la guardia de cuatro a ocho de la madrugada. Sus ojos, de un gris metálico, observaban con indiferencia el prolongado silencio de un mar brumoso y un cielo plomizo. Una lluvia fina y menuda se iba depositando sobre los muelles, las grúas y los barcos que esperaban el despertar del nuevo amanecer otoñal para continuar nuevamente sus faenas portuarias.
Andrés llevaba trabajando de contramaestre en la compañía holandesa hacía más de diez años. Acababan de llegar del Golfo de México con maíz, de Nueva Orleans, y en sólo veinte horas de descarga, el buque quedaría liberado para de nuevo surcar el Atlántico y comenzar así otra nueva singladura. Para combatir el húmedo y desapacible frío del amanecer de Rotterdam, Andrés extrajo del bolsillo del chaquetón una botella de petaca llena de caña blanca. Aquel mañanero trago de oruxo le quemó las entrañas y le hizo recordar precipitadamente la fecha en la que se encontraba; allá, en la borrosa distancia oceánica, en una pequeña villa marinera llamada O Grove celebraban ese mismo día a Festa do Marisco. El lingotazo de aguardiente, además de servirle para caldearle los huesos entumecidos por la humedad fluvial, también le servía para estimular su imaginación, y mentalmente, a través de la bruma del amanecer norte-ño, lentamente fue trasladándose de forma melancólica al encuentro de las dormidas raíces de su lejana infancia.
Aquel mismo otoño cumpliría los cuarenta años; atrás, muy atrás quedaba su niñez sal-picada de salitre, de orballos grises e imperecederos, de múltiples vivencias, de dispersas imá-genes que lo ataban al pasado, a la geografía de los sueños para refrescarle la memoria de un tiempo perdido. Le hubiera gustado entornar los párpados, y nuevamente encontrarse en la playa de Rons, allí en el mismo lugar donde por primera vez en su vida contempló el gran circo del mundo con los ojos llenos de asombro.
En una de aquellas herrumbrosas casas de marineros había nacido entre el cotidiano rugido de las tormentas y el silencioso ruido de la lluvia gris enmarañada de hastío. Vívidamente se vio, se reconoció caminando descalzo sobre la arena mojada, sobre las piedras rojizas, sobre los cam-pos de maíz. Nuevamente sintió en su cansado cuerpo, el tumulto de las olas, la fragancia de la tierra oliendo a salitre, a algas marinas, a conservas en salazón. La habitación donde dormía miraba hacia la mar glauca, ambarina y opalescente de Galicia; ese mar a veces triste, a ratos cruel, pero casi siempre justo y equitativo con los marineros que lo frecuentan en el día a día de la pesca de bajura. Andrés recordaba su habitación oliendo a mar y manzanas ; recordaba el gemir del viento, el estampido de las mareas barriendo la playa preñada de algas marinas; los encorvados cuerpos de las mujeres vestidas de negro, de las ameixeiras, arrancando de los arenales de Rons su incomparable marisco, sus deliciosos vivalvos, tan apreciados dentro y fuera de Galicia.
Muchas veces, cuando la tormenta atlántica salpicaba de espuma el verde frescor de su huerta, le gustaba acurrucar la cara contra el cristal, y así durante horas y horas se perdía y se maravillaba del devenir de las felices noches de invierno. Pero también, en las soleadas y cáli-das tardes de estío, su mirada alcanzaba a descubrir con asombro y admiración el espléndido botín de la tierra cubierta de frutos gratos que adornaban las pequeñas huertas cercanas al mar, mientras por estrechas corredoiras avanzaba cantarín el ancestral carro céltico arrastrado por un par de vacas marelas del país, hasta perderse en aquel laberinto de brañas y arenales a la búsqueda y captura de todo tipo de estiércol marino con el que abonar los huertos familiares, al mismo tiempo que la silenciosa tierra ocultaba en su fértil seno el aroma de sus propias cria-turas.
Su infancia estaba íntimamente ligada a todos aquellos olores, a todos aquellos hermo-sos paisajes de lontananza, a todas las pequeñas y grandes tragedias que se iban desencade-nando sobre su familia, pero para siempre guardaría en su memoria el sabor amargo del agua del pozo, el olor penetrante de la higuera, la acuarela de sus grandes y vistosas hojas cubiertas de un dorado color a miel, justo cuando las primeras lluvias otoñales, anunciaban el fin del estío y el cíclico retorno de Perséfone al sombrío invierno, mientras la diosa Deméter, su madre, co-menzaba a verter sobre la tierra copiosas lágrimas en forma de lluvia.
Su vida siempre había estado vinculada al espíritu del mar. Su abuelo había sido pescador de bajura, desde los siete años, hasta los ochenta. Ahora, entre las brumas del tiempo, apenas recordaba el perfil de su rostro y la geometría de su cuerpo, sin embargo recordaba su dorna Anduriña, el ruido de su tos, y la lluviosa mañana de mayo en que se alejó para siempre de su casa de Rons, en pos de los horizontes perdidos de la muerte. Andrés tenía entonces ocho años y no comprendía muy bien el significado de la palabra ausencia, pero la muerte del viejo polvei-ro cambió muy pocas cosas en la rutina de su casa. La abuela continuó desgranando maíz, cuidando el cerdo y las gallinas, friendo el pescado para la cena, mientras su madre se pasaba el día y la noche trabajando en la fábrica de pescado de Rons. De su padre, a veces les llega-ban cartas con sellos extraños y pintorescos; cartas breves y lacónicas que apenas acertaban a describir la ausencia, la infinita soledad de los bancos de Terranova donde faenaba la mayor parte del año, al igual que muchos otros marineros de la villa, en la pesca de altura, a bordo de un bacaladero de una compañía de Vigo. Por las tardes, acudía siempre nervioso e impaciente al peirao de Rons a esperar al abuelo que regresaba en su Anduriña cargado de sargos, pintos, rodaballos, rayas y congrios que la abuela metía en la patela para después ir a vender a la antigua plaza, a las cinco de la tarde, mientras en la lonja subastaban el marisco y el pescado fresco del día. Pero lo que mejor recordaba Andrés con especial énfasis y desconcierto era a sus antiguos maestros: extraños personajes, seres variopintos, como salidos de una novela esper-péntica de Valle Inclán. No podía dejar de recordar a Manolo O´porto, pues allí en su guarida había aprendido a emborronar las primeras libretas. Tampoco podría olvidar a Manolo O´coxo, o el atroz hacinamiento que se vivía y respiraba en aquella inhóspita habitación transformada en escuela que servía de aula donde pasó la mayor parte del tiempo escondido bajo los decré-pitos pupitres de madera cariada, y la otra parte del tiempo correteando sobre las lombas de arena que había frente a la escuela. Con los años, otros maestros no menos siniestros, tan pe-culiares como Al Capone, o Pexego, verdadero caballo de Atila de toda una generación de me-cos, que crecieron marcados físicamente y psicológicamente por la larga sombra de tan abrupto personaje; quizás, a pesar de todos los atributos en contra, de toda aquella épica raza de edu-cadores, hijos exclusivos de una sórdida época de postguerra , quizás, el más humano fuese Don Francisco O´ nervioso, que a pesar de su tartamudez, su joroba, su babeo permanente y sus incontrolables ataques epilépticos fuese el menos grotesco y bárbaro de aquella recia y sanguinaria estirpe de educadores del franquismo.
Pero la infancia para Andrés fue algo más que la nefasta sombra de aquellos pobres tullidos de cuerpo y espíritu, cuya máxima era : la letra con sangre entra. La verdadera vida para An-drés no fue precisamente la escuela; la plena existencia eran los juegos, los amigos, las hogue-ras de San Juan, los paseos por el muelle, las sesiones de cine dominical en O´ Marino y Besa-da, las plácidas tardes de pesca, las conversaciones a media voz en los bancos del Ayuntamien-to, las historias que escuchaba en la barbería de Juan Costa y Marcial, donde los marineros que faenaban en la mercante extranjera relataban sin cesar sus aventuras eróticas con las rubias amazonas de Escandinavia. Allí, en aquella pequeña y sucia barbería, cuyas paredes eran insu-ficientes para albergar más fotos del Real Madrid, su mente se fue poblando de fantasías, de meridianos y paralelos, de islas exóticas atiborradas de mujeres ardientes, de mil y una histo-rias de náufragos y latitudes bajas. La barbería de Marcial y la taberna de Chapeliño fueron precisamente los dos locales donde Andrés decidió convertirse en tripulante de la marina mer-cante, recorrer el ancho mundo, y algún día regresar a su propia Ítaca, y también él, tener sus propias aventuras que narrar, como las historias que escuchaba ensimismado en boca de los viejos marineros, que perdieron primero en su adolescencia la guerra de Cuba, y después en su madurez, la guerra civil española, después de naufragar en la Patagonia, en Terranova o el cabo de Buena Esperanza. En la taberna de Chapeliño, justo al lado de la barbería, en las ma-ñanas de vendaval, todo era tumulto y voces roncas, olor a tabaco de picadillo, y tazas de vino ácido volando sobre el mostrador. En el año 1963, cuando se celebró por primera vez a Festa do Marisco, las fuerzas vivas del franquismo, es decir, el galeno, el cura, el alcalde, el coman-dante de marina y el farmacéutico, montaron su particular cuchipanda gastronómica al amparo de la taberna O´ Combatiente- todo un nombre cargado de simbolismo -. Para la chusma emi-grante, el populacho marinero y demás parroquianos, el cabecilla de los municipales, un enjuto andaluz que chapurreaba el gallego con acento ruso, ordenó a sus hombres instalar frente a la barbería una improvisada mesa a base tablones y bidones viejos de gasoil marino, cubriéndola con una lona para protegerse de la lluvia otoñal. Por aquella estrafalaria carpa desfilaron perso-najes tan queridos y entrañables como Padín a la Horca, Carmen a Cuancha, Luisiño o Rato, Tipona, Jota Jota Perkins, Peteleiro, Majató, Canú, Ratombé, Maruxa a Soca, Josefá, sin olvidar a los gitanos de Confín, capitaneados por un enigmático y misterio personaje, un superviviente de la raza milenaria de los coptos y de las matanzas del río Nilo, capaz de soñar en siete len-guas muertas, amaestrar gatos salvajes y leer el destino humano gracias a sus estudios de quiromancia.
Aquellas primeras orgías gastronómicas eran gratis; el vino se servía directamente de las garrafas y damajuanas trasegadas con sabiduría en la trastienda de la taberna Villajuanita. En el ambiente sedicioso y jaranero ardía un abigarrado aire de francachela y glotonería popu-lar, ya que todos los convidados eran mecos, y no foráneos. En los años posteriores, las cosas se fueron normalizando. Agraciadas mozuelas, ataviadas con el traje típico, esperaban a los pupilos en Ardia para entregarle a cada coche una bolsa de marisco cocido, como recuerdo de su estancia en O Grove.
Así como a Festa do Marisco fue adquiriendo un aire menos enxebre, populista y local, desaparecieron las bolsas de marisco, y aquel entrañable festejo que comenzó siendo una fra-ternal comilona marinera, se transformó en una significativa fiesta gastronómica de ámbito nacional, fiesta gastronómica de ámbito nacional dejando en el camino su enorme encanto primitivo. Andrés quería de cualquier manera seguir conservando en su memoria el sabor y el aroma de los primeros años. En las jornadas anteriores a la misma, su padre lo llevaba con él a levantar las nasas. Nécoras, camarones, lubrigantes, centolla y camarones adornaban todos los otoños e inviernos la patela familiar que la abuela subastaba en la lonja o vendía directamente en bares y restaurantes. En aquellas jornadas de la tibia otoñada se respiraba el aroma del laurel, ese inconfundible olor que inundaba su hogar, mientras el marisco se cocía en una gran olla de cobre. Todos los años, su padre habría unas botellas de albariño y se repetía el mismo ritual de siempre: una gran mesa llena de marisco recién cocido, el trajín de las horas, el pau-sado murmullo de la lluvia; por doquier, el calor del roble ardiendo en la lareira, el desparpajo del padre empinando el codo, la rara elocuencia de su madre, mientras el vino tinto de Barran-tes manchaba los manteles, en el lento y gozoso nadir de las horas. Como entrante tomaban ostras con limón, almejas a la marinera, sin olvidar las navajas a la plancha. Después venían los camarones fritos, las nécoras recién cocidas oliendo a laurel, para cerrar con la centolla, la gran dama que indicaba el momento culminante. Más tarde, siempre tenían pulpo curado o a la fe-ria, caldeirada de maragota y raya; a continuación empanada de anguila, y para rematar, una fenomenal tartera de carne asada que la abuela sabía adobar como nadie. De postre: manzana asada de la huerta, regada con vino blanco y canela, sin olvidar las exquisitas filloas rellenas de mermelada de mora. Finalmente, café; café de pota, bendecido con varios tipos de licores que preparaba la tía Clotilde.
Aquellos sabores y olores de la infancia estaban dentro del aguardiente que Andrés acababa de beber. De forma repentina, en cuestión de segundos, todo el paisaje de su infancia y su adolescencia habían desfilado ante sus ojos. Esbozó algo parecido a una sonrisa heroica, al ponerse en pie, y caminar por el alerón de estribor. Estaba amaneciendo en el puerto de Rot-terdam. En su ajetreada vida había visto muchos amaneceres, en diferentes partes del planeta, sin embargo, en aquella brumosa mañana sentía una imperiosa necesidad de dejarse arrastrar por la nostalgia y los innumerables recuerdos que lo ataban a su villa natal. La noche anterior había estado bebiendo duro en la cabina del engrasador. Marcelino era de Cambados. Hablaron con nostalgia de sus pueblos, de sus paisajes del alma, de sus vinos y sus mariscos, bajo el poderoso influjo de la ginebra holandesa. Andrés encendió un pito de tabaco negro, y apoyó un brazo en el costado del barco. Soñador, se imaginó a sí mismo correteando por A Lanzada, cómo cuando tenía quince años. Se vio caminar por los pinares de A Toxa, cuando todavía la especulación urbanística no había destrozado su glauca vestimenta. Recordaba aquellos paseos juveniles, sentado en los pinares cercanos al desaparecido campo de fútbol, contando en círculo sus primeras experiencias amorosas. Tumbarse sobre el esplendor en la hierba, observar como los rosáceos cirros eran molinos de viento en medio de la gran tormenta cósmica. La tierra vi-braba a su alrededor, y todo le parecía hermoso, eterno, insensible al paso del tiempo. Sin em-bargo, durante su última visita a la isla, experimentó una triste sensación de opresión y aban-dono, al observar aquel trozo de tierra verde de su infancia, mancillada por la brutal especula-ción de los últimos años. Para Andrés, algo se había perdido y marchitado de forma irreversible, al ver con ojos del pasado, el destructivo sendero del joven dios plástico, envuelto en atributos de modernidad. Cerrar por un sólo instante los ojos, y volver a sentir el ritmo del tiempo perdi-do, para volver a recobrar después en la memoria, la virginal belleza de las horas floridas, como cuando los arenales de A Lanzada eran simplemente dunas donde la quimera de los sueños hacía brotar del corazón de la tierra, la llamada del océano, bajo un eterno monólogo de arena, lluvia y viento. Lo que más añoraba precisamente Andrés de O Grove, eran precisamente esas imágenes que ya sólo existía en su personal búsqueda del tiempo perdido, pues la mayoría de los paisajes de su infancia, hacía años que fueran demolidos. Ahora, ya sólo le quedaba la me-moria, el alba y el crepúsculo, la bajamar y la pleamar, el olor de las algas, el color esmeralda de la mar en la playa de A Lanzada cuando sopla el nordés, los atardeceres rojizos de Rons, la fragancia del limonero en las huertas de Lordelo, las tardes de pesca en el peirao de Meloxo. Para el melancólico marinero en aquella fecha tan señalada, los verdaderos tesoros de O Grove residían precisamente en todos aquellos incomparables momentos cuando se sentaba a la orilla del mar, viendo el reflejo de sus propios sueños, bailar al ritmo de las adormecidas algas mari-nas.
Toda aquella poesía intemporal era para él como un gran poema sinfónico, esculpido en la piedra, la lluvia, el fuego y el viento.


Biografia:
udonge, 55 anhos, espanhol, mora na Europa, escritor e também pintor precisa editor paulista nipo-brasileiro para su novela "La concubina de mi amante". Enviar email urgente a su dirección en España o dejar mensaje en sección "recados" udonge2004@yahoo.es
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