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Mujeres y escritores más un crimen
Eva Feld

Resumo:
Recopilación de los cuentos de la novelista y periodista venezolana Eva Feld.





Eva Feld
Mujeres y escritores más un crimen





















Cardón


Falo lanza-púas
auscúltate presagioso exprimiéndote datos
¡Huye! filamento subterráneo.
   
   Por más que Reijo Mallat, finlandés, experto en maderas para la construcción (con más de quince años de experiencia en el ramo), se empeñe en hacer la ficha técnica sobre el cardón y sobre sus antecedentes en la fabricación de viviendas de bahareque, cada vez que lo intenta se le enreda la lengua y le van saliendo frases inconexas en su mal hablado español. El equipo interdisciplinario que lo acompaña está conformado por expertos en sequía. Hay biólogos, zoólogos, geógrafos, geólogos y una socióloga. Se entienden en un inglés rudimentario, que no traduce para nada la memoria de los pastores de cabras que por allí merodean. ¿cow tongue cactus?
   Mallat insiste en caminar descalzo, dice que sólo así se siente en armonía con la tierra, pero por supuesto termina clavándose espinas en los pies rosado-sucios y ensangrentados. Avergonzado pero altivo, le ruega al equipo que siga sin él. Se queda sentado en una playa cuarteada en plena canícula y sin sombrero. Nunca antes, ni aún cuando el miedo enturbiaba su respiración, durante la amenaza rusa, en Helsinki, había escuchado Mallat el ritmo de su pulso a galope, acaso únicamente comparable con aquella vez en Budapest, cuando una húngara pelirroja y endiablada casi le rompe la vida de tanto paroxismo y persecución. Pero nada como esta fiebre de mediodía en Carora, que por tremendura de la fonética significa -pero con K y acento esdrújulo- reloj de pulsera en húngaro.
   Estas espinas antropófagas se le van metiendo a uno en la piel como si estuviesen vivas. Se siembran en el plasma como balas sin orificio de salida. En vano intenta Mallat atraparlas y desaguijonearse, está cada vez más crucificado. Instintivamente se abandona a las veleidades de la fiebre: una chiva, seguramente negra, bala en la distancia, todo lo demás flota en la densidad espesa de la naturaleza. Todo flota suspendido.
   Escaldado, ampollado y enajenado yace Mallat en Lara. Incongruente criatura desimantada del Norte.

Yérguete desértico anaranjado
oasis trasvestido
flor macho cabrío.

Más allá de la suspensión total, el finlandés se deja arrullar ahora por el mayoral de los renos, que canturrea en lapón. Súbitamente se borra toda imagen, la música omnipresente acapara el espacio interno porque suena La Tempestad de Jan Sibelius y con ella pulsa 1926, Carelia, Carelia, Carelia más que nombre de mujer, más que tierra y libertad, más que lugar y que sitio. Carœlia, Carœra, Carora.

Lame savia xerófita
Destírpate al fondo
y aclara.

   Mallat se despierta sobresaltado en su lecho de batista floreada. Casi gime de desencanto al comprobar la cotidiana armonía urdida a su favor por la esposa: agua clara y cristalina en la mesa de noche, cortinas finamente dispuestas en concordancia con el edredón, más los detalles de siempre: pantuflas, bata de casa y, en la nevera, abundante salmón para ahumar.
    Mallat añora la fiebre del desierto y para desquitarse revisa minuciosamente su agenda. Mañana ha de salir hacia Moscú para firmar el contrato maderero más importante del año. Cuánto prefería aquellos otros viajes con destinos más remotos, tropezarse con beduinos y forcejear un mínimo común múltiplo de comunicación. Despojarse del luteranismo sin abrazar doctrina alguna, leer en ojos despalabrados las señales de la proximidad o el rechazo y ver crecer, de todos modos, la empalizada convenida entre ambos países y sus respectivas empresas contratistas.
   Moscú no lo entusiasma para nada, hace semanas que sueña con ultramares, con más alláes. América del Sur, Venezuela con lengua fina.

Gas letal de Cují herido
espabílalo
y ahuma la sangría del sacrificio.

Auxiliado, socorrido, amparado, tras el aparatoso rescate en la playa, Mallat retuerce el bostezo para prolongarlo, luego recita así:

Yo es                  Nosotros Pérez
Tu Meléndez    Vosotros Alvarez
Ella López        Ellos ¿Quiénes?

Hace rato que la socióloga va siendo concubina. Antes de salir a rescatar otra quimera se asegura de dejar agua fresca en la mesa, el chinchorro bien templado y en la nevera, suficiente chivo para tarcarí.

















La caricia


   Clara reconoce para sí su inefable necesidad de muletas oculares. Intuye que su predilección por la compañía de arquitectos obedece a su incapacidad de ver. No se trata de defecto físico alguno; su ceguera poco tiene ver con el breve astigmatismo congénito, que la hace lucir algo despistada y muy torpe para el trazado de las líneas rectas. Clara ve, pero es sólo apoyando su visión en la mirada de sus amigos arquitectos - y en ocasiones en sus palabras- como logra aprehender imágenes.
   Fue leyendo los artículos del arquitecto Federico Vegas, en el periódico El Nacional, como Clara logró visualizar conceptos cotidianos de urbanismo, los contornos y las siluetas de su Caracas natal y la diferencia en el tramado de redes y mallas. También fue por él que notó en los cuadros de la Galería de Arte Nacional, los puentes claroscuros que vinculan el pasado con el presente y lo autóctono con lo universal.
   Se preguntó alguna vez el porqué no reposó nunca su cojera visual en otros bastones, en pintores, escultores o naturalistas. Luego se respondía que “la obra y la estética de los arquitectos se yergue sobre la faz de la tierra” y además que sus amigos eran maestros de la construcción, quebrantadores del orden y penetrantes psicoanalistas a la hora de tomar en cuenta la distribución de los espacios. Clara aprendió a ver en planos y maquetas porque aquellos trazos, a veces teñidos con acuarelas o subrayados con marcadores, le abrían los ojos, pero nunca logró soltar las muletas completamente y regresaba siempre a sus afectos arquitectónicos cuando requería ver. Como no quiso limitarse a su dependencia ocular, prefirió ampliar su interés hacia otros sentidos. Escuchaba música con los ojos cerrados. Había oído que el cuerpo era capaz de sustituir la carencia de un sentido sobredotando a otro. No requirió muletas auditivas, pero, jamás, a pesar de los cursos de iniciación musical y de solfeo, logró cantar en el tono adecuado, ni siquiera tararear. Coincidió su recién descubierta melomanía con otras delicias auditivas: la del run run de las confesiones ajenas. Hombres y mujeres depositaban incondicionalmente los pormenores de sus vidas en los oídos de Clara. Hubo incluso un guitarrista nocturno que le confirió, después de una larguísima confidencia a media luz y en un bar, el título de “la mejor oreja de la ciudad”. Clara sabía pues callar y escuchar, dos verbos casi redundantemente simultáneos. No sabía ella que su silencio aunado con la atención que prestaba a las palabras de sus locutores, producía en estos un efecto acariciador.
   Sus virtudes se propagaron con vigor. No tardaron tampoco los arquitectos en perseguir en Clara un alivio para la revelación de sus sentimientos. Alguno llegó a decirle en un arranque de agradecimiento que los planos yacían inertes en su mesa de dibujo y las palabras perdían sentido en el letrógrafo desde que ella, Clara, los visitaba menos. Pero Clara ignoraba aún que su mirada producía en los demás un efecto acariciador.
   Sin dejar de ver ni de escuchar lo ajeno, es decir de acariciar a los demás, Clara prosiguió la búsqueda de su sentido super dotado esta vez en el olfato. Frecuentó viveros, la estremecieron los sudores de los jardineros y los aromas de los claveles. Caminó por mercados y acudía a los verduleros para aspirar vigorosamente el sabor olfativo del cilantro o de los cambures acre-dulces. Pronto marchantes, jardineros y los clientes de ambos sintieron el efecto acariciador de Clara. Ignoraba ella que contagiase su fruición o que les retornaba a las gentes esa cierta sensualidad que produce alborotar las hojas de la albahaca o la yerbabuena para que huelan.
   Entonces ocurrió el susurro. Un hombre inesperado le impuso en la oreja una frase de deseo, una eyaculación verbal, que erizó la piel de Clara hasta el umbral del dolor. El hombre inesperado inmovilizó las caricias de Clara asiendo con fuerza sus manos, crucificándolas. Clara cerró los ojos por miedo a perderlos en catapulta y contuvo el aliento. El hombre inesperado crecía en su dominio y arrancó de la garganta de Clara gruñidos y graznidos, gemidos y aullidos. El hombre inesperado la acarició callando y susurrando, oliendo e inhalando, lamiendo y besando, mirándola y viéndola toda. Cuando el hombre inesperado le devolvió sus propias manos le entregó junto con ellas un ejército de hormigas hacendosas que fueron horadando cada surco de la piel curtida del hombre inesperado.
   Clara ignoraba por completo que el hombre inesperado fuese quiropráctico y conductista en artes amatorias con postgrado obtenido por meritocracia. Sabía pues, el hombre inesperado, insuflar, infatuar, loar, alabar; su lengua conocía además de las palabras detonantes, todos los verbos de acción oral, todos. Sabían sus dedos exactamente cuando y donde detenerse. Sabía su espina dorsal contornearse sinuosamente (seno, logaritmo, tangente), según el plano X Y. De manera que lo que las hormigas de las manos de Clara horadaron no fueron en realidad los pliegues de aquel cuerpo viril satisfecho, sino los resquicios de su propia inocencia al descubrir, por fin, cuál era su sentido superdotado.





























Lea


   Lea invitaba a sus amigos con frecuencia con el sentido antropológico del festín. Preparaba el menú con varios días de anticipación para tener tiempo durante la semana de comprar los ingredientes apropiados y adelantar por las noches algunos detalles. Por ejemplo: si la cena era el viernes, ponía la mesa desde el jueves porque combinar las servilletas, disponer los candelabros, almidonar el mantel, escoger el color de las velas llevaba tiempo. Otro ejemplo: si optaba por ofrecer platillos franceses, se aseguraba la mostaza de Dijon y conversaba con el charcutero sobre el corte y las proporciones que debía tener el lomo de cochino. Lea era judía, eso es obvio, pero no observaba ninguna disciplina kasher, es más, la receta de cerdo con mostaza y azúcar se la había enseñado su madre, cuando, a su vez, había tenido invitados para cenar.
   Cuando llegó la hora del viernes, Lea se sentó en la sala con una copa de vino blanco y se entretuvo imaginando el orden de llegada de los comensales. Hubiera deseado que llegaran lo más simultáneamente posible. Había invitado a seis personas, con ella serían siete a la mesa. El hecho que fuese agnóstica no le impedía ser un poco supersticiosa, sobre todo en asuntos numéricos. Prefería los impares y el siete en particular porque en la cábala correspondía a la esfera del Netzach complemento de Hod (que corresponde al número ocho), victoria y gloria respectivamente.
   “Hod es la esfera del intelecto y Netzach es la de la emoción – estaba leyendo ahora en un librito de Iniciación, para acortar la espera - Hod gobierna la magia ceremonial y ritual, mientras que Netzach está relacionado con los sentidos y las pasiones, el puro estremecimiento de la vida, el disfrute de los placeres instintivos. Su planeta es Venus, diosa del amor. Es pues lo espontáneo e instintivo de la personalidad”. Todo aquello que Lea añoraba en contraposición a su mente racional, tan propia de la esfera Hod, que representa la lógica, la penetración en la veracidad y en la inspiración, así como también de la falsedad y la trampa que surgen de los altos niveles de la astucia. Su planeta es Mercurio, que rige los mensajes, la elocuencia de la palabra y todo lo que sugiere el término mercurial. Su equivalente en griego, Hermes, es la causa de que las artes mágicas sean denominadas herméticas pues esta es la esfera de la magia ritual.
   Lea carecía de manías que aliviasen la demora de sus amigos, no fumaba, no bebía suficiente para aturdirse y odiaba la televisión, de manera que se impacientaba. Guardó el libro en la estantería respectiva y siguió pensando en los números. La próxima vez tendría nueve invitados, de ese modo ella misma completaría el número diez, la cifra sagrada de Pitágoras, pero también Malkuth, la Puerta de la Muerte, según la Cábala. Menos mal, pensaba Lea, que su afición era un hobby oculto.
   Para distraerse, Lea optó por escuchar el Sheherazade de Rimsky- Korsakov y como se hallaba frente a la estantería de los libros no pudo evitar echar mano a su enciclopedia para conocer un poco más acerca del ruso. Apenas contuvo la risa cuando en vez de encontrar al compositor se topó con la siguiente definición: Kórsakov: (sicosis de) “consiste en un trastorno mental en que el enfermo padece desorientación y falsos reconocimientos e inventa nuevas explicaciones (fabulación) para suplir lo que ha olvidado…”.
   Sheherazade evocó, mediante andantes musicales, a los incumplidos invitados quienes fueron acudiendo a la memoria de Lea por pares: Aby y Sara, psiquiatra él, psicóloga ella, ambos activos en el ejercicio de su profesión. El argentino, ella venezolana, ambos judíos. Sara le hablabla a Lea acerca de la importancia de la identidad en la vida de las personas. Se refería a los refugiados políticos, porque -según contaba - acababa de alistarse en un programa multi disciplinario organizado por el Alto Comisionado a favor de los Derechos Humanos, con sede en México (chispeaban sus ojos como marquesinas). Aby, veinte años mayor que ella, se valía de su nunca bien ponderado cinismo sabelotodo para desvirtuar los propósitos humanitarios de Sara. “Puro escapismo - sentenciaba -¿vos querés ashudar a los exiliados o que eshos te ashuden a vos?”.
   En eso sonó la campana salvadora, llegaban todos juntos los cuatro invitados que faltaban: un periodista, un abogado, un profesor y su esposa.
   No bien concluyeron los ritos sociales: saludos, disculpas, preparación de variados tragos, que un silencio breve pero sospechoso se cernió sobre el grupo. La señora del catedrático ensayó resabios protocolares introduciendo temas de conversación aparentemente inocuos tales como el clima destemplado. Su intento apenas suscitó algún comentario cortés por parte del abogado. Todos los invitados cavilaban, Sara hervía de rabia, los demás propusieron, casi al unísono, apurar los aperitivos y entrarle directamente a la es-cena. El juego de palabras fue, qué duda cabe, de Aby, cuya voz superaba la de los demás. Y luego, para colmo lo explicó: “Es que la mesa se ve tan hermosa que parece teatral…”.
   No todos los comensales supieron si el cambio de humor paulatino que se estaba generando era el efecto de la excelente comida, es decir de lo que sucedía encima de la mesa, o más bien por lo que ocurría por debajo.
   Era una mesa vienesa, redonda claro, coronada con una lámpara Tiffany, que más que alumbrar iluminaba. De modo que el rubor de Sara pasó tan desapercibido como el pudor de la señora del catedrático y nadie echó de menos, durante la cena, las manos del periodista, ni las del abogado.
   La voz cantante la llevó Aby - ¿para qué aclararlo?- y el catedrático hizo una que otra acotación puntual. Pero a pesar de la distensión y del esmerado postre, faltaba algo. Lea pensó entonces en Kórsakov, el de la enciclopedia, y recordó que el síndrome de fabulación requería abundante alcohol. Sigilosa como buena anfitriona descorchó frente a sus invitados más vino y luego ofreció pousse café tras pousse café: Cognac, Grappa, menta, cacao y naranja.
   Los humos etílicos nublaron los prejuicios. Crónicas periodísticas aderezaron los comentarios tribunalicios del abogado litigante. El profesor se distanció de las categorías y declamó un poema de su propia inspiración. Sara suspiró. Aby cantó milongas.
   Sin darse cuenta de cómo ni cuándo todos habían abandonado la rigidez de las sillas y se habían desparramado sobre la alfombra de la sala. Entonces Lea tomó la palabra y sin prevenir a sus amigos se embarrancó: “En los brazos de uno de ustedes, amigos, he muerto algunas veces. Morir, cómo les digo, fue suspender el sufrimiento que genera la razón, una voltereta hacia atrás. Una de esas muertes estuvo precedida por llanto; en los brazos de uno de ustedes lloré a mis muertos y también, no lo oculto, lloré por mí. La auto compasión es una puerta grande para acceder a la muerte; morí ese día previendo el fin de mis muertes en tus brazos, porque pocas cosas ahuyentan más los abrazos que el llanto y la muerte ajenos.
   Cuando se acabaron mis muertes en tus brazos, comenzó mi agonía: la de estar siempre viva, sufro de inmortalidad.

En tus brazos pensar evitaría,
pero se opone el día.

    Aquel último que en tus brazos moría, ocurrió el secuestro de los rehenes en la Embajada de Japón en Lima (Diciembre 1996), cuando catorce guerrilleros fuertemente armados entraron en la residencia del Embajador japonés en Perú y lograron capturar a unas quinientas personas que asistían a una recepción Con los setenta y dos que quedaron retenidos hasta el final de los cuatro meses que duró el cautiverio, llevé la cuenta del sin sentido, de la desesperanza, del tormento y del suplicio. Murieron ellos, qué duda cabe. Si bien fueron liberados en una acción comando liderizada por el presidente Fujimori, el 22 de abril de 1997, con el resultado de un rehén fallecido, dos bajas del ejercito y 14 guerrilleros ejecutados, además de 25 heridos, después de 126 días de cautiverio, ya ninguno será el mismo de antes. Yo tampoco”.
   Quería Lea – y se lo dijo a sus amigos- que continuaran su cuento, como si se tratase de un juego literario, de un cadáver exquisito narrativo. Aquello cayó como dinamita sobre los invitados varones, quienes, cual niños, se abalanzaron por el primer lugar.
   Aby quería valerse del ardid novelesco para sobreponerse a su cobardía: Cierto que Lea había estado en su consultorio y había llorado en sus brazos y él la había referido a otro psiquiatra, por simple inhibición profesional, pero jamás había imaginado tantas repercusiones ni tantos estragos.
    Carlos, el periodista, quería atrapar la historia de Lea para convertirla en una crónica policial con sospechosos, detectives, cómplices y detractores, con el objeto unívoco de distraer la atención y que no trascendieran sospechas acerca de su relación con Lea, a quien había entrevistado y enamorado - como corresponde a un hombre joven, galante y latino -. Habían intercambiado algunos besos, pero sólo esa única vez, porque al día siguiente la había invitado a almorzar para disculparse y decirle que ella era “demasiado mujer para una aventura” y que el la respetaba demasiado… Tampoco Carlos podía haber imaginado que aquellos besos por muy apasionados o sabrosos que hubiesen sido pudieran compararse, ¡por Dios!, con la agonía de los rehenes, o a una muerte por despecho.
   El abogado luchaba por conducir la historia hacia un litigio sucesoral, donde la occisa, muerta de amor, le hubiera legado sus pertenencias a sus amantes. Era su manera se zafarse del drama, porque él, Christian, sostuvo durante casi un año un affaire total con Lea. Habían acordado mutuamente - tal como en los contratos- llamarse amigos sin eufemismos, sin derecho a celos, ni a exigencias, en fin, algo que ella llamaba “mutuo testimonio”. No recordaba, ni le importaba, si había sido justo en Diciembre cuando el había perdido el deseo; Lea lo empalagaba con sus excesos y porque pretendía y además lograba ahuyentar su mal genio arrancándole risas francas. Christian no imaginó tampoco que rechazarla tuviera un efecto mortífero. “Bah, Lea es una mujer libérrima y fuerte ¡qué carajo!”.
   El turno por la palabra se luchaba a grito limpio, cuando de pronto se escucharon golpes en la puerta. No esperaban a nadie, ni existían vecinos que pudiesen quejarse por el alboroto.
- Ah -suspiró Lea- he debido dejarle la puerta abierta. Seguro que es el Profeta Elías, hoy es Shabath y cae en Pascua.
   Tres enfermeros entraron en tropel en la habitación de Lea. Lo más delicadamente posible la maniataron a la cama y le aplicaron, intravenosa, una dosis de calmante.
   Endorfinada vivía ella. Dopándola logran su exorfinio.

















































Yo





1

Otra estaba allí todo el tiempo, en mis narices, con sus carcajadas. Oh Dios, evítame el agravio de usar adjetivos. Lo cierto es que taconeaba siete o más centímetros de azul rey cuando la falda rasgada era celeste, pendían de sus orejas columpios abrillantados y la asaltaban delirios de grandeza.
   Claro que medraron psiquiatras, brujas, lágrimas y taquicardias. ¿Dónde estoy Yo, cuando El se abrasa? ¿Quién ama a Yo?
2
   Yo amo a Yo.
   Los hielos crujen sin clemencia derritiéndose a medias. Un Cointreau. Un hálito   anaranjado refresca.
   Una idea secular, un ejercicio gramatical, un personaje semántico, todos en un trasfondo ecléctico. Yo escribe.
   ¿Para quién escribe Yo? Pienso mimar a Yo con acertijos, enamorarla con paradojas, susurrarle adverbios.
   Que no sospeche Yo ningún deseo ulterior. Una charada, un escondite, una mueca de regusto por el roce con la copa húmeda.
   Yo lleva meses indeseada. Su risa mengua en ausencia de gemido. Añoro su delicia.
   Quiero amarla desvelándola y explorarla con fruición de reencuentro y también en vilo, como si fuese la primera vez.

    Quiero inseminar sus entrañas con poesía.
    Quiero fecundar sus sentidos.
    Quiero.

3

   Restarle cursilería al amor, residencia de pasiones, es desalojarlo, damnificarlo.
   Colmar a Yo de flores, y que el olor de la tierra húmeda la tiente a embarrarse con el lodo del rocío, iniciarla en el sobresalto cuando encuentre hojas frescas en el croto y atisbe el picaflor en la cachupina, o descubra el retoño del perejil y finalmente pose su mirada aliviada en la flor pétrea de la bromelia.
   Quiero espiarla, expiarla, fabricando arco iris con el riego mañanero.
   Quiero mirarla cuando acaricie las violetas carnosas y escuchar sus murmullos cuando les pida que florezcan.
   Quiero inventar esa plegaria de jardinería, para que me esté invocando a mí cada vez que ruega, cada vez que riega, cada vez que, cada vez.

4

    La morada de Yo ha de ser templo. Contrataré plomeros que destapen desaguaderos. Han de alumbrar los quemadores y colgarán cuadros placenteros en algunas paredes para que Yo se entregue a su contemplación y se interne en el vientre de los desnudos. Renacerá.
   Mezclaré tisanas que desaten nudos y rizos, Yo largará las ataduras de la vigilia y dormirá en libertad.
   Olvidaré como al desgaire novelas y recortes aquí y allá. Los encontrará sin duda y los devorará hasta la indigestión. Ahíta.
   Vestiré a Yo sin amarres, rozarán sus hombros camisones sin hombreras y sus caderas, ligeras, envolventes, ondulantes y acampanadas bragas. La calzaré con discretas sandalias silenciosas, para que nada anuncie su llegada. Nada que no sea su perfume.

5

   Yo anda imbuida de entusiasmo, pero no duerme. Por las noches oigo crepitar cartílagos. ¿Será que le nacen alas? Me confundo: quiero que levite, deseo prolongarle el aliento- combustible de un viaje a punto de fraguar, pero desde ya me aprisiona el despecho.
   Lentamente se van desentumeciendo mis dedos pudorosos.
6


   Otra no es otra. Es la misma Otra. Se trata de mera aritmética. Una misma Equis (X) única, unívoca y universal. Euclides, Pericles, Eureka.

7

   Yo yace desnuda despojada de engaños. Son pobres suplentes los celos de la pasión. Cierto que producen alucinaciones y desafueros. Es verdad que catapultan hacia la ira más pura.
   Yo desabrochó de un sólo movimiento rutinario su rabia y ahora luce inerte.
   Yo añora al menos los celos. Robótica, cibernética, aritmética.
Ya no alas, malas balas.

Me aburre Yo melancólica y pálida. Resignada.

8
   Otro estaba allí todo el tiempo evitando el agravio de las palabras, desabotonándole los labios al cerebro.
   Jadeante caballo a galope.
   Y ¿Yo?
   Yo no escucha la voz de Yo. Me retuerzo al verla planear tan alto a lomo de Centauro, lejos de su jardín y de mí. Los celos doblegan mi amor por Yo. Me solazo en primera fila esperando su caída, para recoger las migas de su desencanto y reconstruirla para mí, sólo para mí.
   Pero Yo desaparece con el alba y regresa con fragancia de paseo solitario, enmudece con el ocaso y nadie sabe de sus senderos. En vano intento acompañarla, protegerla, mimarla. Yo, la emancipada, es otra.














































Rue Tolbiac
   


   Faltan apenas cinco cuadras para llegar al metro de la Rue Tolbiac, curioso barrio obrero casi carente de locales comerciales. Hay sí un baño público donde por tres francos se puede uno duchar durante tres minutos exactos.
   Vivo en un edificio típico de una calle anónima. Tiene como los demás un resquicio interno que separa dos aleros, y un conserje.
   Comparto el breve espacio que habito con una muchacha judía sefardí, se llama Betty Levy. Ella es la dueña de todas mis pertenencias: del catre y de la herrumbre que me arrullan para dormir, de la nevera, del calefactor a gas, del papel tapiz. Allí suelo perderme de mí misma y llorar con frenesí. Sollozo por el hambre que roe las entrañas de una mujer árabe que penitente se deja morir por una causa y porque no entiendo los textos de economía política que me he impuesto comprender. Entre la huelga de los palestinos y los ojos de hambre que me miran medra un sarcoma.
   El sitio de Betty, que es el mío, no tiene sala de baño. Ambas nos lavamos las manos, los dientes y las lechugas bajo el único grifo de la cocina que separa nuestras habitaciones. Ella usa ese mismo grifo para asearse las axilas; utiliza para ello un guante de felpa, lo moja, lo enjabona y luego se inclina sobre el fregadero para no mojar el linóleo del piso y se acaricia vigorosamente los sobacos. Lo hace dos veces por semana y casi siempre cantando el estribillo de moda. Una vez a la semana amplia el recorrido jabonoso y felpudo aventurando un descenso hacia su ombligo. El vientre plano y cobrizo se le eriza y ella prosigue con la ceremonia. Entreabre discretamente las piernas apenas lo suficiente para que penetre la higiene.
   Faltan cuatro cuadras para llegar al metro de la Rue Tolbiac, sólo me acompaña mi insondable locura, ¿a quién se le ocurre andar a estas horas en un barrio obrero de Paris, en 1973? ¡Acaso no fue aquí donde apenas ayer nos corrió la policía!. Eramos más de cien mil y yo no conocía a ninguno. No hacía falta saberse nombres ni antecedentes, éramos todos una misma indignación, una sola proclama. Cuando se terminó la manifestación y con ella mi exaltación, descomprimí mis pulmones y me zambullí en el catre a una profundidad de diez metros. Hubiera comenzado a descifrar mensajes pero una algarabía amenazaba mi puerta y mis cavilaciones. Betty tenía un novio así, era casado, abusador y aleatorio, se presentaba de repente sin aviso y sin protesto como un cobrador de esos cheques que se firman sin reparar en las letras menudas. Betty lo aceptaba tal cual, sin enmiendas. En cuanto a mí, el hombre y su circunstancia me creaban zozobra y me encolerizaban. Un portazo selló mi salida, la cual, por lo demás, no llevaba prisa ni destino.
   Acabé escalando uno por uno los quinientos tres escalones que separaban la habitación de servicio, donde vivía mi único amigo venezolano, de la calle. Un lugar atiborrado de libros, precisamente de economía política. El lugar cubría un área de tres metros cuadrados y albergaba a muchos camaradas latinoamericanos. Todo el aliento perdido me fue retribuido. Mi amigo estaba solo, a la vera de un bombillo que iluminaba su amplia sonrisa, sus dientes, su infinita ternura y sus besos. Yo no se cuántas horas nos besamos hasta que fueron llegando los compañeros con visos de clandestinidad y de cofradía. Mi retirada fue imperceptible. Las grandes ideas y métodos, es decir las ideologías y las metodologías, me ahuyentaron con prisa y destino: ganar mi catre.
   Faltan tres cuadras para llegar al metro de la Rue Tolbiac, mañana tengo clase de fonética, un divertimento que me distrae de la realidad y de la teoría. Además me carteo en fonemas con mi amiga francesa. Mañana nos vamos a ver en la Isla de San Luis a las cuatro de la mañana para grabar a los transeúntes y analizar su lingüística. ¡ Santo cielo!, pero si ya son las cuatro de la mañana y mi locura acaba de abandonarme. Ahora estoy sola y escucho pisadas. De nada vale apurar el paso, faltan tres cuadras para llegar al metro de la Rue Tolbiac. Las pisadas me remachan el tímpano, aminoro el ritmo de mi caminar, le doy el beneficio de la duda, que sea otro solitario, un igual.
   Un chico fornido, de tez rosada e imberbe, con el pelo negro y engominado se me acompasa. Izquierda, derecha, izquierda. Al cabo de unos segundos rompe el monólogo interno con una cortesía: ¿Le molesta que la escolte?. Faltan dos cuadras para llegar al metro de la Rue Tolbiac y le digo la verdad, Siempre digo la verdad: “ No, al contrario, ¡qué amable!. Un dúo de percusión atraviesa el aire, son dos corazones batientes, dos miedos.
-¿Podemos conversar? - dice él.
-Si.
   Dígame, pero no se ofenda, ¿a qué edad comenzaron a crecerle los vellos en las axilas?
-No lo sé, no me acuerdo.
-Haga un esfuerzo, se lo ruego, es tan importante para mí.
-Bueno, hum, supongo que a los once o doce años.
-Pero ¿no está segura?
-No.
-Y… los vellos púbicos…¿cuándo se asomaron?
-Oye, te estás pasando…
-No, no se asuste ni se inquiete, no quiero hacerle daño, pero es tan importante para mí…
-Oye muchacho, faltan unos pasos para llegar al metro de la Rue Tolbiac, allí voy a cruzar para ir a mi casa y quisiera que nos despidamos aquí.
-No me tema, la escolto hasta su casa, sólo trate por favor de acordarse.
Llegamos al portón del edificio donde vivo con Betty. Entramos juntos al umbral y el se ofrece a acompañarme hasta arriba. Necesita una respuesta. Se la doy:
- Los vellos púbicos aparecen cuando no nos damos cuenta.
















Galatea



    
   Galatea Hemera sufre una intransigente aversión hacia las entrevistas de prensa. Le parece que todos los fablistanes preguntan las mismas cosas para tergiversar sus respuestas con más maldad que alevosía. Sufre al sólo pensar que en cualquier interpelación por parte de los medios de comunicación de masas, tendría que repetir que:
- Escribe cual vil delincuente, robando minutos laborables, asesinando afectos y compromisos, sacrificando ritos, mitos, hitos.
- Lee como casi todo el mundo, con poca luz, en posición horizontal y luchando contra el poder omnipresente de la televisión y de la radio.
- Añora, como otros escritores, ese día en que pueda dedicarse exclusivamente a la literatura, o a los acertijos que encierran las palabras, por ejemplo la raíz torno prefijada por diversas preposiciones (con -en - tras).
   La palabra torno en particular no le es ajena, podría decirse justamente que por allí empieza todo su tropiezo con la vida y también con la ya mentada aversión hacia la prensa. Torno y prensa fueron durante su juventud asuntos de supervivencia porque a los dieciocho años ya tenía dos hijas y temprano tuvo que saber también cómo operar máquinas herramientas ocho horas diarias, seis días a la semana. Poco le importaba entonces a Galatea el divorcio entre sus manos, la derecha en la palanca, la izquierda atenta al teclado regulador de cotas; los peligros inminentes en el manejo de cuchillas, cizallas o diamantes agregaron el toque de desafío, intimidación o aventura, según se tratase de un lunes somnoliento, de un jueves imperecedero o un sábado liberador. Fue posiblemente su regusto por la fantasía lo que le permitió a Galatea sobrevivir a aquella rutina, casi robótica, con la que producía en serie tornillos, a veces tuercas y ocasionalmente remaches. Una de esas fantasías convertía a Galatea en poder empresarial y le permitía manejar el tiempo a su favor, entonces remachaba sólo adjetivos calificativos, torneaba giros literarios y colocaba las frases más complejas de su recién insuflada imaginación entre cuatro garras autocentrantes, para arrancarles la viruta sirviéndose de una mezcla de humores conjurados capaces de lubricar la operación y de amansar simultáneamente el hierro y las ideas.
   Del taller de tornería voló Galatea por un asunto de meros celos porque el patrón nunca logró acercársele lo suficiente como para descubrir a ciencia cierta el porqué tenía Galatea esa cara de felicidad que lo mantenía al acecho, en vigilia y nuevamente al acecho. Se descubrió el patrón fantaseando de día, en pleno viernes de caja, en medio de importantes reuniones de junta directiva y hasta de noche, en la cama, aún asegurándose de colocar ambas manos por encima de la frazada, tal como se lo exigían sus padres desde pequeño para evitar tentaciones.
   Se desbordó el patrón, Don Skruch, el primer y único día en que Galatea faltó al trabajo. Se volvió un amasijo de nervios, de añoranza y de rabia, pero sobre todo privó su impotencia, la misma que sentía a la vera de cualquier encuentro romántico, en todo preludio, en el nudo y en el siempre descorazonador desenlace. Herr Skruch estaba muy asustado -tan sajón de pronunciación, tan áureo de piel, tan rico en divisas- jamás se hubiera permitido enamorarse de Galatea. A frau Skruch ni siquiera le interesaba sospechar de su marido mientras hubiera champaña en la heladera y sobre todo heladera en el lecho. Hacía ya un buen quinquenio que se reconocía alérgica a los roces e histérica a mayores pretensiones, por aquello que ya se sabe sobre Herr Skruch. De todos modos, valiéndose de una excusa exclusivamente laboral, Herr Skruch despidió a Galatea creyendo que así, exiliándola de su vida diaria, se libraría de su tormento. Error.
Galatea en cambio, aterrizó, por pura casualidad, en el terreno de la construcción. Allí aguzó su sentido práctico para analizar a calicanto cualquier arquitectura formal y entre cemento, cabillas y encofrados, se le fueron adosando junto con los ladrillos, algunos cálculos estructurales, que luego fueron estructuralistas y lingüísticos. Mención distinguida merece esta vez el torno: “aparato que sirve para la tracción o elevación de cargas por medio de una soga, cable o cadena que se enrolla en un cilindro horizontal llamado tambor, provisto o no de engranaje reductor”. Ya para entonces Galatea cumplía veintiún años.
2

   La casa matriarcal, que compartía Galatea con sus hermanos, dos hijas, muchas
guacamayas, una mona, una lora, varias cuñadas y demasiadas visitas, chillaba quejas humeantes en el patio central. Allí se desplumaban gallinas, se pelaban vituallas, se amasaban bollos, se echaban cuentos y se campaneaban tragos. Las peleas entre perros, las riñas entre niños y los chismes entre comadres, quedaban siempre sin resolver.
Alpargatas y botas, tacones y pies descalzos teñían sin compasión las paredes y esas mismas huellas estercoleras marcaban pisadas apuradas hacia los más disímiles escondites: hacia hamacas bien ancladas, hacia los poyos de las ventanas para aguardar al dulcero o al serenatero, según la edad o las circunstancias, y muy pocos hacia el “para qué”, un escondrijo perfecto para amores urgentes y trastos inservibles, porque casi nadie iba nunca al para qué.
   Sólo Mamá sorbía de a poquito su anís griego como en todos los cumpleaños de Galatea, saboreando, esta vez, los últimos vestigios que quedaban en esa botella llena de recuerdos. Revivía en ellos cada momento de los silencios completos, absolutos, fantásticos que había compartido con un marinero desconocido, veintidós años atrás. Atrás del carenero natural en el que buques mercantes, embarcaciones de pesca o veleritos de fin de semana se recostaban en la arena para sanar sus costillas, aliviar sus excoriaciones o simplemente dormir en tierra firme para vomitar viejas resacas, escupir caracoles o afeitarse las barbas de algas y moluscos. Allí, en ese remanso de balandros y galeones, había podido Mamá callar por primera vez en su vida. Y su callar fue tan perfecto porque tuvo un y único testigo: aquel marinero despalabrado, de aliento anisalado y mirada punzopenetrante. Mamá y marinero callaron juntos instantes eternos. Fueron tertulias mudas. Fueron decires sinuosos, bailes selenitas, besos imperecederos sin que jamás pronunciaran ni una sola palabra.
   Mentira venial. Una sola palabra creció entre ellos, un único grito desgarrador: ¡Gaaaaalaaaaateeeaaaaa!, un adiós de marinero vociferado con el favor de los vientos Alisios desde la popa de la embarcación, pero cuyo eco le templó el tímpano a Mamá para toda la vida. Se quedó en la playa con los pezones encendidos, asfixiada por borbotones de lágrimas. En su mano izquierda, la botella de anís, en la derecha el recuerdo febril de cada palmo de esa piel viril tan igual a la arcilla por reseca y agrietada, por colorada y obediente y sobre todo por volverse cuenco de tinajero, que es como decir de agua clara. Llevó su embarazo igual que los anteriores porque éste era su tercero. En ausencia de quejas ó aspavientos, nadie se sorprendió siquiera al oirla rimar hacia los cuatro vientos, varias veces al día, un único y ya casi mítico nombre:
   ¡Galatea, Dios de vea!
   La criatura nació con esa cara de felicidad que desquició a Herr Skruch y que catapultó su adultez, precisamente a partir de ese vigésimo primer cumpleaños, hacia una fama inaudita, amen del nacimiento de Eufemia, su tercera hija. Una niña dotada con la facultad de mirar profundo, que se alimentaba exclusivamente de leche y pan. Leche espesa de comadrona, pan de harina cernida en un viejo torno, residuo industrial de la panadería familiar que regentara otrora Don Ramelio y cuyos croissants, brioches y baguettes sembraron una añoranza vitalicia en todos aquellos que los probaron.
Galatea trabajaba más que nunca, con tantas hijas la vida se le volvía más exigente, pero se la notaba aún más feliz desde que escribía aquellos cuentos que antes únicamente se narraba hacia adentro y sólo para espantar el dolor, el miedo o el cansancio.
3

   El señor Skruch se bajó de la balanza perplejo: ¡ciento veintitrés kilos!. Ni que hubiera estado comiéndose sus tornillos y sus tuercas. No era posible que pesara tanto si, desde que su señora lo había abandonado llevándoselo todo, apenas si comía, apenas si vivía, apenas si dormía. Ni la vanidad, ni el dominio del alemán, ni los recuerdos perversos contienen calorías…
   En el cuento ganador del Concurso Municipal de Narrativa, Galatea se había valido de su antiguo patrón para crear un personaje insólito que engordaba muriéndose de hambre. En otro de sus cuentos galardonados, Galatea inventó una sociedad femenina en la que se sacrificaba a los hijos varones. El matriarcado escogía democráticamente un número ínfimo de ejemplares masculinos para la procreación de la especie. Esos escasos varones se criaban como sementales con suma dedicación. En este cuento surgió una heroína que quiso salvar a su hijo de ese destino y para lograrlo se valió de argucias extraordinarias, que luego Galatea tuvo que justificar hasta la saciedad en infinitas ocasiones.
   Durante un tiempo Galatea se distrajo improvisando cuentos al azar. El punto de partida de estos relatos era el nombre de las personas que los escuchaban. Un día, por ejemplo, en su entorno se encontraba un Humberto Blanco, y Galatea aseguró que se trataba de un duende camuflado, cuyo verdadero nombre era Um Gris. La hache no sería más que un heraldo para equipararse con ilustres griegos históricos (Heráclito, Hermógenes...) y el berto una treta para pasar desapercibido como cualquier Gilberto o Norberto. El apellido Blanco le servía sólo para hacerle el juego a la sociedad polarizada y dual donde vivía.
   Hubo un cuento de un espejo-cárcel que penalizaba las indecisiones. Existió otro de menstruos y otros flujos.
4

   Eufemia seguía hablando poco y mirando adentro, como era humilde y delicada, evitaba los ojos de los demás. Callada, tímida e introvertida sorprendió a todos el día que anunció sin titubeos su decisión unívoca e inapelable de ingresar al Convento. Unos días después, Galatea la vio desaparecer para siempre tras el torno, ese armario cilíndrico empotrado en el muro de los conventos, que gira sobre un eje y permite introducir o extraer objetos sin contacto con el exterior. La prensa se encargó de la difamación y la alevosía: le inventaron un embarazo sobrenatural, le atribuyeron poderes satánicos, la tildaron, la estigmatizaron, la injuriaron, la insultaron.
   Los proyectos de Galatea yacían entonces sobre su mal iluminada mesa de noche. Seguía trabajando desaforadamente para mantener una gran familia y de retorno a su contorno, una sola redacción, la de un aviso de prensa, le robaba la respiración: “Se solicita tornera:…”
5

   Puede que suene paradójico y hasta inconexo que haya sido precisamente herr Skruch quien se hubiera convertido, al cabo de los años, en pretendido mecenas de Galatea. Jamás volvieron a verse, pero la historia inventada por Galatea tuvo tal efecto liberador en su antiguo patrón, que se impresionó a sí mismo al desatornillar simultáneamente su matrimonio y el taller metalmecánico de sus cuentas bancarias y de sus afectos. Se dedicó desde entonces a beber cerveza en los bares y a investigar acerca del paradero de Galatea. A punto de un rotundo fracaso y su consecuente depresión - la segunda en su vida, por culpa de Galatea-, resolvió investigar el único dato que había logrado escudriñar, constaba de tres palabras: Eufemia, Convento, Torno.
   Cual recadero de monjas anduvo Skruch de templos hasta que un día, en la repisa de uno de los tantos tornos que había estado auscultando postrado, apareció un sobre con olor a santidad. Se volvió un amasijo de nervios y sintió que en verdad pesaba ciento veintitrés kilos como en el cuento de Galatea. Jadeaba, temblaba y el piso, bajo sus pies en retirada, crujía provocando mudos reproches en los feligreses. Cuando por fin ganó la calle apechugando el sobre hasta arrugarlo, entendió que sólo difundiendo la obra de Galatea lograría insiliarla en su vida.


























Melodrama




1

   Ojos verdes, piel áurea, donaire de niña bien, demasiadas tentaciones para cualquier muchacho en esa ciudad industrial de Europa oriental, en 1950. Eugenio sacó a bailar a Lya en seguida. El aguardiente de ciruela destilado artesanalmente, en alambiques improvisados y comunitarios, tenía la triple virtud de contrarrestar las jornadas laborales de 48 horas semanales, sin contar las voluntarias-obligatorias, que exigía el dictador ¡por la Patria!. Cincuenta y cinco grados de anestesia etílica para liberar las vísceras y anestesiar la lengua. ¡Salud!.
   Lya mantuvo la nariz respingada mientras Eugenio escurría sus dedos aviesos entre los almidonados pliegues de su vestido de flores, estreno de primavera. Ella le ponía freno, el se fue a cantar y a beber con los demás varones. Creyéndose a salvo de las miradas capciosas de sus amigas, Lya se refugió en el tocador y sólo lo abandonó al recuperar el porte de su imaginario linaje. Cuando recobró el antojo, ya Eugenio abrazaba otra cintura y susurraba en otros oídos. Cincuenta y cinco tonos de rubor cromático para atajar la vanidad y los celos. ¡Amor!.
   Así transcurría la mayoría de las fiestas, o mejor dicho de las bodas. Abril era mes de casorios, como Septiembre de viñedos. Eugenio no dejó oreja ilesa, su lengua hizo estragos en todas ellas, sólo Lya lucía impávida y por lo mismo hacía también estragos en los oídos de las gentes. Era ella el sujeto de los más inconclusos e infundados chismes de la comarca. Los hubo eróticos -sine qua non- y por supuesto económicos. Era hija única de madre judía, en un país laico por decreto. Era nieta única de matriarca comunal y era, además, engreída y caprichosa. De todos modos, en las pocas ocasiones en que Eugenio soñaba despierto, Lya se le aparecía altiva como un augurio. Eugenio trabajaba en la construcción y tenía tal don de líder que sus colegas le obedecían gustosos. Todo: cal, polvo, astillas y clavos parecían más llevaderos si Eugenio organizaba, si Eugenio cantaba, si Eugenio reía. Además Eugenio repartía de buena gana los obsequios que recibía de manos agradecidas. Nadie conocía mejor el tejemaneje, el trueque, el intercambio, el soslayo. Diligencias, favores, encomiendas, gestorías, galanterías, zalamerías lo hacían imprescindible. Era, pues, un seductor nato. Chicas y funcionarios, secretarias y cuadros partidistas sucumbían ante sus habilidades. Todos menos Lya, hasta que Eugenio le pidiera la mano. Así fue como hubo ese año boda con nieve. El matrimonio se consumó al abrigo del edredón relleno con plumas de ganso y funda de seda dorada. No faltaron tampoco sábanas color salmón con iniciales bordadas ni aros nupciales.
   Poco duró la eterna felicidad conyugal. apenas amainó el invierno, Eugenio anunció su partida. Había conseguido trabajo en la capital con el mero propósito de cumplir con sus nuevas ambiciones. Abandonaría el regazo de su joven esposa ingenua para incursionar en tareas más duras y mejores ingresos. Cincuenta y cinco por ciento de incremento salarial en pleno asiento político-administrativo. ¡Dinero!.
   Lya acató. Ahora tan señora ella del hombre más guapo y popular del barrio cacareó su nuevo status por toda la ciudad sin prudencia ni pudor. Pensaba que en poco tiempo se reuniría con su amado convertido en potentado. Podría entonces comprar jabón en el mercado negro y trocar café por perfume. Habría también limón, miel y nueces en la despensa, para perpetuar postres, potajes ácidos y encurtidos, pero añoraba a su marido, pasear con él por la plaza y que la vieran. Sedienta, ávida y viciada, resolvió sorprender a su esposo. Algo por amor y mucho por presunción se resistió al desmayo. Aquello que encontró en la capital era inmoral, inhumano, desalmado, deslucido. Peor, halló indicios de mujeres, de eyaculaciones, de sacudones. Lya sacó trapo y mantel, cosió cortinas, colocó flores y exorcizó las sábanas a ramalazos. Tenía demasiado orgullo para llorar y excesiva juventud para renunciar. Ahora cerraba los ojos cuando desconfiaba y creía que todo era un asunto de apenas nueve meses, durante los cuales se sobrepuso a todas las náuseas posibles, no hubo humos de repollo ni de coliflor, chismes ni decires que apaciguaran su ilusión. Cuando al fin nació la hija tan deseada, Lya vio desvanecer ante sus ojos el final feliz de la historia de hadas que había estado tramando. Se le impusieron en cambio los rigores de la escasez y del sacrificio. Sin reponerse aún del alumbramiento, se le endurecieron los senos como piedras y la estremecieron escalofríos. Fueron días de escozor, de dolor, de llanto sin consuelo. Los sollozos de la niña acabaron con su ya lisiada compostura, cuando, en pleno invierno centro europeo y tragándose la hiel del desengaño, tuvo que alinearse en interminables colas en procura de leche de vaca para los biberones, luego de exprimirse la suya propia, porque la niña la rechazaba. Se tornó peleona e irascible y para colmo comenzó a fumar. Reñían continuamente: ella le reclamaba tiempo y dinero, el aspiraba compartir con ella la carga familiar y le recriminaba que en vez de trabajar como lo hacían las demás mujeres, se quedara todo el día encerrada en el apartamento de un sola pieza, fumando o espiando a los demás. Eugenio se privaba de recordarle a Lya el carácter ilegal de su voluntario desempleo, trabajar era absolutamente obligatorio para todo el mundo. Una estricta vigilancia policial controlaba el cumplimiento de la disposición oficial de contingencia. Los planes, primero anuales, luego trianuales y finalmente quinquenales, fueron la columna vertebral de la política económica comunista y por supuesto rigieron la moral, las buenas costumbres y el régimen de premios y castigos. No hubiese sido digno de él echarle en cara algo que el podía resolver por otros medios, conseguirle un permiso médico no era un problema para el, pero la actitud de su mujer no sólo lo perjudicaba, sino que lo desesperaba. Enloquecido gesticulaba y levantaba la voz hasta hacerla llorar. Acababa siempre consolándola y dilatando cada vez más sus regresos de la calle. Ella se vengaba de él pidiendo dinero prestado, comprometiendo tanto el salario como la reputación de su marido y comprando superfluos bibelots para adornar la inútil vitrina que achicaba aún más el limitado espacio habitacional que compartían. A veces se reconciliaban en fogosos abrazos. Así fue como engendraron a Adriano.
   El niño colmó las expectativas de Lya, era silencioso, frágil, delicado y requería muchos mimos y gastos. Eugenio tuvo que endeudarse aun mas para sufragar los viajes al litoral, que Lya le auto recetaba a sus hijos para así cobrarle las infidelidades a su marido. Las deudas en dinero y en favores sofocaban a Eugenio, no así las ausencias de Lya. Una nueva y definitiva amante, cuyas virtudes no cesaba de ponderar, revitalizaba su energía.
   Las peleas entre sus padres se hicieron tan frecuentes y agudas, que Adriano fue presa del miedo al ver a su madre morir por primera vez. Los desmayos de Lya se hicieron recurrentes y Adriano sentía que el terror le apretaba al mismo tiempo el vientre y la cabeza. Sus tripas rugían con furor lo que su grito ahogaba. Por retortijones falló en los estudios y a la larga perdió también el ingreso a la Universidad, el único salvoconducto que le hubiera permitido evadir el ejército.
   Con el abdomen-archivo- de frustraciones y más callado que nunca, fue sometido a dos años de disciplina militar, puro abono para su rabia, incubadora de ambiciones, vivero de juramentos interiores. Emigrar, emigrar, emigrar, emigrar, emigrar, ese sólo mandato infinitivo primero, pero cada vez más imperativo, lo protegió de las heladas al descampado, del peso de bayonetas, de la hediondez cabría. El callar políglota de Adriano, su capacitación en la milicia, su porte distinguido, sumados a su natural discreción resultaban atractivos para la oficialidad por lo que no cundió sospecha alguna, Adriano cuidó celosamente todos los detalles para no perjudicar con su partida a sus familiares, ni a sus amigos. Había una y unívoca forma de hacerlo legalmente y consistía en hacerse comprar por divisas. Tejemaneje bilateral, acuerdos de Ginebra, tentáculos del sionismo. Apenas terminó el servicio militar ejecutó su plan al pie de la letra. Transcurrieron dos penosos años entre diligencias y quehaceres, dos años de diferimientos. Era como postergar la vida, sin dejar de vivirla. Ejerció oficios, asistió a bodas, que ahora ocurrían en cualquier época del año, pero sobretodo soñaba despierto con su futuro: incierto, sí, pero libre.
   La escala en Jerusalén fue breve pues un pariente lejano y matrilineal, en Venezuela, avanzó el billete marítimo. El viaje en barco subrayó los retortijones. De poco valieron los coqueteos de jovencitas en la cubierta, ni la mirada libidinosa de su vecina de camarote, Adriano viajaba hacia una meta, el recorrido le era indiferente. Tenía dos cosas claras: nunca más pobre, nunca más sometido. La curiosidad también le ahorcaba el íleon; en La Guaira lo esperaba el benefactor.

2

   Don Alberto se impacientaba en el malecón. Ni cuarenta años en Venezuela le habían servido para entender el horario nacional, miraba su reloj con ansiedad. Durante los primeros treinta minutos de atraso, le había contado a su nieto de diez años, su propio arribo a un malecón en Puerto Cabello y cómo los habían congregado en un campo de concentración, perdón, en un campamento para inmigrantes, un horno... y cómo había llegado sin un centavo, con su mujer- "tu abuela"- preñada y el luto múltiple en la garganta por tantos parientes, tantos amigos muertos en la guerra. Don Alberto odiaba hablar de esas cosas. Había plenado su vida con tareas y deberes (durante la semana) y pesca con tragos (los fines de semana). Esperar a Adriano y sobre todo recordar le resultaba inquietante. A él nadie lo había ayudado.
   Alberto era hijo de burgueses industriales y fue la guerra, la guerra, la guerra, la que acabó con todo. Había tenido dos hermanos con quienes pelear o disfrazarse y una casa de campo para pasar los veranos. Había allí perros y gatos, viñas y ciruelas, se jugaba al rummy y se asaban chorizos. El sudor del mediodía y las lágrimas internas le secaron el aliento, de modo que el abuelo narrador pasó la segunda media hora de demora libando cerveza y aprovechando el helado que saboreaba su nieto, para contarle cómo se hacían los sorbetes y las cremas congeladas cuando el era niño, apoyaba su relato girando una palanca imaginaria y fingiendo que agregaba sal al hielo alrededor de un envase que contendría frutas y azúcar. “La sal provoca un fenómeno exógeno mediante el cual el hielo produce más frío al derretirse...”, el abuelo siempre tenía un cuento en la manga, una explicación, un juego, una charada.
   Don Alberto había logrado salir del infierno europeo persiguiendo el gran sueño americano que corroía sus fantasías. Para entonces palabreaba en inglés con la facilidad del que ya habla otros cinco idiomas, pero la ansiada visa nunca llegó del norte franco, tuvo que conformarse con el del subcontinente del sur. Sus comienzos en Caracas fueron duros, no era un hombre gregario como la mayoría de sus coterráneos y su esposa -compañera de ilusiones y de vómitos en aquel barco libertario- había fallecido de parto, pero el era un sobreviviente y no cejaría.
   Estaba casado ahora con una señora muy sí señora venezolana y de sociedad que nunca le jurungaba sus dolores. Todo estaba más o menos en orden, en regla, en forma. Salvo que David, su único hijo varón había resultado poeta y músico. Alberto siempre había pensado que los primeros inmigrantes eran hombres rudos pues debían abrirse camino con los codos, pero que los hijos de éstos, nacidos en cunas bien tendidas, lograban ser profesionales (ingenieros, médicos, abogados) y sólo en la tercera generación aparecían los músicos, los artistas, los poetas o los hippies. Eso de que David se hubiera adelantado a sus cálculos psico-antropológicos amateurs le preocupaba un poco por el asunto de la fábrica. ¿Impelido a importar a Adriano?: sí!, lo reconocía. Pues aunque tuviera dos hijas más, no podía contar con ellas para garantizar la continuidad de su obra industrial. Su hija mayor era el fruto del primer matrimonio. Era una mujer librepensadora y autónoma, además de divorciada. Era la madre de este nieto que esperaba con el- por tercera hora- en el malecón, se llamaba Mariana como tributo a Francia, por haber sido concebida en tránsito y era víctima de muchos desengaños amorosos que la gente atribuía a su sobre dosis de rebeldía, a su pasión intelectual y a su sed de justicia. La hija menor, Margarita, vivía de fiesta en fiesta, estaba muy bien casada con un criollo (de muchos apellidos), emparentado con la aristocracia cafetalera de antaño y vinculado también al capital financiero, (con ramificaciones incluso en el exterior). ¿Qué le podría importar al yerno su fábrica?

3

   Empatía súbita. Adriano atraca como anillo al dedo. Alberto, gozoso, reconoce en los ojos del recién llegado tres virtudes: ambición, discreción y respeto. Enseguida le adosa otras tres: curiosidad, atención, tesón. Adriano sólo calla. El encantamiento de Alberto genera en su nieto algo incierto hacia el desconocido, por primera vez Andresito pierde el sufijo diminutivo y se siente en familia, miembro de una tribu viril de triunfadores. Adriano investido de paternidad, calla.
   Gaitas y guirnaldas enloquecen la ciudad, es Diciembre. El consumismo febril, el calor y el acogimiento sofocan los intestinos de Adriano y narcotizan sus nervios inflamados. Por primera vez en las últimas cincuenta y cinco semanas reconoce un triunfo, pero contiene el suspiro. Son hallacas, le dicen casi al unísono Margarita y su tocaya y cuñada y mejor amiga de la infancia, al ver la cara de sorpresa del recién llegado. Ambas Margaritas lucen una elegancia, un aroma y una desfachatez desconocidos. Guacharacas, guacamayas, Guaira, guáramo, son palabras que le van remachando el tímpano a Adriano. Pareciera que las muchachas quieren versarlo en todas las excentricidades del idioma, del trópico y de la libido latinoamericana. Hay en esos gestos más que coquetería e histrionismo, nada que ver con las muchachas rusas, checas, polacas ni húngaras. Ni siquiera la televisión le había mostrado nunca algo similar. Ajeno a su propio poder de seducción, Adriano abona la fantasía de las recién conquistadas callando. Las Margaritas no logran mantener el tenor de sus cuchicheos y se refugian - como desde niñas- en el vestière.
- ¡Es un encanto!
- Vamos a llevarlo a la boda del sábado.
- Lo presentamos como un conde europeo.
- No chica, como un barón.
- Ji ji ji ¡tremendo varón!...
   Entre risas y chanzas, las mujeres-niñas traman toda suerte de equívocos para la boda. Cuando regresan a la sala ven con malos ojos que Mariana en blue jeans y en perfecto inglés mantiene clavado en un diván al susodicho. El monólogo de Mariana incluye datos socio-económicos, verdades filosófico-existenciales, chistes y camaradería. Pocas veces ha contado con un interlocutor tan solícito. Los hombres de la familia aparecen a la hora del postre, David carga la guitarra bajo el brazo y ameniza - para beneplácito de Adriano- el pousse café. Los maridos de las Margaritas avanzan frases de cortesía.

4

- Yo ser de Suráfrica, supervisar minas, irme dentro de dos semanas. Sí, sí, yo arqueólogo, gustar aventura. Allá en selva vida peligrosa. Un vez estar con hutus atrapado en guerra, otra vez huir con Mandela de secuestro. Adriano pide otro y luego otro Scotch. Sus historias maravillan a los habitués del bar La Zorra.

- No señor, yo no pedí Armagnac, debe haber una confusión.
- Señorita es una cortesía de aquel señor que está sentado allá.
   La joven entre indignada y sorprendida descubre a contraluz, la figura de Adriano con mirada profunda y donaire a lo Sir Lawrence Olivier. Con la sonrisa en ristre, el hombre deja a la mujer con ganas de reencuentro. Mismo sitio, misma hora: Restaurant Les Chats.

   Una tasca hedionda a cerveza, pimientos morrones y chorizo carupanero acoge todos los jueves a un hombre apurado y a su ambiciosa amiga. Allí, sorbiendo, ambos reacomodan la escala moral. A veces sin terminar el trago del estribo, se embalan hacia un motel cercano para acabarlo.
   Adriano sabe de armas, de economía política, de construcción y de tejemaneje; conoce el soslayo, el trueque, las diligencias y las gestorías; aprendió manierismos y cortesías; maneja el lenguaje comercial y el financiero; domina la simbología monetaria y los pronósticos económicos; está versado en poesía y música, reconoce apellidos, parentescos y protocolos. No se piense ni por un instante que la doble vida de Adriano pudiera rallar en psicosis, o que su callar y su excesivo hablar tengan algo que ver con una doble personalidad. No, la vida oculta de Adriano es una válvula de escape, un cinturón de seguridad, una sana diversión histriónica frecuentemente útil para garantizar la continuidad de su juramento. Habiendo cumplido lo de “nunca más pobre,” quiere asegurar también lo otro. Jugando, actuando, camuflándose, enamorisqueándose, puede zafarse - a ratos- de la sumisión afectiva.
5

   Esta noche Adriano y Mariana cumplen dos años de casados, Andrés tiene casi trece años, ya asoman en sus facciones ciertos rasgos de virilidad.
   La fiesta ecléctica reúne con elegante informalidad a muchos allegados. Mariana y Adriano representan el paradigma del triunfo, del amor. Ella ha adquirido la hermosura que brinda el sosiego. El, el aplomo que proporciona el poder.
   Alberto y Andrés, cómplices del artilugio, brindan por primera vez en igualdad de tragos. Pero Alberto no obtiene respuestas de su nieto. No es que esté taciturno, ni que rehuya, simplemente calla. Al increparlo, el muchacho inventa una excusa pueril, aduce un dolor de estómago. Andrés sabe que no se trata de una excusa, en verdad le duelen las tripas y además no puede concentrarse en los estudios. Callar es un refugio perfecto para ocultar sus sospechas.
   Alberto solidario con su nieto adolescente relaja el cuestionario. En verdad está absorto en sus propias reflexiones. Ahora que por fin puede dedicarse a viajar y a pescar porque coronó a un digno sucesor en la fábrica, le cuesta trabajo disimular su preocupación. Ha interceptado accidentalmente unas llamadas telefónicas de lo más curiosas.
   En plena cantadera de alba, interfiere una llamada telefónica urgente para la señora. Es Margarita, la tocaya de su hermana para disculparse sollozando: “Mariana, perdóname por no ir a tu fiesta”. Gracias por llamarme, pero ¿qué te pasa?, ¿por qué estás llorando? increpa solícita Mariana, la respuesta apenas audible es un inquietante “por ti”, pero Margarita acaba de colgar el teléfono. ¿Por mi? se pregunta la anfitriona mientras acompaña a sus últimos invitados al umbral de salida. Andrés aprovecha la oportunidad para retar a Adriano, lo increpa, lo enfrenta. Por primera vez en su vida, Adriano pierde la mordaza, habla, cuenta, dice, explica. Conversan, convienen, consolidan. Sobreviene para ambos el alivio visceral. Andrés, hijo de Mariana y nieto de Alberto acaba de hacer la hombría. También Adriano.































Karina



Barcelona, 21 de septiembre 1996

Mi queridísima Ana:

   Volví de Buenos Aires con la rodilla rota. Todo ocurrió al segundo día de mi llegada y en plena obediencia a las reglas turísticas. Me fui a Boca, ya sabes: algo de nostalgia, mucho de tango, cuando seis adolescentes me tumbaron al piso a patadas. Yo no se si me irritaba más mi nariz en el pavimento o el acento cantadito: “Ché matalo, matalo”. Por suerte me dejaron el pasaporte y pude seguir mi viaje por Uruguay, Paraguay y parte de Brasil (que en gran medida me pareció una gigantesca Avenida Urdaneta).
   De regreso a Barcelona me esperaban setenta y cinco cartas y otras tantas llamadas telefónicas, puro trabajo. No sabía si desayunar o merendar cuando ya tenía que salir corriendo de un lado para otro, de un congreso a un simposio; cualquier día de estos me vuelvo loco. Ya te había contado que el trabajo de traducción simultánea utiliza la misma corteza cerebral donde se aloja la esquizofrenia caminan envers la meva casa la teva imtge em va vindre al cap. Ven, ¿cuándo vienes?
   Me encantó que en el Sur se sigan hablando los idiomas indígenas. Esos sonidos desconocidos y los paisajes y la experiencia todo fue maravilloso.
   I am reading Bowles and find his stories fascinating, non vedo l’ora di vederte. Desde tu última visita me acompaña tu risa (¿de qué nos reíamos?) cuando regresábamos de la exposición de Mapplethorp en la Fundación Miró. Siempre recuerdo que me dijiste que Barcelona era una ciudad para los ciudadanos. Es verdad, nos acobija, nos ampara. También dijiste que el Mediterráneo era dulce y quieto y que nunca habías conocido tantos países en una sola cuadra. Cómo te sorprendía subir por una calle majestuosa y cosmopolita y bajar por la paralela provinciana y cálida, para desembocar en una plaza de artistas a pocos pasos del barrio gótico. Gaudí resucitó en tus superlativos. Quand reviendras tu?
   Mi casa sigue siendo refugio de tránsfugas y viajeros. Vienen mis amigos italianos y los de Suiza, hasta pasaron por aquí compañeros de Estados Unidos sumándole a mi esquizofrenia lo que le restan de soledad. A la vorágine añádele un toque de lascivia. Quiero abrazar al mundo entero, a todos, a todas. Un abrazo fogoso, pero siempre uno. Ternura, sudor, piel, labios, ojos. ¿Quién dijo amor, quién abrasar?
   Una de mis grandes amigas te va a llamar la semana que viene, estará apenas cuatro días en Caracas, por un asunto de unos cuadros que vendió. Me encantaría que se conozcan y que la lleves a comer arepas. Se llama Karina y vive en París, habla español perfecto. Va de paso a un encuentro Sufi en Argentina.
   Acabo esta carta rápido y me preparo para visitar a mi abuela. Es que de las viejas no se acuerda nadie y a mí me sigue encantando escucharla. Figúrate que está empeñada en hacerle caso a su madre, “Conchita, hija- le dijo un día-, si pasas bien de los cien años habrás vivido tres siglos...”. Pues como nació en 1899...
   Escríbeme y cuéntame de todo, como me gusta a mí.
   Un besazo para ti y saludos a todos allí en la Caracas de mi infancia.
Jon




Caracas, 6 de noviembre 1996

Querido Jon:

   Posee ella la melancolía del altiplano a pesar de sus chispeantes ojos parisinos y el horror del holocausto en la mirada, aunque la emplee para seducir.
   Se sonroja ella con la candidez de una niña en la pregunta y palidece a conciencia con sus sabias respuestas.
   Ignora ella las dualidades que despierta su cuerpo de niña alta y su mudo grito de mujer asfixiada. O no, o sabe perfectamente y con cierta perversidad que sin taquicardia, sin arritmia, los colores destiñen aburrimiento.
   Aburrimiento que tal vez persigue - con aval de Schopenhauer y de Moravia- como motor de los verdaderos cambios. Vivir en conflicto y postergar el remanso para que no mengüe el ideal, el simbólico, el lúdico y no ese real y cotidiano, tan verdaderamente fastidioso.
   Esa niña, con palabra de hombre y dulce voz femenina, altera el pulso. Quisiera uno raptarla y amordazarla a besos. Quisiera uno descubrir los misterios que resguarda en su ceño fruncido cuando está mezclando con precisión científica y dedicación mística los óleos para su próximo lienzo. Quisiera uno dejarle furtivamente algún regalo, pero que no sepa ella que fue uno, enamorado, el que por no poder olvidarla nunca, va atesorándole presentes y recuerdos anónimos, sólo para hacerla feliz, sin ningún deseo soterrado.
   Deseo, deseo, palabreja descorazonadora por fugaz y desconfiable. Como si en el rechazo radicara una cierta energía, como si en la abstinencia fogueara el orgasmo. Tanto así como que la imaginación supera cualquier desempeño. Y, al mismo tiempo, cuánta promesa de un futuro armónico, cuanta disidencia, cuánta diletancia.
   Desde que nos miramos a los ojos hasta que nos despedimos con el cuerpo entero en un breve encuentro de muchas horas no he cesado de pensar en ella. En ellas, para ajustarme a esta verdad, que las hay. En esa ella amalgamando en el Amazonas las vivencias exógenas y exuberantes- por lo que las palabras cargan en la equis-, con las intrínsecas y esdrújulas del universo atávico. En esa ella temerosa y trémula frente a la “precariedad”: otra palabra aguda, muy aguda, mucho más aguda que el simple acento postrero en la sílaba tónica, o de su connotación significativa fonética, lingüística o psicológica. Miedo doloroso y febril, peste convulsiva, venérea atroz.
   En aquella otra ella caminando por el quatrième y absorbiendo es sus ropas los olores semitas de su barrio. Olivas y falafel, rabinos y sinagogas, cábala y shofar pero apurar el paso para asistir puntual, dos veces por semana, a la reunión sufista. “Ni tan grata ni tan interesante como los encuentros anuales (que parecen campamentos de verano, donde cantidades de personas diversas aprendemos a convivir)”.
   No se porqué pero en vez de convivir yo escucho sobrevivir, como si mi otra hubiese encontrado hace cinco años un salvavidas que la mantenga a flote. A flote sí, pero muy sobre, muy por encima de la vidita pequeña burguesa e inmerecida que la enmarca. A ella protagonista de una vida azarosa, de un destino flamante, signada por el arte congénita y vocacionalmente. A ella, simultáneamente judía y boliviana, francófona e hispano parlante, dueña de Siam, de las propiedades de los Visigodos y heredera de los Sumerios.
   O en aquella otra inimaginable: madre de un varón tan ajeno por pelirrojo y sajón y al mismo tiempo tan fruto de su vientre, ¡Jesús!.
   No, no voy a seguir, sigue tú, querido Jon de mi corazón y si alguna vez te soliviantas llévame contigo, como hasta ahora, como siempre, porque yo no me he atrevido nunca a surcar mis vísceras como tú. ¿Será prudencia, miedo, o acumulación?. Ni envidia, ni vanidad.
   La vida en Caracas transcurre con sobresaltos, pero sin emociones. Los simples ciudadanos nos hemos convertido en seres virtuales, o a lo sumo en cifras estadísticas. Los únicos seres humanos que sienten y padecen son los delincuentes y los observamos como si fuesen una especie exótica. Salvo rarísimas excepciones somos tan etnocéntricos como lo han sido antes los colonizadores, de modo que los medimos con nuestros obsoletos parámetros socio-antropológicos y nos engañamos irrisoriamente. La inseguridad acabó con el patio, con la vida gregaria, reunir a tres pelagatos pensantes cuesta demasiado trabajo y las raras veces en que ocurre, nadie escucha. Deslumbradas con su propia voz, infinidad de mujeres brillantes se opacan entre sí. Los hombres bostezan.
   Ahora te cuento un poco de los míos: los ojos de mi hijo parecen radiógrafos y eso le está permitiendo una aproximación a la naturaleza a través de la cultura funcional. La electricidad, la hidráulica, el movimiento, la energía, todas esas cosas le roban el aliento de la emoción y el sueño por lo mucho que tiene que estudiar. Mi niña ríe y llora al mismo tiempo. Tiene frío y calor simultáneamente. Un torrente de hormonas le tuerce el aroma y caricaturiza sus movimientos. Aguda e ingenua, chistosa y circunspecta, es una persona deliciosa.
   Así vivimos, personajes de esta divina comedia que es la vida.
   ¡Ah! ¿El?: guapísimo, los años le sientan bien. Gerente, padre de familia, ángulo superior de triángulo isósceles conserva el humor de siempre. Su sonrisa bajo el bigote aporta un toque de ironía y de inteligencia a esta obra épica que es educar y proveer.
   De mí que te cuente ella.
   Te quiero Jon de ultramar y brindo por nuestra fiesta epistolar.
Ana

21 de diciembre 1996

Querida Ana:

   Estoy desecho, Karina se va para la India. ¿El?: se llama George. Adiós a mis planes de Baleares. Yo que me veía arrullando al sajoncito y amándola por fin. Tu carta me insufló, sobre todo por aquello de las promesas y las disidencias. De nada valieron mis desgarros. Seguimos como siempre, amigos, “otra palabreja”, pero esta vez grave.
Me consuelo con una italiana que huele a albahaca, con una sabra cuyas eres me cacofonizan el alma, con una andaluza que me rechaza... y pensando en George, que pasó por Barcelona:
   “Ambiguo compañero protegido y protector, que escancia la palabra sin rodeos ni adorno, fulminó la raíz de mi tronco cizallando sin remedio mis bastiones inexpugnables. Como un arco tensado en intensa oscuridad descendió ángel ladrón para atravesarme el aliento, hiriéndome fatalmente de saeta”.
Jon

















































Sara



   El sonido agudo de las carcajadas que explotan de la radio a las cuatro y media de la tarde y por amplitud modulada, predisponen siempre el humor recurrente de Sara. Reírse sí, pero de sí misma. De ella que lo objeta todo y nunca concluye nada. De ella, menesterosa pero prejuiciada, portadora de una moral tan amplia y tan circular que al cabo de darse la vuelta sobre sí misma termina siempre condenándola a ella con un veredicto de culpabilidad. Desde niña, aún antes de cumplir los diez años, se ha estado torturando con absurdas preguntas. ¿Qué hubiera hecho ella de haberle tocado sufrir la guerra y la intolerancia?. ¿Se hubiera ella asimilado al enemigo con tal de salvar el pellejo?; ¿se hubiera soliviantado abanderando la causa sionista, o acaso la comunista?, ¿habría intentado huir?
    Consumadas, las risas radiales dieron paso a una entrevista peculiar; los periodistas anunciaron la llegada tardía y elegante de un escritor extranjero, cuyo reciente éxito editorial lo traía de regreso a Caracas, ciudad que le había propinado profundas caricias durante uno de sus exilios. Le preguntó la periodista: “ ¿es requisito para escribir el haber vivido las pasiones que se describen?. Y contestó el: “No, fíjese el caso del poeta portugués Fernando Pessoa, un funcionario aburrido, que no hizo más que ir de su casa a la oficina y que no sólo legó pasiones sino que se desdobló en varias personas con sus respectivas personalidades, sexualidades, ideologías y rúbricas”.
    Le hubiera encantado a Sara la posibilidad real de suscribir heterónimos en la vida real. Irremediablemente se le antojó recordar un cuento corto de Vicente Huidrobo en el que una mujer encantadora llamada María Olga se casa con un hombre muy convencional, pero sólo con la parte de ella que se llama María, mientras que Olga permanece soltera y libre de tomar un amante. El marido, iracundo por los celos, toma un revólver contra ella, pero sucede que se equivoca y mata a María, justamente a la mujer que le era perfectamente fiel; en cambio Olga continúa viviendo feliz en brazos de su amante.
   Llamarse Sara es otra cosa –se justificaba Sara- no sólo por ser un nombre unívoco, sencillo y bíblico, sino por sus vínculos con la primera humorista de la humanidad, aquélla que tendría sobre los cien años- según el Viejo Testamento- cuando se le apareció Yahveh para decirle que sería premiada por su buen comportamiento y que concebiría por fin al hijo tan ansiado, y ¿qué hizo Sara?, muriéndose de risa exclamó incrédula: “¡es que voy a gozar a los cien años y además con un marido viejo!”. Por lo demás Sara había sido una mujer pragmática durante su prolongada infertilidad por lo que supo compensar a su marido promoviéndole encuentros íntimos con una esclava y la dicha de procrear. Según las Escrituras de Jerusalén, la que fungió de esposa, Celestina y madrastra se llamaba Saray hasta que Yahveh le sustrajo la I griega a su nombre convirtiéndola en Sara y en madre de reyes.
   La entrevista radial proseguía pero se había distanciado del tema de los heterónimos. Sara lo lamentaba tanto, le hubiera sido mucho más llevadero seguir rumiando desmentidos interiores que afrontar su realidad sentimental: una nostalgia barroca. Creyó que cambiando de banda radial hallaría en otra frecuencia un alivio a su aflicción; solía escuchar música clásica mientras manejaba y le apetecía el sonido del clavecín, la métrica de Scarlatti, hubiera tolerado hasta el arrojo romántico de Beethoven, pero cuánta conspiración casual podía desprenderse de las notas de Bizet, ¿por qué?, ¿por qué Carmen?. Actor se dice en griego “hipócrita” y fue precisamente en la dramática sobre actuación operística donde cabalgaban nuevamente las fantasías heterónimas de Sara. Siempre ocurre con los despechos que la persona amada acaba clavada. Primero se lacera el cuerpo con destreza patológica, pero luego, indefectiblemente, regresan a la memoria las virtudes enaltecidas, superlativas. Para Sara, la amistad - como el amor- debe ser un acto de fe, no como la santidad, cuyos protagonistas han de demostrar milagros. Los amigos y los amantes son y punto, cuando ese punto rueda se convierte en avalancha. Así llegó a su casa, bañada en lágrimas diluvianas.
   No era Sara, en su desdoblamiento heterónimo, una lesbiana, simplemente se había enamorado de su amiga como un novio solícito, aquel que adivina los deseos y los complace. Ella, la amiga, se fue convirtiendo a su vez en hogar y patria, olor y mandato. Niñas compartiendo una infancia imaginaria. Tránsfugas en el destierro, a veces silentes testigos de sus torceduras, eran ambas exiliadas de un espacio atávico al que ninguna de las dos podía regresar. Así se fue convirtiendo ella en casa y en flores, para que el, Sara, reposara de los horrores de la guerra y libara. Al principio, como en toda relación que se anuncia amorosa privó la seducción. Fue grandioso el misterio y excitante el descubrimiento: saberse, reconocerse, adivinarse, todos verbos reflexivos, demasiado reflexivos. Pronto se impusieron las confesiones. Apátridas, fueron inventándose identidades demudadas, ella, la amiga, se había construido una casa sólida y umbría desde donde evocar el Simún del desierto, las lavas insulares de su tierra natal y las caricias ausentes de sus ancestros. Sara se deshidrataba en ella, devenía pura sal. Espejos reveladores de sus recíprocas cualidades, despertaron la envidia de no pocos. Viéndose valiosa en los ojos de la otra la una se crecía, reflejada en la aprobación de la una la otra vociferaba. De los frutos que se cosechaban en los oasis recién explorados, algunos diezmos se ofrecían a un tercero. Fatídico número tres, turbia presencia masculina. Trío, triángulo troica, trenza, trípode.

- Sara, oh Sara ¿cómo hago para franquear tus defensas?, te me ocultas Sara, no encuentro en tus ojos esa afectuosa expresión a la que me has acostumbrado.
- No te engañes amiga mía si mi aspecto se ha vuelto sombrío, su turbación sólo se refiere a mí misma, a mi lucha conmigo misma.
- Ay Sara he equivocado mucho tu pasión, pero dime querida ¿puedes ver tu rostro?
- No, el ojo no se ve a sí propio sino por reflejo.
- Es verdad y una lástima que no hayan espejos donde puedas ver tu sombra.
- ¿A qué peligros quieres arrastrarme haciéndome buscar en mí misma lo que no existe en mi?

   Los heterónimos hacen trampas que la razón ignora y mientras Sara se sorprendía a sí misma rogándole a la constancia que le diera ánimos para colocar una montaña entera entre corazón y boca, su seductora amiga apuntalaba artes amatorias en fogosos esmeriles. “Tengo la mente del hombre- se decía Sara- pero la debilidad de la mujer. Hela allí, Afrodita arrobada, de cacería con Artemisa y luego viene a mí cual solícita esposa a reclamar hasta la última gota de mis sangrientos secretos. Sindicadora desaforada en procura de todos los hilos: los de Ariadna, los de Penélope, queriendo poseernos a todos, a Teseo, a Aquiles, a mí”. De este modo envenenada la mente del hombre, Sara encontró en su debilidad de mujer el espacio para la comprensión y en la I griega de su nombre primigenio el refugio para volverse Celestina de los amoríos infértiles de su amiga. Venía ella llorosa a los hombros de Sara y describía con detalles al caluroso amigo que se enfriaba, y Sara le respondía: “ cuando el amor comienza a debilitarse y decaer usa siempre una ceremonia forzada. La fe honesta y sencilla no conoce disfraces…”
   Personajes todos de una tragedia bien tramada a cuyo despeñadero se abalanzaban, desconocían, sin embargo, los ambages.
   Sara, cual hombre al fin, encontró consuelo en el otro hombre y así fluyó entre ellos el diálogo:
Dijo el hombre: ¿A esto hemos llegado?
Dijo Sara: Que tu jactancia se convierta en hechos. Por lo que a mí toca, me alegraría recibir lecciones de hombres nobles.
Dijo el hombre: Dije que soy más antiguo, no mejor.
Dijo Sara: Un buen amigo no debería ver los defectos de sus amigos.
Dijo el hombre: No las vería un adulador.

   Es el día brillante el que hace salir a la luz serpiente. Entre la ejecución de una cosa terrible y el primer móvil de ella, todo el intervalo es como un fantasma o como un horrible sueño. El genio y los instrumentos mortales se confrontan entonces y el humano adolece de una insurrección, pero ¿cómo evitar aquello que los dioses hayan dispuesto?
- ¿Qué dicen los augures? Se pregunta ella, la amiga, al constatar perpleja que en vano ha buscado a Sara, inútilmente al hombre, para encontrarse en ellos reflejada.
   Y responde el oráculo: “No querrían veros salir hoy”.
   Y los desafía ella: “Esto lo hacen los dioses para vergüenza de la cobardía, siempre mi razón ha sido dócil a mis afectos”. Así resuelta se lanza ella en procura de su destino para encontrar a su mejor amiga con su amante reunida. El corazón de Sara se contrista sabiendo que cada apariencia no es realidad, pero es tarde: las almas sangran.





















Carmín



1

Lino y raso.
Seda y charol.
Rojo carmín encendido.

   Cada detalle luce prolijamente dispuesto en el tocador colonial, abigarrado, por lo demás, de angelitos, portarretratos, estatuas de yeso y figuras de arcilla. Pero los gatos, dueños de los corredores nocturnos y de los pasadizos secretos, saben anidarse allí sin arrugar.
   Mucho antes que despunte el alba, estará la dueña del mundo ciñéndose las medias de seda y contorneando sus piernas frente a un espejo de 1873. Luego, nada indulgente con los decagramos ganados durante el fin de semana, se embraguetará la falda forzando el ojal con inclemencia y prometiendo ayuno total hasta acabar con los pliegues de su perfil. La blusa, mucho más condescendiente, cubre y recubre, pero sólo para descubrir un brassière también colorado y orlado, hilvanado y ajustado.
   Los zapatos aún aguardan. Antes de calzarse, la dueña del mundo se maquilla todos los días, repasando de memoria cada hendija de su expresión, cada rubor. Ahora sí condena sus pies encaramándose sin dificultad en los tacones y ganando de ese modo la altura que requieren sus responsabilidades como gerente de implantación de nuevas tecnologías en la empresa petrolera.
   Unos minutos antes de las cinco y media en punto, alcanzan para merodear lo doméstico, atestiguar los deberes escolares de sus hijos (dos), el buen estado de los animales (cuatro) y los ocho frascos de flores de Bach de la abuela; por último la cartera, que debe contener: las llaves magnéticas de las tres puertas que separan el ascensor de su despacho, la tarjeta electrónica de ingreso a la computadora, el código individualizado de identificación en la taquilla de seguridad, más lo que pueda necesitar su merced durante once horas de ausencia.
   De lunes a viernes, Carmín pisa en firme el siglo XXI, todo aquello que signifique planificación, dirección, polímeros, hardware, maquinaria, pasa por sus uñas. Carmín escaló a la cima gerencial sin saltar peldaños, lo que la convierte en una victimaria aún más temible del aparato empresarial. A los veinte años, ya con título de ingeniero mecánico e investida de trabajadora petrolera, andaba zanqueando torres de perforación en los yacimientos de Cabimas. Entonces, como ahora, amanecía antes del alba para asegurar el rojo y el negro. Rojo carmín encendido en los labios, negro azuláceo en las pestañas rizadas.
   No es su curriculum lo que más atemoriza a sus subalternos. Hay algo en el taconeo de sus pisadas que retumba incluso sobre el linóleo. Es posible que esa forma de pisar sonoramente se le haya quedado prendida de los pies durante su corta estancia en la fábrica de armamentos donde todo era de madera para evitar incendios. Las mujeres del departamento gerenciado por Carmín han agotado toda inquina. Si al menos fuese fea o gorda, podrían desbordarse en ostensible coquetería femenina y equilibrar la balanza de los vueltos. Si Carmín fuese al menos antipática, o engreída, o tímida. Pero no.
   Con los hombres el asunto era más complejo, los subalternos de Carmín se dividían entre quienes la admiraban, sin poderla emular por razones obvias y quienes se soñaban dominándola sexual, profesional e intelectualmente.

2

   Apenas terminaban las once horas laborales que Carmín habitaba en el siglo XXI, se abría ante ella otro universo ante el cual sucumbía sin gravedad alguna. Por las noches y durante los fines de semana, Carmín vivía sencillamente en el siglo XIX. Rodeada de vírgenes esculpidas, pintadas, vestidas y ornadas por ella misma. Era capaz de recortar durante horas y a lo largo de semanas, infinidad de retazos de tela, cuatro por cuatro, ocho por ocho, doce por doce. Así sorteó y organizó, y recortó y planchó cientos de cuadritos de flores, de rayas, de puntos, de algodón, de satén, de lona, de cretona, de batista, residuos de piyamas, de blusas y pantalones, pañuelos y bufandas, manteles, sábanas y ajuares completos, hasta completar el millar para luego diagramar, hilvanar y coser colchas y edredones que vistieran las camas y catres rebuscados en todos los anticuarios y así amueblar adecuadamente las casas de adobe cuyos contornos imaginaba con tanta energía que ya estaban brotando de la tierra con paredes permeables al cruce de fantasmas, ovnis y alucinaciones.
   Esos vaivenes de Carmín dinamizaban encendidos chismes de combustión interna. Los albañiles que fabricaban las casas de Carmín llevaban petrificada en el rostro una amalgama de deseo y desconfianza, mientras que sus mujeres ahogaban en servilismo cualquier atisbo de envidia o admiración. Ninguna palabra se interponía. Ya se dijo: pura combustión interna.
3

   Qué lacerante viento destroza mi rostro mientras me precipito a toda velocidad contra la oscuridad de una caverna. No puedo asirme de nada, nada me rodea. Sólo esa nada inmensa que es la velocidad.
   Yo comandante, yo piloto, motor yo, acelerador yo.
   Sin freno ni alivio penetro la cueva y siento cómo me estrello una y mil veces contra sus paredes húmedas de guano. Una luz se enciende al final del túnel jalándome, tragándome, engulléndome. Ahora me regurgita, me escupe y me deja flotando sin alas sobre un valle, en este limbo sin rumbo.
   Carmín, que nunca habla de sus cosas, se va contando a sí misma el sueño de anoche. Está por llegar a la oficina y quiere exorcizar sus temores, que nadie sospeche sus debilidades. Ensaya discretamente, pero con coquetería, un gesto de control de frases. Se coloca la mano en la mejilla asegurándose que uno de sus dedos le roce siempre los labios. Así podrá saber que no piensa en voz alta, que no se le escapa nada y abre airosa la puerta de su oficina.
   El reloj marca las nueve. Puntualmente se presenta ante ella, previo anuncio, el Doctor Pollack: alto, delgado, de ascendencia centro europea. Viene con intenciones dudosas, así reza el informe. Carmín lo recibe cordialmente sin despegar el meñique de los labios, gesto que el Doctor Pollack acaba por imitar con tilde en el galanteo.

4

   Vestida de organza corro de noche por una playa incolora. No hay luna ni estrellas, la negritud, la negrura. No veo nada. Sólo el salitre en los labios y un penetrante olor a pescado me indican que estoy en el mar y que soy novia. Y corro hacia una casa que adivino lejana por el titilar fenesciente de una vela. El vestido de novia se me enreda en los pies, al caer las olas me atrapan y apagan en mis ojos la vela titilante. ¡Me ahogo, me ahogo!. Nadie escucha mis gritos mojados. Una muchedumbre chamuscada está escapando de la casa incendiada.
Amaneció sábado y Carmín maneja hacia 1850, lleva en la maleta del carro dos edredones para los catres y una piedra para el tinajero. El último sueño la turba, el dedo anular le roza los labios y su pie derecho se afinca en el acelerador.

5

Accidente vial en serie. Trece carros descarrilados. Cinco heridos de gravedad, dos leves. La policía, los agentes de tránsito y los bomberos con la ayuda de familiares, amigos y vecinos trasladan a las víctimas a los centros de asistencia.
   Uno de los sobrevivientes asegura haber visto una nave espacial en la carretera, versión que desmiente la mayoría de los testigos oculares. Las autoridades están a la caza de argumentos verificables: ingesta de alcohol, mancha negra en la carretera, cruce de algún ganado.
   El boletín de prensa se encarga de regar la noticia como pólvora, la radio bombardea el suceso con detalles amarillistas, con entrevistas, con rimbombantes consejos de moral y buenas costumbres viales, pero nadie parece conferirle importancia alguna al Doctor Pollack, uno de los accidentados, aquél que asegura haber sido encandilado por una luz enceguecedora y de haber perdido el conocimiento por un momento justo al producirse el choque. También sospecha haber visto antes, en alguna parte, aquel carro verde y sin chofer, que a pesar de ser el primero de la fila, nadie investiga.
   Escabulléndose del cerco policial, el Doctor Pollack se va acercando al vehículo verde y al constatar los números de la placa se le despierta su viejo oficio de espía, de cuando colaboró con la KGB: “el carrito pertenece, definitivamente, a la señora guapa, la del contrato petrolero, la de los labios carmín y algún dedo siempre rozándolos”, constata para sí. Ya iba a dar cuenta a la policía pero se le nubló repentinamente la vista y cayó infartado. La policía lo encontró con un ojo abierto y el otro cerrado como en un guiño. El dedo meñique le rozaba los labios. Carmín en cambio apareció de entre los matorrales sin magulladuras, estaba iracunda, vociferaba, pedía a gritos un remolque, sacaba inagotables cuentas sobre gastos por daños, despotricaba por la lentitud del operativo y echaba mano a sus numerosas llaves magnéticas para destacar su jerarquía. En otras palabras aterrizó sin coma en pleno siglo XX, en el subdesarrollo, en una carretera rural, perdiendo - sin darse cuenta- hasta el beneficio de la nostalgia.










Canon



   La sonrisa de Gorka cortaba el viento a su paso por la ciudad. Delineaba el camuflaje de su cinismo con tanta perfección que parecía un hombre feliz. Así lo conoció Xion mucho antes de hablarle por primera vez y de constatar, con cierta timidez, que Gorka cargaba a cuestas el peso de aquellos genios capaces de transformar la realidad en carcajada. A pesar de odiar los estereotipos, prefería que lo tildaran de voyeur, el motete cubría con un halo atractivo su costumbre incisiva de observador contumaz. Se nutría frecuentemente con imágenes de Nueva York y de Paraguaná, pero no por solventar exigencias duales y finiseculares, sino porque era fundamentalmente disyuntivo, por eso mismo se debatía profesionalmente entre la fotografía y la arquitectura. Asumía ambos oficios con maestría renacentista, cargaba su cámara reflex congeladora de super-realidades full color: alguna vez un puente casi cibernético, reverberante y conscientemente segmentado para lucir como infinito, otra un close up ingenuo y perplejo de un niño marginal, casi una perogrullada visual intencionalmente tramada, ó hacía emerger anhelos estéticos y humanos de sus planos arquitectónicos: que hubiese buena luz y fluyera el aire, que sobrara amplitud para la vista y para el movimiento, sin desperdicio ni plusvalía.
   Gorka y Xion se encontraron por primera vez en un café. ¿La razón?: sinónimo de miedo. Ella, Xion, pertenecía a la facción urbana de ultramar del Frente Nacionalista Antifascista y Patriótico, “FRAP FRAP FRAP, guerra popular ” y enloquecía su inteligencia con fuertes dosis de pragmatismo. Consignas alucinógenas de hermandad y justicia circulaban entre los miembros de su célula clandestina sin esterilización alguna. La combustión ideológica justificaba todo su rubor. Que Gorka no sospechara ningún cosquilleo ajeno a la política parecía puro mérito femenino. El había torcido el curso del encuentro hacia la literatura, de su boca volaban cuervos de inspiración anglosajona, mientras que ella sólo escuchaba el tun tun de su propio corazón. La mano en la mano, la calle se les convirtió en la ribera del Sena, los dolorosos edificios de la Avenida Libertador en monumentos y luego en celdas de fieras, que ellos, hombre y mujer, creaban por el mero hecho de nombrarlos.
   Gorka y Xion entraron mudos a la misma jaula. Súbitamente los ojos acechantes de un cocodrilo encandilado comenzaron a humear, ninguno sembró el instante, un pacto mudo excluyó confesiones y promesas. Testigos simultáneos de sus respectivos silencios, consumieron hasta el último aliento el breve hachís ritual y luego se zambulleron en piel blanca y ojos claros, en orfandad y delirio hasta el amanecer. Entonces ocurrió que mientras ella peinaba sus proclamas, Gorka huyó despavorido gritando excusas saturadas de subjuntivos y en su histeria delirante no pudo escuchar la palabra hermafrodita que Xion musitaba en retirada.

2

¿Encarnación Velázquez? ¡Sí! contestó Xion en el umbral de su casa donde tres hombres la increparon a quemarropa. ¡Acompáñenos! increparon al unísono dos hombres vestidos de civil pero de claros ademanes castrenses. Xion se dejó hacer sin un ápice de miedo, sin un parpadeo. El sí, pronunciado al reconocer su nombre, le había dibujado en el rostro una fina sonrisa. Ahora, ajena a sus propias consignas revolucionarias, brotaba de su memoria una militancia precedente: “No te opongas a una gran fuerza. Retrocede hasta que aquella se debilite, entonces avanza con resolución”. El interrogatorio semejaba una metralla de palabras. Que ¿quién era el jefe de la célula?, que ¿dónde habían colocado bombas?, que no-te-hagas-la-mosquita-muerta. Xion se contenía, aquello le sonaba a telenovela sobredimensionada. Como casi todo el mundo, ella también había visto y escuchado escenas similares en cientos de películas de irregulares facturas. Una vez, en París, hasta había conocido a un brasileño torturado en Chile, a quien con la inocencia propia de su juventud le había preguntado si a los militantes de su organización los entrenaban para resistir el martirio. Aquel le contestó, mezclando sorna con ternura, que sí, que se torturaban mutuamente a diario para que se fuesen acostumbrando, “Ya sabes un poco de asfixia en agua inmunda, otro poco de picana en los genitales...”. Pero Jader, aquel latinoamericano duro, no había podido resistirse a las lágrimas de Xion y arrodillándose humildemente a sus pies, le había pedido perdón. Entonces, recordando a Jader, lloró hasta el desmayo.

3

   Xion recobró el conocimiento en un calabozo pestilente, sus brazos colgaban inertes del dolor de sus muñecas, cientos de termitas invisibles le comían las manos amoratadas. No hizo grandes esfuerzos por recapacitar, apenas recordó que le habían insistido sobre todo en aquello de quien era su jefe. Con la lucidez se le despertó también la lógica y reconoció por los síntomas, que una nueva devoción militante despertaba su curiosidad. Así fue como cobró vida propia y bisilábica la palabra J e - f e:
   Je de je je, como de risa, Fe de fe –liz, pero también de fea, de fe-menina y de fe-licita. Con esas palabras que acudieron a su mente espontáneamente, armó una primera frase: Liz, fea menina licita fe. Entonces ensayó una risa: je je je je e inició este mono-diálogo con la recién inventada menina Liz:

- Liz ¿por qué solicitas compradores para tu creencia no comprobada. Deja que mi diletantismo aflore silvestre. Déjame comulgar con mis padres republicanos. Déjame regar con proclamas revolucionarias y vino tinto el cocido obligatorio de los domingos, déjame saborear con mis amigos el vértigo y la clandestinidad y que nuestras palabras remeden el tono alzado de 1936. Deja que desande los efluvios. No te permito catecismo alguno. ¡Basta!.
- ¿Catecismo?, ¿Cuál? yo no profeso.
- Bueno pero licitas tu fe.
- Lo hago.
- Entonces sí.
- No lo hago.
- Ah! entiendo tu juego, me estás asomando que juegas con el idioma.
- De ninguna manera, las meninas hacemos palacio con las palabras.
- Entonces ¿por qué dices que licitas y que no licitas?
- Yo nunca dije una cosa así, aunque me hubiera encantado.
- Pero eso contradice lo que dijiste antes
- ¿Contradice?... Yo nunca me contradigo. Eso no forma parte de la naturaleza de las meninas.- Puede ser que la contradictoria seas tú. Ni siquiera puedes darte cuenta de tu inconsistencia.
- Tus tácticas me confunden. Licitas, no licitas. Licitas y no licitas.
- ¿Tengo que decirlo a tu gusto?.
- Ay por favor, tu sabes que es inofensivo combinar dos frases mediante la partícula “y”.
- ¡Inofensivo!, sí cómo no, si fuese tan inofensivo ¿por qué estarías tan empeñada?.
- Yo sólo tengo las mejores intenciones…
- Eso es lo que dicen todos.

   Un chirriante portazo interrumpió los renovados argumentos que Xion estaba a punto de esgrimir. Su nueva réplica se basaba en un tilde esdrújulo que le daría un carácter lícito a la fe de Liz. Estaba tan concentrada en los cálculos éticos que irrumpían del fondo mismo del acento (la fe lícita), que asumió su liberación casi con resignación.
Intercedió por ella su padre, acompañado por el jefe de la Comisión de Asuntos Sociales del Congreso de la República (hijo de un asiduo contrincante del Señor Velázquez, en el fútbol). Ambos sabían que Xion era una chica “inofensiva y de buenos sentimientos”. Debía tratarse de una confusión. ¡Buenas intenciones!, remedó con sorna el comandante, eso es lo que dicen todos. Pero no pudo acabar la frase porque de los altoparlantes estallaban consignas en clave solicitando el despliegue urgente de un operativo conjunto de todas las policías.
   La breve detención de Xion no trascendió a la prensa, su libertad coincidió con vino, garbanzos y un partido entre el Real Madrid y el Barcelona. Xion tocó la guitarra a petición de sus mayores y le dedicó el resto de la tarde a los cálculos fonéticos, gramaticales y filosóficos que le exigía su recién inventada militancia particular. Desde entonces, la sonrisa de Xion corta el viento a su paso por la ciudad, delinea el camuflaje de su cinismo con tanta perfección que parece una mujer feliz, fue así como la vio Gorka más tarde, constatando, con cierta timidez, que Xion cargaba a cuestas el peso de aquellos genios capaces de transformar la realidad en carcajada.

















Epistolario real con un escritor fabuloso



   Para mí Chicago (con sus suburbios) es el epicentro del repliegue comunitario, la dirección general sectorial de parcelamiento étnico, religioso, idiosincrásico. El plano ultra cuadriculado de la ciudad favorece el cliché: dime dónde vives y sabré a qué hueles, pronuncia tu apellido y sabré qué piensas. Negros, asiáticos, polacos, mexicanos, hindúes, judíos, cada calle despliega cierta etiqueta, cierto estigma, cierta moral. Esa placenta emblemática convierte a todos los Pérez en hispanos, a todos los habitantes de Skokie en hijos de Israel, a los vecinos de Evanston en protestantes y así conviven en santa animadversión millones de personas afincadas en sus minorías, pero metiéndole el hombro al gran sueño americano.
   ¿Cómo lo sé?: Viví justamente en Skokie con apellido judío y bajo perjurio agnóstico. Rubia de ojos azules trabajé en la radio hispana y pretendí hacer un reportaje en las tiendas esotéricas del barrio puertorriqueño, donde encantadoras brujas producían sahumerios respondiendo en golpeado inglés a las preguntas que yo les dirigía en perfecto español. Cuando les aclaré de viva voz y con toda la gestualidad del caso que les estaba hablando en español me increparon en inglés:
- You polish?.
- Ay Bendito (les respondí remedándolas) les digo que no, que no soy polaca.
- What d’you want?- insistieron.
- Hey ladies, I am Venezuelan, I speak spanish.
- Ay Bendito- le dijo una a la otra- la polaca dice que habla español.
   Los hispanos me trataron siempre como polaca, los polacos como judía, los judíos me consideraron siempre como hispana, los negros como rubia, los rubios como rara, los raros como mujer. Era, además, madre sola en un barrio cauterizado con moral burguesa. Las feministas no avalaron mi indisciplina y los varones desaprobaron mi pacatería por juzgarla inversamente proporcional al color de mis cabellos. Anduve sola y desafié otros estigmas cuando los solitarios rechazaron los gajes de mi oficio preguntón y me tildaron de fisgona. Así transcurrió un año, hasta que cayó en mis manos una publicación de procedencia dudosa. De un octavo, el panfleto no afluía de la clandestinidad pero tampoco de imprenta industrial. Su título podría traducirse al castellano como Líneas Nocturnas. Sentí que el aliento de un mensajero noctámbulo me explicaría ese sentimiento de impertenencia que me desolaba. Pensé que la respuesta emergería de la noche: apenas se apagaran las luces, la gente se despojaría de sus prejuicios y aceptaría, al amparo de la oscuridad, sus diferencias. Pero aquella cosa, esa revista, resultó ser un periódico sáfico, un efluvio del universo lésbico. Luego, a medida que lo hojeaba advertí que no era estrictamente “femenino”, cabían allí los gays, los trasvestis, los bisexuales y hasta otros.
   Tomando en cuenta las circunstancias, un abanico tan amplio me sorprendió con pánico. Fue entonces cuando detecté el motete Mook; alguien con ese nombre decía en una columna las cosas más abismales que jamás haya leído. Descubrí que no era sólo lo que decía sino su forma de hacerlo, las palabras se arrojaban violentamente de cima a sima, contagiaban vértigo, me empujaban al vacío, abrían la tierra a mis pies. Me encontré enterrada viva en lo desconocido, en mi total ignorancia, en mi propia intolerancia. A punto de desfallecer me aferré a frases cuyos múltiples sentidos me catapultaron hasta la estratosfera y me dejaron allí agonizante. Una galería de personajes caricaturescos desfilaron ante mis lágrimas que como prismas los descomponían y los reproducían. Fueron centenares de seres disímiles y casi todos altisonantes. Esa mezcla de miedo y excitación - con escalas en el remordimiento, en la duda, en el terror y en el frenesí-, precipitó y agigantó mis visiones, las cuales a su vez retroalimentaban el miedo y la excitación. Con el impulso vital que otorga la maternidad me resarcí. Abandoné el texto sospechando, incrédula, un contenido alucinógeno en la tinta. Enfrenté mis obligaciones con estoicismo (el niño, la radio, el horario). Pero, aunque lo negara, ya me hallaba inoculada. Fue en verdad una dosis intravenosa la que me trasladó al país de las maravillas de Mook, donde los más abyectos rechazados se discriminaban entre sí o se agrupaban, sin ninguna lógica aparente, como ratones de laboratorio tras toda clase de experimentos químicos y nucleares.
   Mi jefe en la radio, un capataz cubano que estallaba en roncas carcajadas al oírme llamar zamuros a los auras, comenzó a recriminar mi falta de atención. Las noticias que defecaba en diarrea perenne el telex conectado a las agencias nacionales se amontonaban a mis pies inmovilizándome. Todas lucían como insípidas repeticiones de lo conocido: “Borrondongo le pegó a Mochilongo”, “los Estados Unidos mantienen firme su política de respaldo a las democracias del mundo”, “el cupo para hispanos en la educación pública es el tema que debatirá esta tarde la Asociación para la Educación de los Hispanos, organización que ha mantenido un firme lobby en Washington a favor de la causa”. “El Mayor de Chicago autorizó la parada mexicana en la calle Monroe” etcétera.
   Los kilómetros de cables se sucedían en inglés, pero sólo los de interés estrictamentehispano eran severamente versionados al español. Bueno y también aquéllos muy escandalosos o de repercusión extraordinaria. El señor cubano prefería los servicios profesionales de sus compatriotas, a quienes les decía, mirándome de soslayo, “estamos cagados de aura: ésta está en la luna”. Los paisanos subalternos se crecían, y se abalanzaban sobre mis piernas de donde rescataban decenas de notas para traducirlas al pie de la letra. Todos los cubanos eran perfectamente bilingües, almorzaban juntos los días laborables y aborrecían a Fidel. No como “ésta” o sea yo, que llevaba días purgando los vestigios de mi condición de inadaptada, de exiliada, más ahora que la sintaxis y la prosodia del tal Mook me confrontaban con mi propia pequeñez, con mi estrechez y con mi vileza, ahora que me parecía tanto a mis propios detractores. Yo, la más incomprendida minoría absoluta en este mundo, huía y a la vez me zambullía en las crónicas fabulosas de Mook con malsana curiosidad periodística; estaba ávida de nutrientes para mi peculio intelectual. Mook me hostigaba cada semana con su más allá y cercenaba sin piedad todas mis escasas semi certezas del más acá. Mook seccionaba con fino bisturí el sistema circulatorio y neurológico de su entorno, sangre, dendritas, semen, mierda, todo estaba expuesto en sus escritos. Olores, texturas, tonos, se colaban por las entrelíneas.
   Supe por él, por ejemplo, que el universo homosexual no es inmune al chauvinismo, perviven, pues, marginalidades en su seno; los matices y los grises que las diferencian entre sí arrojan sombras chinescas a sus dramas nada unívocos, en los cuales sobredimensionados afectos, rencores, lutos, envidias, avaricias y vanidades aderezan la consabida condición humana con un toque de extravagancia. Aprendí que existen americanos blancos (o negros, o mexicanos, o asiáticos, o judíos) desarraigados sexuales, exiliados de su propia minoría, vagando en la inmensidad urbana, en competencia y contradicción con sus propios ideales sociales, étnicos, sentimentales y genitales. Son mujeres atrapadas en cuerpos de hombres que están condenadas al mundo del espectáculo, del escenario, para al menos satisfacer esa esquina de su libido que se contenta con sedas, plumas y silicona. Son hombres temerosos del alba y de su propia barba, que odian a los gays, por rivalidad frente a los hombres de verdad; son hombres, que a su vez son rechazados por sus rivales homosexuales; son vampiros nocturnos que cazan a sus presas en bares de toda reputación, sitios que se llaman Vortex o Fusion, donde beben, inhalan, penetran y ejecutan con libertad, sin que por ello proclamen alguna homogénea felicidad, sino apenas, y con reservas, una exigua pertenencia. En esos lugares coincide toda clase de rarezas, sus retratos, vidas, chismes y cuentos son los afluentes de una inmensa cascada, cuya caída libre describe Mr. Mook con la maestría del que es al mismo jugador de ajedrez y ficha en el tablero, triunfador y perdedor, observador y partícipe.
   Intento traducirlo del inglés aprovechando los gajes del oficio radiofónico y descubro desconsolada que apenas logro versionarlo. Intento expiar mis resquemores, pero también me motiva cierto orgullo al sentirme descubridora de un narrador de la talla y el riesgo de Guy de Maupassant, el más genuino orillero cuentista del siglo XIX francés. Si Guy anduvo por los lupanares con la familiaridad de un felino consentido y descargaba el resto de su potente energía remando y riendo en el Sena, Mook anda por estos ultra modernos centros nocturnos de placer urbano, donde vistosas reinas trasvestis y otros coloridos personajes lo acogen cariñosamente; luego, para extenuarse, se encarama en sus patines lineales y castiga sin piedad la ribera del lago Michigan. Mook, como Guy, sabe de demencia y ama los gatos.

Mook por mi versionado
1
    Los teólogos dividen las religiones en dos categorías: panteístas y trascendentales. Los primeros ven el universo como a Dios y viceversa, es decir: una uva tan sagrada como una galaxia, ningún distingo entre el creador y la creación. Los segundos ven a la Deidad como a una entidad totalmente diferenciada y separada del mundo, el gran maestro de ceremonias, el hacedor de vidas que no tiene tiempo para sangrientos detalles. Para acortar la brecha entre estos dogmáticos extremos, algunos credos han postulado una jerarquía de seres celestiales, intermediarios angélicos o demoníacos, que sirvan de enlace entre el Todopoderoso a quien no le importa un carajo por un lado y las ostras con sentimientos por el otro. Estos intermediarios jerarquizados, estos seres marginales, suelen desempeñar roles de camafeo en las sagradas escrituras, en el arte renacentista o en la televisión: sea frenando la mano de Abraham presto al sacrificio de su hijo, posando como querubines para Rafael o perpetrando traumas umbilicales para Mi Bella Genio en la televisión. Visualicemos tal genialidad siniestra, cuando su tarea consista en monitorear episodios en excéntricos locales nocturnos:
   Jo (italiano, gay y diseñador gráfico), durante su faena en el susodicho bar, se hallaba en labores propias de su oficio (barrer, coletear, recoger las botellas sobrantes y proveer nuevas frías nacionales e importadas) fue llevado por el olfato a detectar una en particular, una que, erguida, desafiaba la gravedad del asunto. Confirmó táctilmente sus sospechas al constatar que en efecto el hedor se correspondía con aquel fluido de consistencia viscosa y brillo particular que la embadurnaba.
   El asunto no pasó inadvertido, la noticia se regó inflamada. Hubo quien insistiera incluso en determinar la marca o la procedencia de la botella, no faltó tampoco quien pegara el grito en el cielo, pues los actos estaban formalmente prohibidos en el local. Pero al final, cuando ya la escena se creía casi superada, surgió la idea de sacralizar el objeto, fue así como ese día la botella marrón, de cerveza importada, fue convertida en icono.
   El cuerpo del delito acabó inexorablemente en el tarro de la basura, no así la moraleja espectral: “Nos definimos a nosotros mismos y acordamos significados sólo a través de aquellos seres u objetos a quienes amamos”.
2
   Arrímate al bar de Rob, o a su vida, y escucharás más pronto que tarde acerca de su más preciada pertenencia: una deformada, gastada y rojal camiseta de Astro Boy. Un regalo.
   ¿De quién?: Piel sedosa como rosa, cabello azabache flagelándole el culo, gestos de jujitsu, sutileza de pantera y belleza trascendental de bodhisattva. Jade Michiko fue quien le dio la franela a Rob.
- ¿Quién?: “Ella llegó a mi vida sólo para desaparecer, con el mismo misterio y la misma majestuosidad, como salida de un sueño” susurra Rob. Lo único que le queda de ella es esta camiseta, de cuya veracidad no puede quedar duda alguna a juzgar por las manchas de sudor y las mangas desflecadas.
   Jade suele trasladarse del Este al Oeste no como misionera, ni tampoco para abrir nuevas rutas de intercambio comercial, sino para librarse de su padre. Hija de un potentado japonés, Jade ha recibido lo mejor y lo peor de una cultura que simultáneamente reprime y enaltece a las mujeres. El hecho de que Jade hubiera buscado su secreta salvación en Nueva York, financiándose con las tarjetas de crédito de su padre es un absurdo que súbitamente cobra sentido, tan pronto como se sepa más acerca de ella, que Dios bendiga su alma inquieta.
   Eludiendo a sus sirvientes personales y a sus guardaespaldas (como muchas otras veces), Jade saltimbanquea por Asia, el Cercano Oriente, Europa, a través del Atlántico hasta Nueva York, en un peregrinaje de auto descubrimiento sáfico. Espíritus benignos y fantasmas reencarnados de sus ancestros son redescubiertos en los clubes nocturnos que la amparan como hermana. Sacrílega salamandra que se escurre entre las más notables divas trasvestis, amigos tronos, chicos nocturnos, miembros de la nocturnidad, lo pasa de lo mejor. Allí es donde la conoció Rob cuando trabajaba de barman en Nueva York.
   “Justo antes de que vinieran por ella y se la llevaran- dice Rob, sin dejar de murmurar- me dio esta franela. Vi como literalmente la removían. Nunca olvidaré sus gritos, que sobrepasaban la escala sonora”.
   Jade y su padre tenían un pacto de caballeros, si se quiere una política de puertas abiertas, resumida en veintiún demandas todas convergentes y equidistantes, todas relativas a la total obediencia de la hija hacia el padre. Ella tan salvaje y expuesta a las tentaciones del universo y deseándolas todas, ella de la era de Acuario y del éxtasis ¿cómo podría sucumbir a la disciplina Samurai y Shogun?. Siempre la encuentran. Siempre”.
   Rob había notado la aparición de la falange que constituían los hombres de negocios japoneses, una isla de convencionalismos corporativos, una organización multicelular, en medio del devaneo y el frenesí dionisíaco en el que Jade bailaba (ataviada con un mono de spandex y azaleas, coronada de crisantemos y en la mano, un lirio) e ignoraba los gestos frenéticos con los que Rob había tratado de prevenirla desde la barra del bar.
La resistencia que Jade opuso a sus captores fue muy similar a su huida, es decir un show, una manera de aferrarse a lo mejor de dos mundos. Cíclica recurrencia alterna entre la esclavitud y la libertad. Dos semanas más tarde, al mes, o será dentro de tres años, Jade se volverá a escabullir, repitiendo el mismo harakiri, para reunirse nuevamente con sus amistades excéntricas, extravagantes, raras, con quienes pueda trascender aunque sea por instantes. Mientras tanto Rob el Astro Boy se aferra a su camiseta, a ese retazo de tela semi podrida, como a un salvavidas, como a un símbolo de su propia libertad. En lo más profundo de su corazón, el sabe que ella regresará...Y si se quedara...
3
   Sir Speedie, Lord del Cristal y Duque del Meth es el Campeón del día de las 96 horas: Tick-tock, tickety-tock-tock. Se levanta el jueves por la mañana junto con las masas, su descomunal bostezo precede y acompaña las depresivas noticias matutinas y saluda los regocijantes humos de su café expreso. Los perros son paseados, la llegada de cada empleado es debidamente asentada con hora y fecha en los relojes laborales. Cafecitos de media mañana y luncheras para el almuerzo acaban con el ante meridien y dan pie al post, el cual desemboca inevitablemente en la hora pico de tránsito terrestre y en las noticias estelares. Camas sin tender y matrimonios sin ternura, la conciencia burguesa sucumbe por fin ante el sueño, fin de ciclo. En cambio el día apenas comienza para el Duque que ya se encuentra en pleno zumbido. Repletos el culo y la nariz de polvo, Speedie experimenta una aguda pureza en el espacio- tiempo. Pupilas dilatadas, presión sanguínea in crescendo, encendidos vaporones en el rostro. En pies y manos, cosquillas, hormigueos. Esto y lo otro reclaman diligencia y conclusión, casi todo acaba resuelto, ya que al maestro del aceleramiento psicológico y fisiológico, le resulta simplemente imposible quedarse quieto. Además con tantas cosas que hacer, ¿quién querría detenerse?. Otra urgencia que resolver con celeridad, y otra más, mientras el tiempo se va encogiendo, el espacio expandiendo y el resto de los mortales durmiendo. Juega ahora con varios principios termodinámicos, muchos de los cuales resultan incomprensibles hasta para alguien tan volado como él. Alcanza el día número tres, ajá, 72 horas corridas de trabajo y juego, trabajo y juego, con un añadido de 1/3 al cuadrado, logrando aumentar en 2/3 partes su capacidad de juego y trabajo sobre aquellos que recurren a la posición horizontal y al ocio. Creará en los próximos minutos, el equivalente a un día completo de experiencias inéditas. La idea lo excita tanto que sale disparado a pertrecharse con unas cuantas botellas de cerveza para celebrar. Su ingesta de intoxicantes, así como su diversificada interacción sexual, es una forma de retorcer las ecuaciones que controlan sutil aunque acompasadamente sus efluvios internos y externos de energía. “Vivir es experimentar” pontifica el Duque “y vivir bien es experimentar al máximo y lo más intensamente posible”. Confunde calidad con cantidad, velocidad con aceleración, una carrera con un maratón, ordena otra ronda en el bar. Su sistema absorbe el alcohol como una esponja mágica. Anhela ahora otras calorías y empieza a notar la repentina Epifanía de calma relativa, el mundo externo comienza a acelerarse paulatinamente, Speedie está metabolizando la experiencia más lentamente que hace apenas un momento.
   Como proveniente del sueño que Speedie no tuvo la víspera, un anciano despeinado, cuya edad en número de años suma las horas de vigilia de Speedie, atraviesa su campo de visión. Dando traspiés apoyándose en un bastón, el viejo comienza a salirse misteriosamente de toda sincronía. Ciertamente se está moviendo más rápido que los que lo rodean, mucho, mucho más rápido, una bizarra anomalía temporal en ese mundo anfetamínico ya anacrónico. El anciano echa una mirada hacia la barra y al establecer contacto visual con Speedie, se desploma. Su bastón lo precede en la caída y la resonancia de la madera pulida contra el cemento produce un clackety- click-clack que repentinamente despierta al Lord de sus postradas ensoñaciones. Amanece lunes, ¡ah, sólo faltan tres días para que sea jueves nuevamente!.
   Mi regreso a Caracas fue con sobrepeso, cargaba a cuestas mis descubrimientos, mis experiencias, mis sobre dosis de Mook. La soledad lucía ligera, liviana, casi gozosa, mis expectativas nulas. Volvía a lo conocido pero despojada de continuidad. Al comienzo la investidura semi clandestina, anoréxica y anónima me sentaba de lo mejor. Atrincherada entre cuatro paredes, auscultaba el pulso de las informaciones locales, los avisos clasificados (en busca de empleo), los noticieros. Nada. Tímidamente llamé a mis amigos, a mis colegas, a algunos conocidos pero podía escuchar la cacofonía de mis palabras que retumbaban en el vacío absoluto. Los periodistas me tildaban de ama de casa, las mamás de intelectual, los profesores de burguesa, los ricos de venida a menos; los nacionalistas me consideraron “una vendida al imperialismo yanqui”, los gringos me seleccionaron, por mi entrenamiento radiofónico bilingüe, para trabajar en La Voz de América y cuando huí a causa de mi total afonía ideológica hube de pagar con más burlas mi renuncia a un salario en dólares: periodistas, mamás, intelectuales, profesores, burgueses, ricos y venidos a menos se rieron de mí al unísono: ¡Ideología! giá giá giá...
Al cabo de un año me convertí en un seudónimo. Firmaba a destajo columnas o entrevistas, reportajes o crónicas que lanzaba a la opinión pública como si de bombas Molotov se tratara. Quería dinamitar los espacios culturales, sociales y políticos y desafiar los prejuicios semánticos,. No se crea que cambié para ello mi nombre ni mi apellido. Mi firma no sufrió alteración alguna, fui yo, yo misma, mi persona, la que se convirtió en seudónimo y como tal me volví invisible, insondable y claro, inabordable. Llegué a añorar aquella otra soledad, la de Chicago, pero sobre todo a Mook. Coincidió mi fiebre nostálgica con la adquisición de un módem para mi computadora. Pasaba largas horas de circunnavegación solitaria, recibí noticias de Australia, de Buenos Aires. Me enteré por correo electrónico del nacimiento de Agoston, ocurrida en Noviembre, en Budapest. Alguien adivinó mi perplejidad, pues en seguida recibí una explicación: “los nombres antiguos están nuevamente de moda en Hungría”. Me sonreí de buena gana cuando leí que muchos de los viejos nombres nuevos se escriben según la fonética húngara: Jacqueline por ejemplo se deletrea Zsakelin. Me sorprendí de la popularidad de los nombres hispanos, hay Alfonszo y Karmen a discreción y resucitan también los nombres hunos: Attila, Csaba (que se lee Chaba).
   Poco lograban estas distracciones aliviar mi melancolía. La aldea global plana, una infinita llanura sin cimas ni simas. Hasta que de pronto localicé a Mook en la pantalla. De nuevo encuentro letras calóricas por lo de: “…nos definimos a nosotros mismos y acordamos significados sólo a través de aquellos seres u objetos a quienes amamos”.
El vigor volvió a inundar mi cuerpo, la aceleración mi cerebro. Hago volando miles de diligencias, recados, mandados y aún me queda tiempo para jugar y trabajar, jugar y trabajar. Hago 2/3 veces más que los que en posición horizontal sueñan ociosamente y constato con alegría que cada rato vuelve a ser jueves.





Kuklinsky



   Luis quería encontrar en el estallido de las interjecciones alguna que le conviniera para describir la desfachatez de Kuklinsky. Como no lograba amaestrar su relato, ni reconocía en sus cuentos ningún parentesco con el verdadero horror que había sentido mirando, en la televisión por cable, cómo entrevistaban a un asesino profesional que hablaba de sus herramientas de trabajo (cizallas, sustancias químicas, sierras), como el más orgulloso ebanista pudiera hacerlo de las suyas, Luis se sofocaba tratando de contarle a sus amigos que aquel polaco había desmembrado a algunas de sus víctimas y los había esparcido en diversas bolsas de basura para destruir cualquier evidencia.
   Estaban tomando tragos en el piano-bar de rigor. Era viernes, día de pago y tenían además una excusa para celebrar: Luis, que había estado ausente durante algunos viernes, se reintegraba a la juerga. Domingo y Julio no cesaban de repetirle la falta que les había hecho el amigo. Echarse palos a dos era aburrido, lo más parecido a salir con las esposas. Los amigos se conocían casi como cónyuges, podían adivinar sus torpezas y predecir sus bromas. En cambio, cuando estaban los tres, como en todo triángulo, la dinámica implicaba ciertas alianzas y complicidades con consecuencias mucho más divertidas y mejores chistes.
   Luis pasaba por alto aquellas exaltaciones y proseguía su búsqueda de interjecciones para compartir con sus compañeros aquella sensación contenida de asco por un lado y de fascinación por la otra. “¡Cómo podía ese hombre acariciar la cabeza de sus hijitas con las mismas manos con las que asesinaba a sueldo!”. Pretendía contarle a sus compañeros los detalles del reportaje, les decía que habían mostrado videos de su acogedora vida familiar, con su esposa y sus tres hijas. “Era un padre ejemplar y de cuerpo presente, que acompañó cada centímetro del crecimiento de sus niñas”. Luis seguía machacando: “Kuklinsky utilizaba frecuentemente cianuro para acabar con sus víctimas y jamás abandonaba el lugar sin percatarse personalmente de los estragos –hasta la muerte- que les causaba”.
   Domingo hizo girar su silla para pedir otro trago y al hacerlo notó la llegada de dos mujeres solas. Sintió un alivio cuando, unos segundos después, apareció la tercera. “¡Perfecto!”, pensó y dijo casi simultáneamente, y Luis, que estaba absorto en sus propias palabras, se acaloró contra Domingo: “¡Cómo que perfecto!, ¿qué quieres decir con eso?, ¿estás loco chico? ”
- Al tipo lo agarraron cuando ya había matado como a veinte personas y sabes por qué… por algo tan simple como contar sus cosas. Mientras obró sin testigos, cualquier otro error lucía apenas como indicio, nunca como prueba, concluyó Luis la frase indignado al constatar que nadie lo escuchaba; no hubo entonces fuerza física capaz de detener entonces su carrera rabiosa hacia la salida del local.
Domingo y Julio se quedaron dilucidando si privaba en ellos la preocupación por la pea psico-criminológica de Luis o el fastidio que les provocaba la repentina frustración de una posible velada de antología, con tres mujeres de poesía…
   A Luis le latían las sienes, andaba embalado por la autopista y en cada cambio de luces percibía una señal del pasado, como fotografías con flash fueron apareciendo frente a el, con los ojos rojos por el efecto del destello, sus padres y abuelos y luego, inexorablemente, Kuklinsky. El cinismo del polaco le perforaba el hígado y para aliviarse intentaba recordar momentos placenteros de su reciente viaje a San Francisco. Las ganas de compartir sus vivencias le amargaban incluso el ejercicio de auto-terapia, quería contarle sus cosas a alguien a quien verdaderamente le importara, necesitaba compartir. Había visto alguna vez, en un festival de cine, una película deliciosa que transcurría en un burdel donde los hombres se rendían más por el ambiente de camaradería que en procura de placeres sexuales. Frecuentemente se amparaba en escenas cinematográficas para remontarse. Tan grato que sería vivir sólo noventa minutos, como le ocurre a los protagonistas del celuloide - pensaba imaginándose que algún excelente guionista le encontrase introducción, nudo y desenlace, a su prolongada angustia. Se regodeó revisando primero a los cineastas nacionales pero pronto descartó el intento, pues se le encimaban malandros, policías y tigresas de ébano o marfil, que lo manipulaban, lo exprimían, lo reprimían y sobre todo lo comprometían a ser aquello que detestaba. No es que fuese asexuado ni homosexual, era simplemente comedido y racional. Prefería hacer el amor para coronar una cópula previamente intelectual. Se auto recriminó inmediatamente el uso recurrente de prejuicios. “El cine nacional está cambiando, otras tramas y lenguajes dan fe de nuevas intenciones y desempeños” se decía Luis frunciendo el ceño, pero sin hallar en ellos ningún rol que le calzara a él.
   Quiso verse en comedias americanas y aventuras australianas, le ganó algunos minutos a la depresión al inventar un diálogo con varios actores laureados. Al final privaron, por supuesto, los gajes de su oficio de estadístico y formuló un cuestionario a modo de encuesta:
¿Cómo puede soportar la máscara de la actuación y regresar luego a su normalidad sin cicatrices?
¿Siente Usted alguna responsabilidad al propagar arquetipos violentos?
¿Sería Usted capaz realmente de matar por amor, como ocurre tan frecuentemente en pantalla?
De todas las voces que se agolpaban en su atribulada cabeza, sobresalía siempre la de aquel Kuklinsky maquillado como un actor para las cámaras y narrando sin cejar los intríngulis de su oficio amortajador.
- ¿Tiene Usted algún remordimiento? (reportero en off).
- Sí, en uno de los casos… pero no debería decirlo aquí- repostó Kuklinsky de tal forma que ya los avezados espectadores supieran de antemano que contaría cada detalle de aquel arrepentimiento. El reportero intervino de todos modos pidiéndole a Kuklinsky la confesión, que fue ésta:
- El hombre se hincó a mis pies y se puso a rezar invocando a Cristo; con devoción rogole socorro. Yo lo consolé dándole una tregua de media hora, por si el buen Dios acudía en su auxilio…Claro que no llegó. No he debido darle expectativas…
   Luis hizo un nuevo intento por controlar su memoria unívoca. Abrió la ventana del carro, pisó el acelerador y se engañó aspirando la brisa fresca de la medianoche y recordando su reciente viaje a San Francisco. Las ganas de contárselo a alguien le impidieron deleitarse en recuerdos hedonistas. En cambio intentó descifrar aquellas características sociales o antropológicas que había anotado en su diario para reflexiones futuras. Por ejemplo le había llamado poderosamente la atención que en aquella ciudad, cuna de artistas y excéntricos, hubiese visto templos de todos los credos y a cada tres pasos. En verdad los había católicos, evangélicos, protestantes, pentecostales, budistas, taoístas, judíos, islámicos, dianéticos. Podía imaginar sin dificultad la vida de cientos de miles de feligreses concentrados en torno a cada una de esas órdenes: bautizos, comuniones, casamientos, decesos, fiestas patronales y, claro, servicios semanales con sus actos de contrición tan propicios a la hora de buscar pareja, amigos y de encontrar el marco existencial para no pasar por la vida desapercibidos, de incógnito, sin impronta. El resto de los mortales, aquellos que combatían el anonimato fuera de las diócesis, optaban por hacerse notar desafiando el orden establecido voluntaria e involuntariamente. Así había drogadictos, mendigos, punketos, exhibicionistas, lateros, pintorescos personajes de antaño, lectores improvisados de poesía… El efecto de la enumeración hizo reír a Luis. Cada una de esas palabras respondía a imágenes que había disfrutado en San Francisco. Siguió enumerando: “turistas y estudiantes de todas partes del mundo, golfos y golfistas, veleristas, ciclistas, patinadores, alcatraces, gaviotas, focas, locos, músicos, pescadores, vendedores, financistas, oficinistas, tiburones, anémonas. Una marejada amorfa, heterogénea, de seres vivos incesantes bajo la luz ultra brillante de San Francisco”. Cada noche, de las siete que había pasado en California, regresaba al hotel extenuado y prendía mecánicamente el televisor. Lo recordaba todo vívidamente: dos películas acerca de casos judiciales. Definitivamente los abogados y los médicos, con sus conflictos y sus historias, competían por el rating con las comedias de corte humorístico acerca de las relaciones inter personales. Ahora evocaba una por una las series televisivas (desde Perry Mason y el Dr. Kildare, hasta L.A. Law, E.R. pasando por Amigos y Casado con hijos) para sustentar sus lucubraciones de medianoche.
   ¡Qué ruido infernal hacían tantas reflexiones, tantas teorías, tantos argumentos sin destinatario en su atribulada cabeza!; pero al menos llevaba unos minutos sin pensar en Kuklinsky. Claro que al constatarlo volvía a el. Siempre a el en la pantalla, a el calificando las virtudes del cianuro “porque no deja huellas”, como sí las dejaron las numerosas escobas que su madre rompió sobre su espalda de niño, “porque era una mujer muy religiosa y creía en el castigo corporal para limpiar el alma”. El reportaje mostraba fotos de Kuklinsky monaguillo y buen samaritano, mientras el, adulto, asesino y preso, iba narrando monótonamente que: “En esa época yo aplicaba al pie de la letra aquello de poner la otra mejilla, hasta que empecé a patear traseros” Desde entonces ya nadie más osó detractarlo. Su aplomo corporal, el copete a lo James Dean y cierta ternura (que las mujeres logran detectar inmediatamente en los hombres que sufren), conquistaron el corazón de una muchacha linda y buena, cariñosa y comprensiva que muy pronto le dio el sí en la iglesia y en seguida, una por una, tres paternidades. De poco valieron los esfuerzos nobles de Kuklinsky por enmendar su reciente juventud criminal. Al no tener ninguna calificación laboral, el sueldo vil que percibía trabajando le fue agriando la honestidad. Ahora que tenía una familia, quería convertirla en todo aquello que había soñado: en un nido de amor y de cariño.
   No faltaría nada en ese hogar ejemplar. Los primeros muertos por encargo pagaron la hipoteca de una casa en los suburbios, y cada uno de los caprichos de sus hijas. Hubo, como en cualquier casa de profesional clase media estadounidense, abundantes muñecas y películas de video en el cuarto de las niñas, dos carros en el garaje, lavadora, secadora, equipo de sonido, vestidos nuevos en cada cumpleaños, cantidades de regalos debajo del arbolito de Navidad y, además, constancia de todos los momentos esplendorosos. El reportaje mostraba a Kuklinsky arrodillado a los pies de sus hijas siguiendo, exaltado, los pininos de la mayor, la aparición del primer diente de la segunda…
- Era un marido maravilloso aunque algo reservado- declaraba la esposa debidamente acicalada para el reportaje. “No, no podría regresar con el ahora que lo se todo. Soy una mujer de principios, soy muy cristiana”.
   Todas esas imágenes, palabras y reflexiones atormentaban en progresión geométrica los cada vez más frágiles nervios de Luis, por suerte se interpuso repentinamente la realidad objetiva, en otras palabras, la necesidad de encontrar pronto una bomba de gasolina. No era una tarea sencilla a esa hora oscura, así que se entretuvo armando una estrategia típicamente masculina. Descartó todas las gasolineras periféricas echando mano a dos recuerdos forzosamente culturales. A La Hoguera de las Vanidades de Tom Wolf, en la que el triunfador protagonista toma, literalmente, una calle equivocada y por ese ínfimo incidente pierde todos sus bienes, sus afectos y acaba preso por homicidio además de blanco de todos los rencores raciales, clasistas y penitenciarios. Y a la visita que el semiólogo y escritor italiano Umberto Eco hiciera recientemente a Venezuela, y en la cual explicara ante una audiencia de tres mil, la importancia absoluta y trascendente de las calles en el desarrollo de las tramas.
   Otra vez, pues, la avalancha de palabras y las analogías lo asfixiaban. ¿No podía simplemente manejar?, ¿por qué tenía que contaminarlo todo con tantas referencias?
    Le quedaba suficiente combustible como para llegar hasta Las Mercedes, una urbanización particularmente iluminada los fines de semana. Muy distinta, por cierto a aquella otra, también Merced (así en singular y en San Francisco), donde en vez de discotecas y restaurantes, privaban casas residenciales concentradas alrededor de un lago, y en la cual muchas calles tenían nombres comunes y apellidos latinos (Chavez, Castro, Fernando). Su única reticencia era que en Las Mercedes podrían estar aún Julio y Domingo, aquellos que no habían querido escuchar su enojo con relación a Kuklinsky, en el bar de la calle New York.
   Subyugó la improbable hipótesis de encontrarse con sus amigos al percatarse de la hora y detuvo el carro bajo el foco más iluminado de la estación de servicio. Allí se bajó del carro satisfecho de sus precauciones y de sus reflejos.

…treshombreseleabalazaronapatadas, secuestráronle y aplastáronlela cabezacontrelfondodelcarro.

   Yació con un par de suelas pisándole la cabeza durante una eternidad. Fue recobrándose del desmayo mas no de las patadas, sentía un dolor de cuerpo desmembrado, un dolor hediondo a sangre en grumos. Ni chistó.
¿Lo dejamos zumbao o lo quebramos?- preguntó el que podía ser el dueño de las suelas acogotadoras, o sea, que hablan de mí- pensó Luis. Y, acto seguido, ¡qué desengaño! no era su destino lo que se debatía. Entonces ¿qué?.
-Es una bola de real – insistió Suelas.
   Una voz gangosa que provenía del volante espetó un unívoco e imperativo “ ¡cállate!”.
   No se habló más. Desde el fondo de sí mismo, fétido, fetal, Luis recordó a Kuklinsky. “Callar no deja rastros ni evidencias”, asintió para sí a favor del espetante. ¡Por qué no habría de existir la palabra espetante! ¡Cómo llamar entonces a aquel que le clava a uno la espada en el cuerpo o a aquel que dice algo causando molestia o sorpresa!
   Ahora olía a mar, a salitre, a Caribe, no como el Océano Pacífico de San Francisco que huele a viento. Le costaba trabajo respirar y tenía las piernas entumecidas, virtualmente amputados los brazos, inútiles también los ojos.
   De pronto en una parada, que Luis supuso de semáforo, un ruido infernal estalló en el techo y se armó la reyerta. Luego dedujo- por las voces nuevas que escuchó- que se trataba de un atentado juvenil. Calculó que podían ser apenas dos muchachos: el que lanzó la piedra con destreza de pitcher grandeliga y el que aprovechó el descalabro para apuntar al que suponía dueño y señor de la nave. El resultado fue una balacera, Luis oyó petrificado los disparos y el chasquido de las puertas del automóvil. Cuando logró desentumecer su entendimiento, el carro rodaba a 150 kilómetros por hora y habían desaparecido las suelas de su cabeza. Con una naturalidad nunca antes experimentada, se incorporó. Abandonar la posición fetal y la oscuridad fue un nacimiento difícil pero apenas ganaron sus pulmones algo del aire fresco, Luis sintió en la garganta la vocal iniciativa de la vida. Pronunció esa primera A con desparpajo de recién nacido y se sentó en el asiento trasero, ahora despejado y bien dispuesto para su propia comodidad.
Adelante el chofer no reparó la novedad, huía. Luis ignoraba cual de las tres máscaras que lo habían secuestrado en la bomba de servicio era el conductor ó si se trataba de uno de los muchachos, tampoco le importó. Desató sin prisa el cordel de su zapato y con un gesto de mafioso cinematográfico se lo echó al cuello al delincuente que manejaba.
- ¡Escúchame o te quiebro!
   La persona que estaba al volante fue el primer trasero que Luis pateó.


Biografia:
Novelista y periodista
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