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Los vocablos se amaron por última vez
Eva Feld

Resumo:
En ucronía la novelista venezolana Eva Feld narra la victoria del eje germano-nipón y la anexión de Venezuela al mismo.Una visión particular del poder político, sexual y psicológico.



EVA FELD

LOS VOCABLOS SE AMARON POR ULTIMA VEZ




Editorial Ala de Cuervo
Caracas, Venezuela
































…El público no gusta que se le llegue con el escalpelo a hediondas simas del alma humana y que se le haga saltar pus…
Todos los personajes que crea un autor, si los crea con vida; todas las criaturas de un poeta, aún las más contradictorias entre sí –y contradictorias en sí mismas– son hijas naturales y legítimas de su autor ¡feliz si el autor de sus siglos!. Son partes de él.

14 de Julio 1928, en Hendaya.
Miguel de Unamuno




   
























   El sonido agudo de las carcajadas que explotan de la radio a las cuatro y media de la tarde y por amplitud modulada, predisponen siempre el humor recurrente de Sara. Reírse sí, pero de sí misma. De ella que lo objeta todo y nunca concluye nada. De ella, menesterosa pero prejuiciada, portadora de una moral tan amplia y tan circular que al cabo de darse la vuelta sobre sí misma termina siempre condenándola a ella con un veredicto de culpabilidad. Desde niña, aún antes de cumplir los diez años, se ha estado torturando con absurdas preguntas. ¿Qué hubiera hecho de haberle tocado sufrir la guerra y la intolerancia? ¿Se hubiera asimilado al enemigo con tal de salvar el pellejo? ¿Se hubiera soliviantado abanderando la causa sionista, o acaso la comunista? ¿Habría intentado huir?
   Consumadas, las risas radiales dieron paso a una entrevista peculiar; los periodistas anunciaron la llegada tardía y elegante de un escritor extranjero, cuyo reciente éxito editorial lo traía de regreso a Caracas, ciudad que le había propinado profundas caricias durante uno de sus exilios. Le preguntó la periodista: “¿es requisito para escribir el haber vivido las pasiones que se describen?. Y contestó él: “No, fíjese el caso del poeta portugués Fernando Pessoa, un funcionario aburrido, que no hizo más que ir de su casa a la oficina y que no sólo legó pasiones sino que se desdobló en varias personas con sus respectivas personalidades, sexualidades, ideologías y rúbricas”.
   Le hubiera encantado a Sara la posibilidad real de suscribir heterónimos en la vida real. Irremediablemente se le antojó recordar un cuento corto de Vicente Huidobro en el que una mujer encantadora llamada María Olga se casa con un hombre muy convencional, pero sólo con la parte de ella que se llama María, mientras que Olga permanece soltera y libre de tomar un amante. El marido, iracundo por los celos, toma un revólver contra ella, pero sucede que se equivoca y mata a María, justamente a la mujer que le era perfectamente fiel; en cambio Olga continúa viviendo feliz en brazos de su amante.
   Llamarse Sara es otra cosa –se justificaba Sara- no sólo por ser un nombre unívoco, sencillo y bíblico, sino por sus vínculos con la primera humorista de la humanidad, aquélla que tendría sobre los cien años- según el Viejo Testamento- cuando se le apareció Yahveh para decirle que sería premiada por su buen comportamiento y que concebiría por fin al hijo tan ansiado, y ¿qué hizo Sara?, muriéndose de risa exclamó incrédula: “¡es que voy a gozar a los cien años y además con un marido viejo!”. Por lo demás, Sara había sido una mujer pragmática durante su prolongada infertilidad que supo compensar a su marido promoviéndole encuentros íntimos con una esclava y la dicha de procrear. Según las Escrituras de Jerusalén, la que fungió de esposa, Celestina y madrastra, se llamaba Saray hasta que Yahveh le sustrajo la i griega a su nombre convirtiéndola en Sara y en madre de reyes.
   La entrevista radial proseguía, pero se había distanciado del tema de los heterónimos. Sara lo lamentaba tanto, le hubiera sido mucho más llevadero seguir rumiando desmentidos interiores que afrontar su realidad sentimental: una nostalgia barroca. Creyó que cambiando de banda radial hallaría en otra frecuencia un alivio a su aflicción; solía escuchar música clásica mientras manejaba y le apetecía el sonido del clavecín, la métrica de Scarlatti, hubiera tolerado hasta el arrojo romántico de Beethoven, pero cuánta conspiración casual podía desprenderse de las notas de Bizet, ¿por qué?, ¿por qué Carmen? Actor se dice en griego “hipócrita” y fue precisamente en la dramática sobreactuación operística donde cabalgaban nuevamente las fantasías heterónimas de Sara. Siempre ocurre con los despechos que la persona amada acaba clavada. Primero se lacera el cuerpo con destreza patológica, pero luego, indefectiblemente, regresan a la memoria las virtudes enaltecidas, superlativas. Para Sara, la amistad - como el amor- debe ser un acto de fe, no como la santidad, cuyos protagonistas han de demostrar milagros. Los amigos y los amantes son y punto, cuando ese punto rueda se convierte en avalancha. Así llegó a su casa, bañada en lágrimas diluvianas.
   No era Sara, en su desdoblamiento heterónimo, una lesbiana, simplemente se había enamorado de su amiga como un novio solícito, aquel que adivina los deseos y los complace. Ella, la amiga, se fue convirtiendo a su vez en hogar y patria, olor y mandato. Niñas compartiendo una infancia imaginaria. Tránsfugas en el destierro, a veces silentes testigos de sus torceduras, eran ambas exiliadas de un espacio atávico al que ninguna de las dos podía regresar. Así se fue convirtiendo ella en casa y en flores, para que él, Sara, reposara de los horrores de la guerra y libara. Al principio, como en toda relación que se anuncia amorosa, privó la seducción. Fue grandioso el misterio y excitante el descubrimiento: saberse, reconocerse, adivinarse, todos verbos reflexivos, demasiado reflexivos. Pronto se impusieron las confesiones. Apátridas, fueron inventándose identidades demudadas, ella, la amiga, se había construido una casa sólida y umbría desde donde evocar el Simún del desierto, las lavas insulares de su tierra natal y las caricias ausentes de sus ancestros. Sara se deshidrataba en ella, devenía pura sal. Espejos reveladores de sus recíprocas cualidades, despertaron la envidia de no pocos. Viéndose valiosa en los ojos de la otra la una se crecía, reflejada en la aprobación de la una la otra vociferaba. De los frutos que se cosechaban en los oasis recién explorados, algunos diezmos se ofrecían a un tercero. Fatídico número tres, turbia presencia masculina. Trío, triángulo troica, trenza, trípode.
-- Sara, oh Sara ¿cómo hago para franquear tus defensas?, te me ocultas Sara, no encuentro en tus ojos esa afectuosa expresión a la que me has acostumbrado.
-- No te engañes, amiga mía, si mi aspecto se ha vuelto     sombrío, su turbación sólo se refiere a mí misma, a mi lucha conmigo misma.
-- Ay Sara, he equivocado mucho tu pasión, pero dime querida ¿puedes ver tu rostro?
-- No, el ojo no se ve a sí propio sino por reflejo.
-- Es verdad y una lástima que no haya espejos donde puedas ver tu sombra.
-- ¿A qué peligros quieres arrastrarme haciéndome buscar en mí misma lo que no existe en mi?.
   Los heterónimos hacen trampas que la razón ignora y mientras Sara se sorprendía a sí misma rogándole a la constancia que le diera ánimos para colocar una montaña entera entre corazón y boca, su seductora amiga apuntalaba artes amatorias en fogosos esmeriles. “Tengo la mente del hombre- se decía Sara- pero la debilidad de la mujer. Hela allí, Afrodita arrobada, de cacería con Artemisa y luego viene a mí cual solícita esposa a reclamar hasta la última gota de mis sangrientos secretos. Sindicadora desaforada en procura de todos los hilos: los de Ariadna, los de Penélope, queriendo poseernos a todos, a Teseo, a Ulises, a mí”. De este modo envenenada la mente del hombre, Sara encontró en su debilidad de mujer el espacio para la comprensión y en la i griega de su nombre primigenio el refugio para volverse Celestina de los amoríos infértiles de su amiga. Venía ella llorosa a los hombros de Sara y describía con detalles al caluroso amigo que se enfriaba, y Sara le respondía: “cuando el amor comienza a debilitarse y decaer usa siempre una ceremonia forzada. La fe honesta y sencilla no conoce disfraces…”
   Personajes todos de una tragedia bien tramada a cuyo despeñadero se abalanzaban, desconocían, sin embargo, los ambages.
Sara, cual hombre al fin, encontró consuelo en el otro hombre y así fluyó entre ellos el diálogo:
Dijo el hombre: ¿A esto hemos llegado?
Dijo Sara: Que tu jactancia se convierta en hechos. Por lo que a mí toca, me alegraría recibir lecciones de hombres nobles.
Dijo el hombre: Dije que soy más antiguo, no mejor.
Dijo Sara: Un buen amigo no debería ver los defectos de sus amigos.
Dijo el hombre: No los vería un adulador.
   Es el día brillante el que hace salir a la luz serpiente. Entre la ejecución de una cosa terrible y el primer móvil de ella, todo el intervalo es como un fantasma o como un horrible sueño. El genio y los instrumentos mortales se confrontan entonces y el humano adolece de una insurrección, pero ¿cómo evitar aquello que los dioses hayan dispuesto?
¿Qué dicen los augures? se pregunta ella, la amiga, al constatar perpleja que en vano ha buscado a Sara, inútilmente al hombre, para encontrarse en ellos reflejada.
   Y responde el oráculo: “No querrían veros salir hoy”.
Y los desafía ella: “Esto lo hacen los dioses para vergüenza de la cobardía, siempre mi razón ha sido dócil a mis afectos”. Así resuelta se lanza ella en procura de su destino para encontrar a su mejor amiga con su amante reunida. El corazón de Sara se contrista sabiendo que cada apariencia no es realidad, pero es tarde: las almas sangran.













   


























   No advirtió hombre ni Sara la desolación que se avecindaba porque, sin presencia de mujer, fueron confinados al universo masculino. Cada uno elaboró un recuerdo robusto de aquélla cuya alma sangró por él y ahora, hombres del mismo temple y del mismo abandono, se medían en otros terrenos en busca de un cordial desempate de emociones. Sara acudía a las citas con desafuero, hombre con manía de aventajado; ambos se solicitaban displicentemente sin defraudarse jamás. Móviles políticos iniciaron los debates: pragmático y asertivo el primero se proponía exprimir el idealismo ingenuo del segundo. Sara no se resistía al uso recurrente del escalpelo:

-- Ingenuidad, arbitraria debilidad de los cobardes. No comprometerte, mantener esa fatua impostura del que todo lo entiende, del que todo lo tolera, desdice de tu inteligencia. Si no tomas partido, Sara, los demás lo harán por ti.

-- ¿Qué surcas en las hediondas simas del alma humana?

   Se sulfuraban al calor de los desacuerdos sin anotarse puntos pero disfrutaban acicalándose para la retórica, al final, discutían por amor al arte. Aplicaban someros conocimientos y teorías, pero también recurrieron a disímiles remembranzas, de ese modo Sara recobró cierta calma, hombre la vehemencia. Envidiaba el uno las certidumbres del otro, tanto como viceversa, y mantenían así el reto de la competencia. Amigos, como sólo pueden serlo contendientes, fueron abriéndose a otras derivas. El campo profesional tiñó los argumentos con pinceladas salvajes. Hombre diagnosticaba en él, en Sara, cada síndrome y lo calificaba de acuerdo a profundas biopsias, se afanaba en hallar la vacuna de su entusiasmo. Sara mentía a conciencia y desviaba severamente sus tristezas.
   Espaciaban los encuentros para esquivar rutinas. Preferían la libertad solitaria, el desdén prolífico y la compañía de amigos ocasionales, pero hubo una vez en que ambos advirtieron, al primer atisbo, un rutilante destello en la mirada del otro, el asomo de nuevas intenciones.

-- Sólo ves en mis ojos el reflejo de una estrella fugaz. Aparece a destiempo, siempre sin avisar; una niebla de dudas que yo pretendo despejar. Sus pecas me corroen, me vuelvo pródigo y recobro la torpeza de mi juventud. Me tiene loco su no a medias, su casi sí, me turba su desconocimiento. Detesto la impudicia de su gramática, sus gerundios abusadores. Se me anarquizan las manos, quiero asfixiarla y que no hable más que por las palabras que yo le siembre en la garganta. ¡La aborrezco!

   La conmoción que provocó en Sara semejante confesión reanimó en ella sus virtudes de mujer pero también los celos. Hete aquí cobarde contrincante, acogiéndote a mi solidaridad femenina para desatarte. Hete aquí fragilidad masculina desconociéndome. Mientras Sara pugnaba por contener los pensamientos sulfurosos que ascendían por su garganta y que le golpeaban las sienes como martillos sentimentales, hombre, devenido amiga, proseguía:

-- ¿Quieres que te la presente? ¿La quieres conocer?
-- Si tú…
-- Bueno.
-- Y si ella quiere…
-- ¡Qué!
-- Le haré unas fotos.
--¡Hombre sí!

   Presas de engaño se separaron los amigos con la promesa de coincidir los tres. Hombre encontró mil excusas para posponer el encuentro acordado. Era aleatoria Stella Sánchez, o al menos así le gustaba a él inventarla. Una mañana clara, justo cuando se disponía a salir, apareció ella atolondrada, desbocada, venía a contarle al hombre mil peripecias y el, para desembarazarse de semejante cataclismo, a una hora que le exigía diligencias laborales, la rechazó así: “Hoy no puedo, créeme, voy saliendo, pero precisamente estaba por llamarte porque creo que tu carrera exige un set de estupendas fotografías… Tengo la persona perfecta para que te las tome…”
-- ¿Que te pareció Stella?- le pregunto el hombre a Sara el día siguiente.
-- La verdad es que me pareció una modelo excelente: ¡qué cuello…!. Espero que las fotos te hallan quedado estupendas, te las estoy revelando.
-- ¿A mí?, ¡será a ella!
-- No, las “revelaciones” serán para ti.
-- ¿A ver si de la fotografía pasas al celestinaje?

   Sara acusó recibo de la frase contenciosa. Hombre bufaba de enojo; sacó su pipa parsimoniosamente -de qué otro modo pueden cumplirse los ritos del tabaco aromatizado con esencias de Armagnac- y aguardó sin cavilar a que Sara emergiera del laboratorio. Las fotos fueron elocuentes hasta que apareció Stella en persona a buscar sus copias. La muchacha hablaba y hablaba y al hacerlo zahería. Le ocurría aquello que ella desconocía de sí, las fotografías se le convertían en espejo, estanque, reflejo de su propia magnificencia, viéndose bella a través de los lentes de Sara se crecía y vociferaba. El hombre removió las cenizas del fondo tibio de su pipa, desdibujó a conciencia el mohín bajo su canoso bigote y cuando llegó a su casa, aún acalorado por el largo viaje en metro, tomó el teléfono sin titubear y marcó de memoria el número de aquélla cuya alma sangró por él (¿o fue por ella?).

   Stella colmó a Sara. La excesiva muchacha acabó asfixiando la hombría que aun le restaba, se sintió agotada en aquel encuentro sin trama, atrapada en un instante de vacuidad. Stella hablaba y hablaba. Sola. Una cálida savia reemplazó totalmente la sangre en las venas de Sara, la invadió un deseo de rendirse a un espejo anterior, de recobrarse en sal.

   Sal que con el agua forma el mar y con la arcilla tejas o tinajas; mordiente, acre, acetoso elemento incisivo y también puro, incorruptible, incombustible; a veces hasta invisible, claro, transparente o cristalino, como cuando proviene de las cenizas. ¡Sal! en el origen de los metales y de las piedras, de los vegetales y animales; en el vértice del nombre sagrado y del sudor, de la orina, del llanto y el semen…

   Al fin sola, Sara demuele la frágil vigilia, pretende dormirse en el alambique cósmico, copularse soñando, y no seguir leyendo el reproche que le hace Arquíloco a Licambes por haber violado un muy grande y sagrado misterio de la amistad, concebido entre ellos por la sal y su mesa común. Posa el libro en la mesa de noche, pero no logra conciliar el sueño, la poesía yámbica de Arquíloco, al mezclar sorna con musicalidad, ha liado en Sara el deseo de verse reflejada. Sonámbula, en la penumbra, se cubre con las mismas ropas que usó antes para ampliar los negativos fotográficos y que ahora destilan los químicos humores propios de los líquidos reveladores. Baja al garaje, enciende el motor de su carro, sintoniza mecánicamente la emisora cultural en frecuencia modulada y el azar la premia con una flauta pastoral. Maneja en círculos excéntricos agrandando la circunferencia de sus recorridos, en vano trata de condenar las lágrimas, porque éstas se arrojan saladas y transparentes por las fosas internas de su nariz. Cuando el estruendo lacrimal está a punto de convertirse en bostezo, intenta un retorno, pero la guía un comando ulterior en la búsqueda de sus reflejos. Al intentar tomar partido, encuentra a sus amigos como amantes reunidos. Expulsada de sí misma, ni hombre ni mujer ni planta, se reencarna en su infancia para enfrentarse por primera vez con el pecado del saber. Ovilla su cuerpo en una espiral descendente hasta alcanzar el séptimo piso del Edificio Tirrenia, allí el televisor en blanco y negro narra en imágenes la biografía de Hitler. Ella pregunta perpleja ¿quién es Hitler?. Su mamá se hinca de rodillas y le responde: “¡gracias a Dios que no lo sabes!, ¡vete a dormir, ya son las ocho de la noche, no es un programa para niños…!” Hitler se apodera de la habitación infantil, las paredes retumban con sus órdenes en alemán, muchos peluches, antes aliados, se alinean a sus directrices. Algunas muñecas son enviadas a la fila de la izquierda. Los gritos y los disparos pisotean las plegarias, Sara no puede escuchar los rezos en hebreo, no entiende el yiddish, no sabe de diáspora, ni del Zóhar, tampoco de la Torah ni de la Cábala. Juega a escondidas con las velas que su mamá prende los viernes y nadie le ha respondido las preguntas que nunca se atrevió a formular. Siente miedo con los niños de Auschwitz: todos iguales, el pelo al rape, hambreados. Ella, en la comodidad de su cama tibia, tirita de vergüenza, ha quebrantado una orden, ha espiado la biografía de Hitler y, como castigo, no encuentra trinchera alguna para salvarse de su propio cuestionario: “¿Qué hubiera hecho ella?, ¿habría intentado huir?”. Su cuarto de niña se ilumina con fuego de holocausto, de pira. Hiede.
   ¿Qué tiene esa noche, tan diferente a otras noches (Ma nishtaná jalaila jazé), la niña, aterrorizada, acaba lanzándose por la ventana en un arrojo que repetirá, desde entonces, cada noche sin estrellarse jamás. Queda siempre suspendida, ingrávida, y así, levitando, se asoma, una por una, a las seis ventanas que separan su salto de la muerte. Testigo ocular de las vidas de sus vecinos, Sara se enmascara y reduce el miedo a tachón. El asombro ante la estética de lo ajeno aviva en ella cierta curiosidad morbosa.










   















   El claro de la luna llena ilumina tenuemente un sofá que luce como de brocado; en verdad huele a lejos. No hay nadie en ese lugar enrarecido donde todo está tan finamente dispuesto. Se adivinan adornos en una vitrina de ébano y las alfombras parecen de seda porque refulgen. Tres cuadros penden alineados en una de las paredes, todos figurativos. Desentona con el resto del mobiliario un compendio de artefactos eléctricos entronizados en la sala; al costado se entrevé otro mueble, también de madera, con libros y discos, y, finalmente, una mecedora. Irrumpe por la puerta de entrada al apartamento una señora mal encarada, tocada de sombrero, pese al clima tropical, y apoyada en un bastón. Una letanía se esfuma por su boca, plañe en idioma extranjero. Tras colocar cada cosa en su lugar, el sombrero, el bastón y luego los zapatos, que ritualmente sustituye por pantuflas, así como el vestido por una bata de estar en casa, la señora suspira aliviada, pero no tarda en hallar desengaño cuando, al encender la radio, el locutor anuncia que el programa de valses debió ser suspendido por motivos ajenos a su voluntad y que en cambio transmitirán algunas efemérides musicales. Reacciona indómita, a pesar de la edad avanzada, y prueba suerte con el televisor, ah! acaba de perderse la biografía de Hitler; las noticias locales la desganan. De pronto recobra algún fulgor y resuelve llamar por teléfono, de este lado del auricular se escuchan nuevamente sus incomprensibles quejas. Después de colgar se arrellana en la mecedora y se abandona a un involuntario no gesticular: eternamente no, enteramente no. Con la cabeza niega hasta lo que afirma, hasta lo que olvida. No arrullo arrorró, mientras un ligero vaivén adormece su cuerpo en la mecedora, si no sucumbe profundamente es porque aguarda a su hijo. Debe, según ella, atenderlo hasta el último suspiro, poco importa que haya cumplido treinta y dos, para ella sigue siendo el mismo que antes dormía con ella en la misma cama, no como ahora: recién casado con una divorciada, mayor que él y con una hija.
   Amodorrada aún por el bienestar de la prolongada siesta dominical, pero con la determinación de no dejarla desembocar, aparece al fondo la recién nuera. Ya son las nueve de la noche y el deber maternal predispone cierta compostura: vestido verde manzana, sandalias blancas, el pelo recogido en un moño francés y en la cara, el ceño firme que delimite lo permitido. La niña tiene salida con su padre los domingos, justamente hasta las nueve, ya lleva unos minutos de retraso. La suegra sigue bamboleando su desaprobación desde el fondo de la mecedora y el marido ha dejado bien claras las normas de la casa: puntualidad, respeto, diligencia. Ya son las nueve y cuarto, cada segundo repercute. Cuando al fin suena el timbre, a las nueve y veinte, la madre economiza gestos y con el mismo impulso con el que abre la puerta le avienta una cachetada a la niña. Sus pequeños lentes vuelan y rebotan dos veces contra el piso de granito, no median explicaciones. Desde la ventana del sexto piso se escucha cada aislamiento, el de la senectud, el de la pasión y el de una niña sollozando.
   A no ser por las densas voces que por allí se cuelan, nada puede verse desde el umbral del apartamento 5-B. Las palabras suenan tangibles, como si cosas fueren y enjugan lágrimas de niñas que sollozan.
-- Mamá ¿Qué es eso que suena y que no se ve?, como si alguien estuviese llorando.
-- Nada hijita, escucha sólo las caricias de mis manos sobre tu pelo.
-- Tengo miedo de dormirme y que cesen tus caricias.
-- Mis caricias sonarán sobre tu pelo, siempre.
-- No te vayas, mamá. Si me duermo sueño que ya no estás.
-- Confunde mis caricias con la música acuática y sumérgete allí donde no hay ruido. Mira cuántas anémonas ondulan bajo el agua. Vete detrás de los peces añiles, quédate quietecita, respira despacio.

   Trashumante lascivia ilumina la diminuta habitación del cuarto piso, se escuchan los susurros del amor y las exigencias del deseo, toda imagen penetra por los oídos. Desde afuera todo semeja un crimen. Oh lesa niña, sometida a los designios de la oportunidad, conocer tantas muertes al mismo tiempo, en una sola caída.
   El tercer piso es gaseoso: puro aroma de café y carcajadas, un barullo de voces cruzadas. Allí todos hablan a la vez y aquello que parece pelea es chiste, chanza, broma. La única amenaza posible es el silencio, por eso nadie se calla, no será por negligencia que se cierna sobre ellos esa barbarie. Y si acaso lograre asomarse, ya está dispuesto el amplificador de sonido para que retumbe Alfredo Sadel. Aquel disco en particular, con dedicatoria, cuya propiedad se disputan todos al unísono para que no merme el desafuero. Hay allí, en el tercer piso, toda clase de extrovertidos y sus respectivas timideces. Dicharacheros, parlanchines, locuaces, espontáneos, risueños, zapatean al unísono para espantar la soledad, el miedo, el llanto. Sus razones tienen, adolecen también de las morales, pero han descubierto los poderes alquímicos del humor y el sentido áurico de la risa. Por quedarse prendada del tercer piso, se ha apagado la vela, el insomnio, el vértigo que la separa del pavimento, devuelta a la tibieza de su propia cama, todos duermen en el Edificio Tirrenia, también Sara. A lo largo de semanas, encuentra el artificio para caer directamente en el tercer piso cada noche, en su caída, sólo allí cobra sentido el entendimiento. La política es dirimida a contrafuego, la moraleja se canoniza, divino espacio ocupan los chismes familiares para evocar con frecuencia a tías ancianas, cándidas, antiguas. Los escándalos brotan como capullos de amapola y luego se marchitan con la misma rapidez. Un diapasón tan natural como el batir cardíaco asegura que ningún trauma tome asiento.
   En aquellas raras ocasiones en que Sara aventura un atisbo a la ventana del segundo piso, recobra el pavor, allí hostigan a un niño. Su padre le hace regalos costosos y hermosamente envueltos, al tiempo que le echa en cara sus esfuerzos. Los reclamos acaban en gritos que el niño intenta responder, pero cualquier tono atiza el discurso paterno. Si rechaza los presentes, es un grosero y un insolente, si los agradece, enardece la indignación del padre. Tampoco sus actos corren mejor suerte, la bondad tiene cara de loco y habla de amor. El amor es sacrificio y éste ha de hacerse sólo para halagar a Dios. Sara querría seguir cayendo, estrellarse. En el segundo piso también se escucha el sonido del aislamiento, el peor de todos, el del asilamiento.
   La gente que mora en el primer piso carece de rostro y de palabra, la ronda un halo de misterio. A veces huele a sardinas o a ropa húmeda, pero más nada; nada más.
   Un afortunado entrepiso surge en el edificio Tirrenia, allí parecen guarecerse breves relatos a modo de enciclopedia. Como si algunas palabras, recién vividas, tuvieran eco en el pasado. Cachetada, por ejemplo, responde indudablemente a injusticia, a humillación. En alemán se dice ohrfeige, cuya interpretación etimológica no es otra que oreja e higo, precisamente por tornarse morada, color de higo, la oreja objeto del castigo. En húngaro cachetada se dice pofon, abreviación de pofán ütni, donde pofa es el hocico de los animales y ütni golpear. Las cachetadas húngaras bestializan a sus víctimas. En inglés se dice slap in the face, expresión que remonta fonéticamente a un valor onomatopéyico, al aire que se desplaza en el gesto de aventar con la palma de la mano abierta y al sonido de golpear con ella en el rostro. La enciclopedia del entrepiso suele apersonarse con prestancia de sabio y nunca sin ejemplos propios. Uno de ellos podría titularse Bofetada heroica, hela: ¡AUXILIO, ME AHOGO!, vocifera una mujer que se ahoga en el Mar Negro, y el muchacho de trece años –que fui, aclara la voz enciclopédica- se lanza al rescate desobedeciendo flagrantemente las órdenes paternas. Vale decir que el Mar Negro - en le balneario de Mamaia - es muy oscuro y generalmente poco profundo al menos hasta bien pasados los primeros cien metros, luce poco probable que alguien pueda estarse ahogando tan cerca de la orilla, aunque ese día, carteles de advertencia auguren peligro y mal tiempo. Fue por incrédulo que en breves instantes, me vi con el agua al cuello y a merced de las corrientes. Como era excelente nadador, logré darle alcance a la víctima, quien, queriendo asirse a algo firme, me agarró por el cuello y me estaba ahogando. Finalmente, a duras penas, logre arrastrarla hasta la playa. Enseguida acudieron a socorrerla numerosas personas que habían estado observando desde el principio, y yo, agotado, me senté a la sombra. Entonces llegó mi papá y me gritó: “¡Te tenía prohibido meterte en el mar!, te has podido matar” sus palabras apenas sirvieron de preámbulo para la sonora cachetada que me propinó. Luego, cuando vinieron las gentes a felicitarme por mi valentía, mi papá me preguntó si me apetecía algo. Pedí un helado grande.
   No tardó el sabio en aclarar que ésta había sido la segunda cachetada que había recibido en su vida, tampoco se demoró Sara en indagar por la primera. Como sincronizada por un comando de memoria remota comenzó a fluir la historia y su diatriba: “Cuando cursaba el cuarto grado de primaria, nuestro maestro era al mismo tiempo el director de la escuela. Era un hombre alto, severo, culto. Iba siempre muy erguido y nos obligaba a imitarlo en su modo de caminar. Tradujo una serie de cuentos del yiddish y se los regalaba a los alumnos destacados, entre ellos a mi. Me hicieron mucho impacto, pues aunque eran buenos, no estaban destinados precisamente a niños de diez años. Todavía me acuerdo de uno que se titulaba La Madre Se trataba de una familia numerosa de judíos que vivía en una aldea de Polonia. La madre se volvió loca, tiraba y rompía las cosas y se lanzaba al piso. La solución, a sugerencia del médico, consistía en amarrarla a la cama de noche y a una silla, de día. También les recomendó que le propinaran fuertes y frecuentes palizas a modo de terapia, así que cada vez que un miembro de la familia pasaba cerca de la madre, agarraba un palo y le entraba a golpes (era un cuento de finales del siglo XIX). El director fue luego deportado a Auschwitz y mientras ocurría el desfile frente al Doctor Mengele, para que éste decidiera a quienes enviaba al campo de trabajo y a quienes a las cámaras de gas, sacó una cápsula de vidrio, se la metió en la boca y la mordió. Su vecino de fila, un médico, le preguntó:
-- Señor Director, ¿qué es?
-- Cianuro
-- ¿No tendría otra cápsula?
-- No tengo, lo siento mucho- respondió y cayó muerto.

   Hasta aquí las desviaciones, volvamos a la bofetada: un día, durante la clase, me manché la mano con tinta y no tuve chance de lavármela, así que el maestro-director me mandó como castigo copiar cien veces la frase “debo ser más cuidadoso” y para colmo traerle la plana firmada por mi papá, de manera que el también se enterara de mi falta. Como ésta no era mi primera ofensa, ni mi primer castigo, tuve miedo. Aunque mi padre nunca me había pegado, temí que se pusiera furioso, le tenía mucho respeto. Así que decidí imitar su firma, lo hice, claro, con mi letra de escolar, en minúsculas redondas, en perfecta caligrafía. El director no hizo ningún comentario, pero cuando el viernes por la noche salíamos de la sinagoga, después del servicio religioso, agarró de brazos a mi padre y a mi me mandaron a caminar varios pasos delante de ellos. Aquello me olió mal, y, en efecto, al llegar a casa, mi papá me dio un solemne regaño: ¡“no puede ser que yo esté criando a un falsificador, a un criminal”! era lo menos fuerte que me gritaba y recibí la primera cachetada de mi vida que resultó ser también la penúltima.
   Acerca de la lascivia del cuarto piso, pocas palabras figuran en el entrepiso: “El tema era totalmente tabú en el seno de una familia judía. En yiddish el acto sexual ni siquiera tiene nombre, se le llama aquello que se hace de noche. La educación formal incluía, sí, información oportuna acerca de las enfermedades venéreas, la gonorrea cundía, y fui debidamente ilustrado al respecto. Inconforme con esas escasas referencias me puse a hurgar entre los libros “prohibidos” de la biblioteca de mi padre. Busqué por ejemplo palabras como vagina en la enciclopedia, pero parece que los enciclopedistas de la época también practicaban el recato extremo. Finalmente di con un libro explícito, se titulaba Psychophathologia sexualis, del Baron Profesor Doctor Von Krafft-Ebing, un tremendo volumen, escrito en alemán, que describía un millar de casos concretos de aberraciones sexuales desde sencillas hasta complejísimas (y asquerosísimas). Las frases solían comenzar en alemán y terminaban en latín con el fin de hacerlas incomprensibles para aquellos que no fuesen médicos. Por ejemplo: el paciente informa que habitualmente in alii hominis anum penem suum introducit. Esta argucia lingüística no me limitaba para nada, pues ya para entonces había superado los textos de Cicero, Ovidius y Tacitus (cuyas frases, algunas veces, ocupan más de una página y en las que hay que ser detective para detectar el verbo), de manera que aquel latín pedestre me parecía un juego de niños, pan comido. Allí y en otras fuentes encontré la definición de impotencia, en sus dos tipos: la de gerandi o incapacidad de fecundar y la de coeundi, gerundio del verbo (que no existe como tal) que es el origen de coitus (participio pasado del verbo inexistente como tal). Tendría quince o dieciséis años, cuando visité por primera vez un prostíbulo: el exceso de luz, de latín y de información patológica sumados a los escasos encantos de la meretriz actuaron en mi contra… lo cual nos conduce de regreso a las cachetadas, porque, según aprendí, éstas pueden ser también invisibles, incoloras, aparentemente indoloras, insonoras, pero dejarnos igualmente humillados y con las orejas moradas como higos. Mención aparte merece en la vida, sin embargo, la descripción enciclopédica de esta infrutescencia blanda y dulce, cuyo interior es de color encarnado…
   Deshilachada en fibras memoriales, Sara regresa a su casa. Querría dormir a pierna suelta y por ello acaba sucumbiendo ante la alopatía, sabe que ninguna infusión lograría lo que un asqueroso somnífero. Ingiere varios, insuficientes para morir del todo, apenas algunas; adverbio de cantidad tan indefinida como el holograma multicolor que la hace encallar en la isla desierta de Robinson: sólo en las páginas literarias viven sus pares. Antes de claudicar ante el Rophinol lapidario, Sara adolescente ve llegar a través de los espejos a sus heteronímicos progenitores, no otros que sus amantes amigos. Se desatan enseguida dramas. Sara se muerde las uñas y busca en la textura cartilaginosa un antídoto al desvarío que es la literatura. Siente que engorda, como si aumentando su peso molecular pudiera aliviar la carga encefálica. Al constatar pasiones, les proporciona laberintos adiposos para que se pierdan. Quisiera volcarse a la ascesis, martirizar sus apetitos y que la penitencia le retribuya la cordura, pero descree ¡ay cuánto!. Intenta darle salidas decorosas a sus protagonistas colocándolos a ambos en el epicentro de una tormenta existencial. Y, ella, ilusionista, desemboca en el destierro onírico de los relatos difíciles.










    










   Diciembre de 1948, Hitler ganó la segunda Guerra Mundial, sin embargo la gran geopolítica ha permitido cierta flexibilidad en cuanto al destino de los países latinoamericanos. No será sino en 1949, cuando se comiencen a tomar medidas fehacientes para proceder a la limpieza étnica del subcontinente y garantizar el flujo de riquezas provenientes de las materias primas, así como de la mano de obra. Para esos fines Alemania vería con buenos ojos el ascenso de Marcos Pérez Jiménez, un militar proveniente de una familia poco aventajada de los Andes venezolanos y formado a pulso en la Academia Militar cuya discreción y obediencia han sido comprobadas. El hombre antagoniza con el gobierno de Rómulo Gallegos, un intelectual civil de ideas liberales a quien acaba defenestrando mediante un golpe militar. El nuevo gobierno se asienta en un triunvirato que preside por su jerarquía y por su rango como Ministro de la Defensa, el General Carlos Delgado Chalbaud, un militar formado en Francia, y de quien los alemanes sospechan lo peor: vínculos afectivos y políticos con el ex presidente democrático y con la izquierda internacional, además su esposa, Lucía Levine, es de origen rumano, comunista y judía. Una enfermedad del Fuhrer causa demora en la toma de decisiones en cuanto a la política a seguir en Venezuela, donde los hechos parecen favorecer los intereses de la política hegemónica germano-nipona pues, el 13 de Noviembre de 1950, Delgado Chalbaud es asesinado en dudosas circunstancias. Goebbels, Ministro de Iluminación Pública y Propaganda del Fuhrer, había impuesto a Harald Quandt como Superintendente para “controlar” la situación en Venezuela, mientras se adelantaban las formalidades para su anexión al Reich. Pérez Jiménez y Harald Quandt garantizarían de ese modo la transición, sin desplazamiento de tropas.

   Harald Quandt es hijo de Magda Goebbels -la esposa del Ministro- y si bien le ha dado no pocos dolores de cabeza a su padrastro, éste está dispuesto a someterlo a una prueba de fuego invistiéndolo de autoridad frente a un pueblo racialmente inferior integrado por negros, indios y españoles descendientes de moros. Harald se siente simultáneamente imbuido de entusiasmo (porque alberga la secreta ilusión de encontrar El Dorado) y de resentimiento contra Goebbels por sacarlo del medio y relegarlo.
A su llegada a Venezuela, Harald tiene apenas 29 años, pero ha dejado en Alemania una esposa debidamente aria, la cual es además su prima (un matrimonio urdido por Magda para asegurarse una descendencia pura). La misión de Harald no consiente el traslado de su familia, se le exige dedicación exclusiva, Venezuela es la puerta de entrada a América del Sur. El efecto dominó está en los planes de Goebbels. Tras haber leído someramente acerca de la gesta emancipadora de Simón Bolívar, la idea de una Nueva Granada, bajo la égida germánica, le encanta.
   Ah, pero la juventud de Harald, y su personalidad influenciable, encuentran otros rumbos en Venezuela. El lector se enterará de sus aventuras, de sus nuevas amistades, de sus amoríos, de las intrigas políticas y del gran desafío de la historia a través de la correspondencia que Harald sostendrá con su madre, con su esposa, con sus amantes y con personas claves, dentro y fuera del país.
   El Reich sucumbe finalmente, no así el adalid Harald, quien millonario, nepótico y acendrado se deslastra de sus vínculos con los perdedores y acaba siendo el mecenas de los partidos democráticos a cambio de sus favores.

   Los personajes principales de la trama serían Harald Quandt y Lucía Levine, polos dramáticos, hombre-mujer, nazi- judía, ambos encumbrados en el poder, ambos extranjeros. Una historia de amor perverso, poder, sexo, intrigas.

   Sara lee incrédula la hipótesis que acaba de hilvanar como ejercicio literario en respuesta a un aviso de prensa en el cual se anuncia un taller de novela dirigido por un reconocido escritor venezolano. Víctima de la resaca emocional de la víspera, atina con dificultad a sorber el café y fracasa constantemente en su empeño por olvidar su drama íntimo, privado, particular. Es requisito para ingresar en el taller de novela la presentación de un proyecto, pues ¿cuál mejor? se increpa a sí misma. ¿Qué hubiera hecho ella… habría intentado huir?, la idea de torcer la historia, de imponer en suelo venezolano la presencia nazi y de transferirse emocionalmente en una mujer enigmática, le brinda una excusa casi perfecta para surcar y un complemento verbal a su profesión de fotógrafa. Torvas ideas se retuercen aún más en pleno soliloquio, nunca como ahora ha sido posible editar y trocar verdades, es la era del revisionismo histórico, del eclectisismo moral, del self service ideológico, conceptual, formal y estético. Mientras la polilla y la carcoma destruyen las evidencias, los documentos virtuales democratizan las interpretaciones, todos los usuarios tienen en principio los mismos derechos de accesar idénticas fuentes (las de internet, las de los CD-ROM), es la santa alianza entre el poder y el entretenimiento para reducir la historia, la filosofía, el pensamiento y sus múltiples aristas al espectáculo y a la mera acumulación de productos culturales. Sara libera la carcajada que le presiona el abdomen, piensa que buena parte de sus análisis podrían estar saturados de amargura, acaso sean producto de la precariedad económica que le impide, entre otras cosas, someterse a liposucción y viajar a Nueva York como lo hacen algunas de sus clientas para mantenerse apetitosas, jóvenes y competitivas en el mercado sentimental. Se mira en el espejo ensayando un mohín de dignidad, algunas arrugas, pocas, revelan el paso de los años, el sobrepeso patentiza su compulsión, su ansiedad, sus hábitos. De pronto recuerda la fecha y acelera los ritos matutinos, en cambio sus reflexiones conservan una inoportuna lentitud, una lógica maníaca. No puede apresurar el cauce de automóviles que la mantiene atrapada en la autopista, prueba entonces, como siempre que maneja, una sintonía musical, las Cantatas Profanas de Carl Orff le conceden algún alivio. Cuando llega, por fin, el seminario de nuevas tecnologías fotográficas ya se halla en pleno proceso, ella desentona. Haberse endeudado hasta los tuétanos para pagar el monto astronómico de la inscripción no le confiere el derecho a ser diferente. Miles de preguntas se le agolpan guturalmente hasta reventar el muro de contención protocolar. Por encima de las protestas y de los reproches de los intransigentes participantes del curso, se yerguen primero sus dudas: “ ¿No es inmoral editar los retratos, eliminar los gestos de expresión de las personas, homogeneizarlas estéticamente, convertirlas a todas en personajes irreales?, ¿No es antiético y tétrico que los álbumes de familia, o los documentos periodísticos, contengan sólo imágenes manipuladas?”; y luego un monólogo: “Habría que proclamar la prohibición de los espejos tal como existen en la actualidad y abocarse a la invención de otros que sean capaces de reflejar a las personas tal como éstas quisieran verse. Habría luego que implantar la gratuidad de la cirugía plástica, cuyos resultados, a la larga, serían más tangibles y rentables que, por ejemplo, la proliferación de psiquiatras, cuyo desempeño resulta imponderable. Otra posibilidad sería decretar directamente el toque de queda para que las gentes no salgan de sus casas sino que se comuniquen sólo virtualmente, de ese modo podrían lanzar sus fotografías personalizadas à la carte y crear un espacio de comunicación intervenida y “…dale y dale y dale, Sara no para de hablar hasta que, finalmente, es compelida a abandonar el recinto. Expulsada. Por más que patalea, sólo le reintegran la mitad de lo que ha pagado, se amparan en lo establecido en las letras menudas del contrato, aquéllas que nunca nadie lee. Más depauperada que humillada, Sara recurre nuevamente a las hondas hertzianas en frecuencia modulada para enfrentar el tránsito congestionado, tiene la intención de regresar a su casa, requiere una siesta, no podría ir a la clase de novela bajo los efectos secundarios del Rophinol. Demasiado adormilada como para despotricar, siente los fuetazos del inconsciente culposo: acaba de malgastar los últimos centavos en un curso de actualización fotográfica que le hubiera permitido, eventualmente, mejorar sus ingresos y reducir las horas de trabajo ¿por qué?: por expresar su enojo, por equivocar el discurso. De haberlo pronunciado frente a sus amigos, habría desatado como siempre la furia del entendimiento, el substrato de una discusión, de una postura intelectual no necesariamente viable ni práctica, pues la presencia de los medios virtuales de manipulación son imprescindibles aún entre los más notables pensadores, pero al menos teóricamente… y dale con el monólogo interno, sin la posibilidad de expulsarse de sí misma. Atrapada nuevamente en el invencible embotellamiento de tránsito, acaba claudicando: ¿acaso no está ella misma inmersa en la gran falacia existencial, en una ficción vivencial, y ahora, para colmo, en una aproximación torcida a los hechos históricos al involucrar a personas tan reales como lo fue la única Primera Dama viuda, extranjera y judía, de la historia de Venezuela?. Descarta la posibilidad de cambiar los nombres para proteger a los posibles inocentes. El manejo de escenarios está perfectamente autorizado en el desempeño de las profesiones liberales: en economía, en política, en sociología, en matemática. De pronto le sobran argumentos para defender su proyecto de novela ante cualquier jurado calificador.
   La descomunal tranca de vehículos, los minutos desastrosos. No se había percatado de la hora: precisamente las cuatro y media de las carcajadas, confluían en su torrente sanguíneo el miedo y el aburrimiento, el llanto y el bostezo, la añoranza y la libertad hasta que de pronto se produjo un accidente insólito tomando en cuenta que todos los carros estaban completamente detenidos en una fila interminable que se perdía en la lontananza. El agraviado se bajó del carro para constatar los daños, él también se hallaba medio adormilado por el vapor de anhídrido carbónico que desprendían los extemporáneos tubos de escape. Nada que lamentar constató el hombre cuando su mirada tropezó con los ojos enrojecidos de Sara. No tenía caso explicarle a aquel desconocido lo del Rophinol, lo del curso, lo del proyecto de novela y mucho menos hablarle de su déficit presupuestario, sentimental o anímico. La invadía el pavor, el hombre se acercaba a la ventanilla de su carro, varios conductores se habían bajado de sus automóviles y también venían hacia ella, pero entonces, acaso por la invocación de un cuento de Julio Cortazar (que también había ocurrido en una autopista congestionada), salieron todos corriendo de regreso a sus carros, porque por fin la fila avanzaba.
   Sara se desplomó sobre su cama y se quedó dormida con la ropa puesta y por supuesto perdió la primera sesión del taller de novela. Todo aquello que soñó esa noche estuvo teñido de charcutería. Un vidente le auguraba el futuro valiéndose de una res cruda sangrante cebona, de utensilios de alta cirugía, y de palabras culteranas. En su apuro por dormir, Sara había olvidado cerrar las cortinas y ahora la luna llena se colaba húmeda y le helaba los huesos. Hubo de despertarse y de constatar pequeños desastres: los cantos desafinados que celebraban un cumpleaños en el vecindario, tres mensajes en la contestadora automática del teléfono y un hambre atroz. Las llamadas eran para proponerle la cobertura fotográfica de un evento social de alcurnia. Reconocía la voz de Stella Sánchez sobre todo por su crepitación. El pito de la tetera la distrajo de sus nuevas cavilaciones y mientras sorbía, primero los humos aromáticos y luego la infusión misma, se esforzó en pronunciar, en voz alta clara y comprensible, la promesa de aceptar el trabajo sin miramientos: tenía que resarcirse económicamente. Se acostó de nuevo y regresaron a su mente ingobernable algunos recuerdos feroces relacionados siempre con sus amigos, pero, en cuanto cerró los ojos, una carta, el dos de pica, ocupó todo el espacio onírico. La res, que antes era seccionada por el vidente charcutero, se erguía recuperando su fortaleza de toro azuzado por dos picas afiladas que una mano invisible le enterraba en el lomo; en vano se encabritaba pues no lograba zafarse de las espadas alevosas ni del dolor profundo. Rojo y negro de toro y sangre o también de naipes franceses se disponían en un automático juego de solitario que nunca llegaba a término por culpa del maldito dos de pica que andaba siempre clavándose en el lomo del toro negro alternando el círculo vicioso con el virtuoso, la vivisección con la cartomancia.
   Sara emprendió el día nuevo con la determinación de cumplir con su palabra empeñada. Tomó el teléfono con solemnidad para comunicarse con Stella Sánchez, su unívoco e inequívoco vínculo con la realidad económica y social. Aquélla no la defraudó, en menos tiempo del que hubiera dispuesto para escuchar a la muchacha, recibió no sólo la dirección y la hora del evento, una primera comunión, sino también las más primorosas frases hechas para alentar. El hecho tendría lugar en el Country Club, a las once de la mañana del domingo. Restan veinticuatro horas, un alivio corpóreo inunda su espina dorsal. Saborea con pereza el desayuno, lee la prensa, pero es incapaz de dejarse de sí y emprende la investigación literaria nombrando al escritor Luís Britto García como su tutor ad hoc et ad honorem, sólo por el placer de enfrentarse con un interlocutor humorista e inteligente. La consulta acontece por teléfono. En esta primera, él le recomienda la lectura de El Hombre de la Montaña de K. Dick, ejemplar que Sara logra leer en francés. No hay como el lenguaje de Descartes para regodearse en analogías: el autor, oriundo de Chicago (1928), crea el escenario pluscuamperfecto para urdir la trama que Sara se empeña en hilvanar: su relato se ubica antes de que los tentáculos del nazismo goebbeleano arropen la historia de Venezuela. Fue en 1947 cuando tuvo lugar la capitulación de los Aliados frente a las fuerzas del Eje germano-nipón. Lo cual en la práctica significó la división este-oeste de los Estados Unidos de Norteamérica; el polo oriental bajo la tiranía de Hitler y el occidental dominado por los japoneses. En 1950, año del magnicidio de Delgado Chalbaud, la vida en los Estados Unidos había retomado un curso de normalidad sobre todo en la zona de ocupación nipona, donde el poder se ejercía con firmeza pero sin excesos gracias la omnipresencia del Yi-king o libro de las transformaciones: el célebre oráculo chino cuyo origen se pierde en la noche de todos los tiempos y que los japoneses consultan para todo evento (comercial, sentimental, político). Demora la lectura de la novela, pero se deja vencer por la impaciencia. Fabulador, Britto García abunda en detalles cuando Sara lo importuna por segunda vez: “Es en la vida real y no en la ficción literaria donde en verdad ha triunfado el Nacional Socialismo y su doctrina sigue vigente” dice el autoconfeso marxista-nihilista. La cabeza de Sara bulle, la efervescencia mental genera burbujas, interjecciones que el recién investido tutor aprovecha para repotenciar su hipótesis echando mano a la enumeración concatenada de argumentos cero concupiscentes:
-- Neutralización de la Unión Soviética.
-- Idem de la Gran Bretaña.
-- Equiparación del gran Capital con el Estado. Y consecuente corruptela y tráfico de armas.
-- Triunfo absoluto del racismo. Si al comienzo abarcó a los judíos, gitanos y comunistas, en la actualidad arropa a todos los pueblos del tercer mundo que vivimos en los “ lager” y proveemos mano de obra barata, bajo ínfimas condiciones de vida.
   Alentada por el deseo de aterrizar sus fantasías en datos, Sara apura el diálogo telefónico para llamar inmediatamente a aquel de sus profesores de la Universidad a quien considera mejor capacitado para documentarla. Corre con suerte, su nuevo interlocutor le recomienda dos libros significativos: Por qué mataron a Delgado Chalbaud, de Miguel Troconis Santaella y El Asesinato de Delgado Chalbaud de Nicanor López Borges (ediciones Centauro 1971) y le sugiere que acuda a la hemeroteca. Algo menos parco, le relata a Sara que en los primeros números del periódico El Nacional, en 1943, se reseñan bombardeos a buques frente a la isla de Margarita y la llegada de náufragos. Sin embargo califica el intento literario de Sara de “piñatazos de ciego”. Juzga insuficiente la investigación que sustente tan descabellada hipótesis. Sara logra una limosna aprobatoria al revelarle el substrato psicológico que mueve los hilos de sus personajes. El profesor accede a prestarle los libros por un tiempo breve que ella jura cumplir y ya va embalada a buscarlos, pero el sábado declina, ya no le alcanza para leerlos, ni falta que le hace, por ahora la sola fotografía de Lucía Levine, en estricto luto y de perfil, le acelera el pulso, la viuda tenía 39 años en 1950, la edad que se encuentra a medio camino entre la lucidez y el resquemor, el deseo y el asco. Eso que llaman la mitad de la vida, el final del estío, el nivel cero en la medición de las aguas.

   Agua gorda, agua fuerte, lustral, alumbrada. Madre invicta a despecho de los elementos, agua en el cauce nómada de las erosiones, en la lubricidad de las secreciones y en el despeñadero de las emociones. Aguas mayores, muertas, subálveas, indómitas en novilunio.
   Un estiaje certero se logra únicamente si la sequía es absoluta, pues de lo contrario las aguas subterráneas mantienen los caudales y los iones. ¡Si lo sabrá Sara!.
Patria es el humor
que decantamos
en el alambique copular
             flujo volátil
             estertor
La Patria emigra
             temo












   






















   
   Besarabia es a Bucovina lo que Moldavia es a Ucrania; líneas imaginarias en mapas aleatorios, lugares transitorios, recuerdos tangenciales, las separan. Son huellas de los otomanos, pinceladas de una Galitzia, botín de imperios, fronteras movedizas. Aquí como allá se habla rumano, un idioma donde se amalgama el latín y el eslavo con voces provenientes de los Dacios para que quienes lo pronuncien tengan que invocar, desde la primera palabra, sus orígenes mestizos, la mezcla cultural y consanguínea, lucha, paladar, muerte. Emparentados con el yugo zarista o soviético y la germanofilia austro-húngara, los habitantes de estas regiones históricas son políglotas de buena cepa. Confluyeron siempre en esos suelos además de rusos, rumanos, eslavos y alemanes, buena cantidad de gitanos y judíos. Es decir luteranos, ortodoxos, paganos, católicos, judaicos; es decir caucásicos, arios, asiáticos, semíticos, indo-europeos, irrigados todos por vasos capilares comunes pero separados por las espesas venas que los diferencian.
   De cómo se desarrollaron los eventos desintegradores de los pueblos centro europeos durante la Segunda Guerra Mundial, han dado cuenta autores mayores, ¡pero que Lucía Levine provenga precisamente de allí! ¿Estarían clavados en su retícula Tolstoi, Dostoievski, Chejov, como también el renacimiento ruso de Pushkin, el romanticismo de Blok, el cubismo de Bely, aunque nunca los hubiese llegado a leer? ¿Habrá compartido este aforismo de Rozanov: “basta un recuerdo de juventud para impedir que un hombre se suicide”, de cuando, exiliada, la inteligencia rusa sobrevivía a fuerza de versos en Francia, en Italia y acullá? ¿Sentiría ella alguna piedad, esa palabra- en francés teñida de cierto desprecio, en alemán de desesperación y en inglés de ironía -, que en el fondo invoca la virtud de compadecer a los que sufren?. No poco ha de haber dudado la joven hija de anarquista judío, prófugo del realismo socialista y exiliado en París, donde el aire apenas empezaba a enrarecerse por la dualidad fascista/comunista y sus polífonos alegatos. ¿Tendría Lucía adheridas a sus retinas las lecturas del Goethe obligatorio en bachillerato?, ¿se le habría erizado la piel al escuchar los metales impetuosos de las óperas de Wagner, o tal vez algún vals la hiciera sentir, por un momento, princesa Sissi, en la corte austro-húngara? Tendría cinco años en 1917, cuando el triunfo de la Revolución Bolchevique, ah la pequeña pionera incubadora de ensueños internacionales de igualdad y justicia, ah niña preguntona, cabeza de chorlito, acaso sólo parecida a otros niños cuyos padres también leían en alemán, saludaban en rumano, entendían ruso y callaban los sentimientos.

   En medio de esta vorágine nada conviene más a la historia que un romance complejo al mejor estilo clásico, que aparezca el apuesto galán con suficiente distancia y categoría como para que Lucía pueda inventárselo: Para empezar, que el hombre acabe de desembarcar de ultramar, y que algunos amigos pronuncien el nombre de su país de origen con sorna. En cambio, que para Lucía, aquel sonido, Venezuela, augure desde la primera vez, algo exótico, desconocido, excitante. Lo habría visto sólo una vez, cuando en un atardecer de octubre, salía el joven de su habitación en un callejón parisino y ya en la calle se dirigía lentamente, hacia el puente. No parecía miedoso ni vergonzoso, pero lucía sumamente irritable, con los nervios en tensión. Ella lo atribuyó a que los viajes alejan al hombre- y con mucha más razón al joven, cuyas débiles raíces no han profundizado aún en la existencia- de su universo cotidiano, de todo lo que considera como sus deberes y sus esperanzas. Ella lo sabía por experiencia: de hora en hora el espacio determina transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca la permanencia, pero de manera alguna, las sobrepasa. Oh! sí, la influencia de la literatura alemana era inevitable, sería por eso, que aún sin habérselo propuesto, aún sin sospecharlo, Lucía se estaba fabricando un destino con sustancia onírica pero con la determinación propia de su recio carácter. Jamás hubiese fijado los ojos en alguien menos firme. Ese hombre no deambulaba, ni paseaba, marchaba eficazmente hacia una meta. Aunque aún no se habían cruzado sus miradas, Lucía adivinaba que sus cuerpos estaban hechos con la misma fibra, aquélla capaz de ovillar el sufrimiento y la rabia hasta reducirlas a energía pura. El hombre objetivo en el que Lucía quería mirarse – como si espejo fuese- no sería uno de aquellos que lanzan maldiciones e injurias como el pesimista, sino el docto ideal, el más precioso que existe, en el cual el instinto científico consigue florecer y prosperar tras los fracasos; pero un ser así ha de ser manejado por alguien aún más poderoso. La paradoja recién descubierta ejercería un poder especular en Lucía. Sólo siendo ella más fuerte, podría él mirarse en ella para a su vez fortalecerse. Así de retadora querría ella que fuese la vida, ni un ápice menos. El placer del reflejo se le extendía con delicadeza dejando en su piel hasta las huellas más ligeras y el fugaz desliz de seres fantasmales. Todo lo demás llegó a parecerle circunstancial, arbitrario, ajeno.

Espiral
Muralla sideral
Solicito permiso para aterrizar
en tu abrupta frente

   Sordo a la plegaria de Lucía, Carlos, el de Venezuela, se aferraba al deber como correspondía a su triple investidura militar: la genética, la vocacional y la práctica (hijo, nieto y sobrino de militares, en ascenso él mismo en jerarquía y derrotado en su primera y única batalla contra la tiranía que ejercía, en su país, su propio padrino), allí estaba, sobre el puente suspendido, entre el Sena y las nubes, entre la izquierda y la derecha, apretando con los dientes cualquier palabra que pudiera alejarlo de la verticalidad castrense. Contenía la hiel y las lágrimas a fuerza de estudiar y fortalecía su espina dorsal sometiéndola al juramento de nunca, jamás doblegarse. Desde la antigüedad existen ya claros antecedentes del papel de las Academias Militares, Filipo de Macedonia creó en 356 a. C. una escuela para educar en el mando de las tropas a los hijos de nobles, entre ellos a su hijo Alejandro. Aquí mismo, en Francia, Richelieu y Louvois, mantuvieron entre 1682 y 1694, unas compañías de cadetes, que dieron lugar a la Escuela Militar creada por Luis XV. No menos he de prepararme yo que he visto morir en batalla a mi noble padre, suspendido, como yo lo estoy ahora, en un puente entre la improvisación y la estrategia. En el puente que conecte el albur con la matemática, hallaré las respuestas que busco: seré ingeniero y así andaré armado. Sean testigos el agua y el éter, de este juramento que hago como civil y desarmado ciudadano, apenas estudiante extranjero en París. Que sea éste apenas el primer eslabón en la lucha despalabrada por la Patria. ¡A la salud de Román Delgado Chalbaud!
   No lucía para nada atribulado cuando la fuerza impetuosa de un grupo de jóvenes, entre quienes se encontraba Lucia, lo sonsacó de sus cavilaciones. ¡A beber vino, que en la taberna se escarcea!. Ah potra zaina ésta se dijo Carlos al intentar zafarse de la severidad con la que la rumana le sostenía la mirada. Sonrió donairosamente, no había leído aún la novela Doña Bárbara, que Rómulo Gallegos, uno de los amigos de su padre, acababa de publicar en Barcelona, pero había escuchado de su propia boca que estaba ambientada en una hacienda, que se reflejaban en ella las voces de los peones y que se evocaba el pasaje a la modernidad. Le hizo gracia evocar esas palabras en el destierro, palabras exóticas a sus oídos, pues él, Carlos Delgado Chalbaud, más bien hacía honor a sus nobles apellidos al ostentar sutileza, ingenio y afrancesamiento a causa de su larga permanencia en Europa. Sus raíces se habían transformado en largos filamentos de romanticismo y Lucía no se parecía a ninguna de las mujeres de su entorno, menos que nada a las hijas de los exiliados venezolanos.
   
   Ni el café cerrero ni la ducha helada arrancan a Sara del embobamiento auto propiciado con París en el trasfondo y los fantásticos años treinta, mas la comunión está por acontecer y ella ha jurado. Para llegar al Country Club ha de vencer algunos fantasmas alojados en el puente Chapellín, no en vano dicen los caraqueños que cada urbanización tiene el barrio marginal que se merece. Por contraste con las mansiones, las paupérrimas habitaciones de los albañiles -constructores de ambas viviendas- desafían las orillas urbanas, son suculentos hongos salvajes, bocados exquisitos en boca de algunos arquitectos extranjeros capaces de ver en ellas, y en las laberínticas estructuras que forman, cierta reproducción innovadora del medioevo. Chapellín es a Country Club lo que Caracas a sí misma, de modo que es frágil el puente que deslinda una ostentación de la otra. Pocos metros separan el caserío de la urbanización, la gritería del susurro, el juego de béisbol callejero de los juegos de salón (pool, bridge) o de campo cercado (golf, tenis). Los de allí huyen de las paredes que los cercan, los de allá cercan los espacios para huir. Puente, de nuevo puente, siempre puente, ahora tendido entre Chapellín y el Country Club, dirección exacta donde fue constituido el Tribunal en el que la señora Lucía Delgado Chalbaud, de 39 años de edad y natural de Rumania, debidamente juramentada declaró en ocasión del asesinato de su esposo, el Presidente de la Junta Militar de Gobierno, y que a consecuencia de dicho juramento fue expulsada de Venezuela en mil novecientos cincuenta y. Sara busca con frenesí los vestigios de la Quinta Lois, donde aconteció aquello, pero la comunión está comenzando y ella ha jurado.

Tres metros cuadrados de arreglos florales ocultan discretamente la febril actividad de una docena de mesoneros atribulados que han sido compulsivamente endoctrinados para servir las apetencias de los invitados. Otros fotógrafos luchan hombro contra hombro por conquistar el mejor ángulo para cuando llegue, por fin, el momento crucial de los retratos para el álbum familiar. Organdí, sedas, cretonas y rasos rozan, crujen, desempolvan pasamanos, barren escaleras, se tiñen de grama hasta que se congregan en esa suerte de anfiteatro especialmente construido para posar ante Dios. Alguna regla antropológica garantiza que ninguno de los presentes carezca de apellidos dobles e hispanosonoros que denoten alguna alcurnia. Tal luce la ceremonia a los ojos agnósticos de Sara al ver llegar a la primocomulgante aureolada: la niña soporta el peso de su vestido como antes lo hiciera Cristo con su cruz, y representa, en este momento unívoco de su vida, el epicentro de un terremoto espiritual. Tres sacerdotes ofician la misa en el jardín interno de la gran casa, inmensos toldos protegen a los feligreses de cualquier inclemencia. Breves lecturas extraídas sesudamente del catecismo y del Nuevo Testamento garantizan la intervención protocolar de los familiares en el ceremonial y en el largo metraje para las cámaras de video. Concluido el magno evento, orondos y complacidos, los asistentes se entregan a las veleidades de la festividad. Las mesas se van conformando por edades, por afinidades, por casualidades. Sara captura, congela, paraliza, encuadra, enfoca, obtura, pero ante todo, lucubra: Heme aquí Lucía diferenciada e inhibida ante el gentilicio. Me miran con deseo y recelo, querrían ellos verse en mis favores retratados, desearía yo ampliar sus visiones. Las cachapas, sólo las cachapas nos nivelan, ¡qué deliciosas!: jojoto molido y extendido en una plancha hirviente, removido siempre lejos de los comensales y mucho más aún de la cocina de tanti Floria y de mí en su cocina de campiña rumana donde dejábamos colar la harina de maíz entre nuestros dedos y revolvíamos, con inmensa cuchara de palo, el agua lechosa que hervía en el ollón. Con cada burbuja que explotaba, nacía un elogio cantarín de tanti Floria: “la mamaliga es mejor con tocino, la que sobre será para el porcino…la mamaliga es mejor con mermelada, seguro que no quedará nadita de nada… la mamaliga es más sabrosa con requesón, cuidado te quemas con el fogón… la mamaliga nunca llega al día siguiente, vamos a meterle el diente…”. Ah mamaliga, mamaliga, si tuviese algún origen en el castellano, seguramente provendría de liga (de maíz) que produce mazacote. Allí de donde yo vengo muchos tenemos un pie en el campo y la punta de la nariz en un libro. De niños recogimos ciruelas en verano para que a nuestros mayores no les faltara aguardiente en invierno y muchas veces leímos encapillados porque hacerlo era privilegio de ociosos. Así fueron cayendo en mis manos primero los libros ubicados en los estantes inferiores de las bibliotecas: por las aventuras del indio Winetu de Karl May tuve que redoblar mi cuota en la recolección de ciruelas, por Anna Karenina hube de huir de más de una retahíla. Cuando crecí, devoré con fruición toda la literatura accesible en rumano, en ruso, en alemán y luego, en París, la francesa. Ahora sueño con leer en español, esta lengua melodiosa, pero con hijos más las obras de caridad y estas recepciones sociales a cada rato no me queda mucho tiempo. Menos mal que conocí a Lya Imber, la pediatra de mis niños. Un cuchillo de plata percute sobre una copa de Bohemia, no habría ceremonia sin discurso. Ya quedan menos invitados, los tequeños han desaparecido de todas las bandejas, cintillos, lazos y peinetas quedan aplastados bajo pisadas negligentes, los padres de la niña comulgante improvisan un embeleso y le dan gracias a Dios y a la Virgen María sin pecado concebida por este momento inolvidable. Todo habría concluido a no ser porque un ex ministro, invitado de cabecera, aprovecha el escenario para lanzar frontalmente su desmesurada arenga política: “devolveremos al país la paz social y política, en la unión está la fuerza”. Sara lo enceguece con el despiadado flash, el hombre aprecia el destello ¡nada más semejante a un anticipo de triunfo! .

   Al llegar a su casa, extenuada, Sara halla nuevamente tres mensajes en el contestador, todos mudos. La ligera sospecha de que pudieran ser de sus amigos aviva: a veces extraño los dientes de mi amiga, recuerdo aún más rojos sus labios y me hace reír aún más con sus pequeñeces y sus grandezas, entonces mis propias palabras son las suyas y converso con ella respondiéndome a mi misma. Hago un festín para mi sola que somos las dos y se me van subiendo a la cabeza las burbujas de una solitaria cerveza. ¿Y si el silencio fuese de hombre?, de aquél que se divide en varios él, uno de lo cuales me enloquece; aquel él galáctico, poderoso e intenso que puede conmigo, que construye murallas con las palabras y que convierte mi vida en un círculo. Ese él que yo invento no me puede ser arrebatado ni siquiera por el mismo él, porque todos los él saben que sólo yo lo invento tal. Todas las yo sabemos también que sólo él nos catapulta hacia el centro de nosotras mismas y entonces todos los él y todas las yo nos volvemos todos los nosotros que podemos ser. Este soliloquio transcurre en el laboratorio, donde los líquidos reveladores narcotizan. Penden de cuerdas colocadas ad hoc, algunas fotos de Stella Sánchez, las de la primera comunión y una reproducción de Lucía Levine, todas sin tecnología de avanzada. ¿Y si fuese de ella, de Lucía, la tercera llamada sin mensaje?, una de larga distancia desde París, para contar que quiere ir a Bougival, adonde la luz reverbera y las hojas de los plátanos describen espirales cobrizas en caída libre.
   Lucía está fascinada con las manifestaciones de arte moderno. No en vano vio crecer ante sus ojos el disparate, que no le hablen a ella de realismo socialista, de hiperobreros, de banderas ondulantes, a ella le bastó ver la realidad verdadera. Hasta sus oídos, en provincia, llegó el clamor de los pintores y escritores que acompañaron a Lenin en la victoria, era el triunfo del subconsciente colectivo, ¡cómo vivían entonces los poderes infinitos del arte!. A la muerte de Lenin, la diáspora. Perseguidos, desterrados o constreñidos, los artistas, como su gran amigo Lansky, encontraron refugio en Alemania y en Francia, donde crearon una divisa universal oponiéndole a la exageración de lo social, la exacerbación del universo interno. Multitudes, sin rostros ni consignas, fundidas en una masa amorfa comparable a la tierra arcillosa que sirvió de base para la creación de Adán, ¡ qué mejor simbología para expresar un nuevo nacimiento del ser humano!. Ir al taller de Lansky, en Bougival, ver semejantes cuadros, es un placer excepcional. Dicen los que saben que es miembro de una Escuela, la de París, una experiencia unívoca, en la cual la ciudad de las luces, históricamente exportadora de estética y de talentos, invirtió los polos de la dínamo generadora de tendencias y se nutrió hasta la saciedad con el arrojo de los inmigrantes, quienes volcaron todas sus vísceras en inconmensurables lienzos, esculturas, poesías y vivencias. Allí estaba Lucía cuando aquellos deliciosos locos de la libertad bajo exilio comparaban a Kandinsky con Kokoschka, allí tragaba largo cuando escupían, allí aprendió a diferenciar sus respectivos expresionismos del pasado cercano. Años mas tarde, ya en la Caracas de su marido, habría de resultar inoportuna al comparar las muñecas de Armando Reverón con las de Kokoschka, pues ambos pintores, el de Macuto y el austríaco, se habían valido de modelos inanimados de tamaño natural. Lucía no se saciaba de escuchar: Kandisnsky el ruso había estudiado derecho y además era científico pero no fueron estas cualidades impedimentos para que se convirtiese en el iniciador del movimiento abstracto. Si bien no llegó a París hasta 1933, su fama lo precedió. Era de esos hombres múltiples y poliformes que sin dejar de ser nacionales son ciudadanos universales y crean su propia escuela sin desdeñar las pinceladas de los demás. Kandinsky dividía sus obras en impresiones (las que reflejan el universo exterior) e improvisaciones (aquellas que expresan las emociones). Colores y formas adquirían en aquellos convivios el poder interlineal de las contradicciones; la geometría, la escala, las proporciones contenían logaritmos políticos. La palabra se desdoblaba desbordándose. La poesía tenía valor de trueque. Lucía intuía una carga revolucionaria en la estética abstracta. ¡Luz y sombra, venceremos! Luz en la sombra de los ojos claroscuros de este Carlos eternamente suspendido y cubierto de misterios. Como éste de querer ir a Bougival, ciertamente no en persecución de la luz que sedujo a los impresionistas del siglo XIX y menos aún atraído por la casa de Tourgeniev, el escritor ruso amigo y enemigo de Gustav Flaubert. No, el venezolano quiere ir a Bougival para encontrarse con un seudónimo de la resistencia antigomecista. Requiere un carro y precisa llevar mujeres para desconcertar a la policía secreta haciendo lucir la excursión como un paseo romántico. Resta una ecuación de pocas incógnitas: qué carro, cuántas personas, quienes y cuándo. Lucía se yergue con adecuadas respuestas. Irán dos parejas, Lansky y Nina -sus amigos rusos- podrían aprovechar el viaje y distraer aún más la atención de los sabuesos venezolanos. El carro constituye la mayor dificultad, pero Carlos tiene una amiga incondicional, cuyo padre tiene uno, ¡irán con ella, los tres!, dictamina. Lucía lo resiente. Dos días después, el azar la sorprende, a ella que ya se veía sentada en el asiento trasero, a ella, la de la palabra empeñada y los planes empañados, y que ve aparecer, en todo su esplendor, el Morris Isis color caramelo conducido por Carlos en persona y sin incondicional consorte. A ninguna pregunta, nulas respuestas. Lucía se monta en el automóvil inglés con apariencia de cajón, y cierta complicidad se instala entre ellos. Ella es el amigo con quien comentar las virtudes del vehículo británico tan parecido a los modelos norteamericanos. El teléfono, apenas audible camino a Bougival, la desmadeja cuando está a punto de entablar una verdadera conversación con Carlos, la invicta contrafigura de sus ansias locas.
   ¡Aló, aló, aló!. Repercute otra vez la mudez del subconsciente y en ausencia de interlocutor aflora:

Coraje tu lengua muda. Se decapitan las defensas. Engañosos silbidos confunden el aliento rastrero de la cacofonía. No sé qué hacer conmigo cuando me devuelves a mí. Era mejor estarte. Óptimo serte.
¡Transitívame!

   Posa el auricular pensando que cualquier nadie que la hubiera escuchado estaría escarmentado. No ella, consciente del inmisericorde aislamiento y de su imposible retorno. Aún se estremecía cuando de nuevo sonó el teléfono, un ejército de nadies llamó esa noche pero de ninguno obtuvo palabras. Acabo arrullándose, zambulléndose, en las suyas propias, somormujándose. Dormir no fue tarea fácil tampoco lo fue velar hasta que llegó el día de asistir, esta vez sí, al taller de novela. En vano las ahuyentaba, las expectativas crecían a medida que se acercaba al lugar de compartir, al sitio de aprender, al espacio de entender. Entró al recinto con excesiva antelación. Allí, sentada en su rincón de transparencia, vio aparecer a sus pares. Les fue endilgando complementos indirectos de subjetividad, en cada recién llegado suponía empatía y a todos sonrió. Al cabo de una inmensa hora de incesantes cuchicheos ajenos, Sara reconoció los indicios de una nueva impertenencia, aquí estoy y aquí me quedo se dijo remedando con sorna la frase trillada que suelen pronunciar los prófugos justo antes de huir. Todos los asistentes arrugaban los deberes que les habían encomendado en la sesión inaugural. Aún antes de dar comienzo a la lectura de las hojas ajadas, Sara es presa de abrupta pulsión (im, com, re, ex). La asignación consiste en resolver una escena en la que un diligente periodista exacerba su celo profesional para obtener una primicia informativa. Cada quién ha de vaciar en el mentidero su versión particular en una primera aproximación narrativa por encargo. Lucía vocifera en el oído de Sara, la ensordece, la aturde. Sara no logra subyugarla ni tampoco doblegar el paisaje que se le cuela por la breve ventana del automóvil británico conducido con sorprendente destreza por Carlos Delgado Chalbaud. Huele a veloz lavanda, a gasolina de bajo octanaje, a cuero de tapicería nueva. Sara encona toda su atención, ejerce la autocensura, antes muerta que nuevamente expulsada como lo fue antes del taller de fotografía. Opta por escuchar sumisa, uno tras otro, los mismos hechos relatados con similares palabras. Carlos y Lucía están a punto de conversar y ella, que ha esperado tanto ese momento, podría estárselo perdiendo porque ahora, revisados los ejercicios literarios, ha llegado la hora de la teoría. Se definen características fundacionales, estructurales, argumentales y se formulan cuestionarios: ¿qué tipo de novela se pretende escribir (bisagra, nuclear, medular)?, ¿cuáles son los protagonistas y los personajes secundarios?, ¿cuáles los límites tentativos en el tiempo? La autoridad de Carlos Delgado Chalbaud se sobreimpone al taller literario, ya no puede seguir callando, avanzan hacia Bougival.

-- ¡Lucía, te voy a dejar en el taller de tu amigo Lansky durante unas dos horas! No puedo llevarte y tú lo sabes.
-- Lansky está en París, tú no quisiste que viniera con nosotros como te lo habría propuesto, el taller de Bougival está cerrado; prefiero que me dejes el carro, así podría dar una vuelta por la ciudad como nunca he podido hacerlo, ¡en carro!
-- ¡Estás loca! Tu sabes que este carro no es mío, ¡no te lo puedo prestar!
-- Un no sólo es un no…
-- ¡Qué! Claro que uno siempre es uno- remeda Carlos.

   Lucía se frunce, qué trabajo le costará toda la vida comprender la picardía venezolana, imaginará siempre un residuo de burla cuando imiten su acento extranjero, le costará siempre entender esa mezcla de ironía chusca con chanza guasona, Pocas veces reconocerá el humor palabreado en clave caraqueña y siempre se creerá ridiculizada. Traga hiel y arrastra las eres para responderle: “No chéri, las mejores veces uno es dos y dos es uno”. Quién hubiera podido suponer tal capacidad de manipulación femenina del amigo que parecía ser Lucía. Ahora, callada, respingando la nariz y mirando por la ventanilla del automóvil, le da la espalda al mozo impertinente en que parece haber convertido a Carlos. O en un ciervo impetuoso que mientras más frota sus cuernos contra los árboles para afilarlos, más huellas va dejando en el bosque para mejor ser cazado. Pero ella, la cazadora, también ha mordido el señuelo que le ha lanzado él con mucho hilo, mientras más crea alejarse de él más profundo llevará clavado el anzuelo.
   Qué contradictoria y paradójica disyuntiva coloca a Sara nuevamente frente al volante de su carro, al finalizar el encuentro de los talleristas, para encontrarse al fin libre de interrupciones pero abandonada por Lucía.

               S´il univers entier m´oublie,
s´il faut ici passer ma vie,
que sert ma gloire et ma valeur?

   La voz le suena prístina desde la radio. Se aprende la estrofa de memoria como si la conociera de toda la vida y la canta a todo pulmón aún cuando la mezzosoprano ha sido sustituida por un insulso ambiente musical. El taller de novela ha dejado mella, la literatura es un enigma, oh! Turandot de gélido corazón que has hecho matar a tus pretendientes por no haber sabido descifrarte ¡ayúdame!. Y es que Sara ha sintonizado, nuevamente por azar, la última ópera de Giacomo Puccini, justo allí donde se revela la primera adivinanza: ¿cuál es el fantasma que todo el mundo invoca y que se renueva constantemente? Y contesta ella junto con el tenor: ¡ la esperanza! La literatura es una crineja que enhebra muchos rizos: los de la trama consciente, inconsciente, subconsciente, la identidad, la otredad, el afuera, el adentro, la partícula, la totalidad, la investigación, la inspiración, la causalidad, la casualidad. Aunque el texto que inspiró la ópera de Puccini pertenezca a Carlo Gozzi (1720-1806), rival de Carlo Goldoni, en el teatro veneciano del siglo VIII, la historia tiene sus orígenes en poemas y cuentos chinos, persas e hindúes recogidos en Las Mil y una Noches, particularmente en la número 904, en donde se trata de resolver adivinanzas para conquistar a la princesa corazón de hielo. La versión operística consta de tres actos, una decisión que le costó a Puccini tantos desvelos como impaciencia. Él quería algo más moderno, favorecía el ahorro de cualquier escena edulcorada y melodramática a favor de aquéllas que concentraran verdadera pasión. Finalmente el emperador chino Altoum –anciano y frágil- desea ver casada a su hija antes de fallecer para asegurar la continuidad de su imperio, pero su hija, Turandot, ha jurado vengar el ultraje sufrido por una pariente a manos de invasores extranjeros y jamás se entregará a ningún hombre. Sin embargo, le ofrece a sus múltiples pretendientes una unívoca posibilidad, la de responder a sus enigmáticas preguntas. Aquél que acierte será su esposo, aquéllos que fallen serán ejecutados. Calaf, príncipe del abatido reino de Tartaria, exilado y de incógnito en Pekín, se enamora de Turandot y acepta el reto de los enigmas. Su anciano padre, Timur, trata de disuadirlo, así como también la esclava Liu (secretamente enamorada de Calaf), incluso los cínicos ministros de la princesa, Ping y Pong, intentan infructuosamente desaconsejarlo. Por fin Calaf responde las preguntas de la princesa y obtiene su mano. Pero el noble príncipe esta resuelto a conquistar también su corazón y le ofrece a Turandot un trato: siendo Calaf un extraño, nadie conoce su nombre, si ella es capaz de descubrirlo antes del amanecer, él morirá. Pekín entero pasa la noche en vela al tiempo que Turandot utiliza todos sus poderes para conocer el nombre de Calaf. Cuando descubre que la esclava Liu lo sabe, ordena que sea torturada, pero Liu prefiere quitarse la vida antes que traicionar a su amado. Tanta devoción conmueve a la gélida Turandot aún a sabiendas de que está perdida pues ignora el nombre del príncipe. Entonces aparece Calaf, para revelárselo el mismo en un apasionado beso poniendo su destino en manos de la princesa. A la mañana siguiente, cuando el Emperador, su corte y el pueblo se reúnen para conocer el desenlace, Turandot anuncia con orgullo que conoce el nombre de su pretendiente. Transcurre un momento de máximo suspenso y luego, mirando a Calaf, proclama que su nombre es Amor. El comentarista radial añade, a sus puntuales acotaciones, una final: al contrario que en la mayoría de las óperas, el dúo amoroso marca el fin y no el comienzo de una gran pasión. Rabia, furia, iracundia, desafuero, siente Sara al volante y espeta: Ay Turandot mataste a Puccini a sangre fría. Le invadiste la garganta con un tumor, ¡vengativa, fulminaste su corazón! Sabías que te conocía demasiado pues eres la fibra de su propia vanidad y por eso son pocas las sopranos capaces de interpretar semejantes desgarros vocales. Pocas veces ha tenido Sara mayor certeza que ahora, la literatura es ingeniería qüómica (química y cómica con diéresis intercalada y acento esdrújulo), es el estudio de las pasiones humanas, como si nobles metales fueren, sometidas a apremiantes condiciones de temperatura, presión, fusión, fisión, explosión. Apenas llega a su casa coloca a Puccini en una centrífuga y describe: Luego de dos fracasos consecutivos, con La Rondine (1917) e Il Trittico (1918) Puccini está resuelto a cambiar el curso de la ópera. Concibe a Turandot para invertir por una vez la estructura narrativa y enriquece su música con matices exóticos, influencias impresionistas y con un homenaje muy particular a Wagner a quien admira profundamente. Pero lo que en verdad lo desvela es el gran finalle de Turandot. En octubre de 1924, Puccini le escribe a su libretista “creo que podemos lograr un gran pathos si luego del beso, que ha de ser largo, Calaf le dice a Turandot que ya no le importa morir, y él mismo le revela su nombre en la boca”: Puccini está obcecado, desbocado, un tumor le ata la garganta. Es así como muere infartado y casi mudo, el más grande compositor verista de la ópera. Giacomo Puccini enalteció a su Turandot hasta los límites de la utopía y murió por ella, dejándola inconclusa. Pero había legado en manos de Franco Alfano, su amigo y conocedor, suficientes datos para que éste pudiera concluir su obra adecuadamente (¡qué palabra tan tibia!). Aún existen detractores que consideran que Turandot debe concluir inconclusa y sin final feliz, es decir con la muerte del compositor y el sacrificio de Liu, ambos víctimas del dúo protagónico. La obra se estrenó en la Scala de Milano, el 25 de abril de 1926 bajo la dirección de Toscanini quien depuso la batuta al concluir la última nota compuesta por su amigo Puccini. Pero ¿qué cosa arde titilante como una llama cuando un hombre sueña con conquistar?. Sara responde a este segundo enigma de Turandot: la sangre; y luego al tercero: ¿que cosa quema siendo helada y convierte en rey a aquel que acepta ser su esclavo?: Turandot, Turandot Turandot. Puccini expiró hasta el último aliento por la fama de la princesa china. Turandot y Calaf resultan triunfadores y se imponen en el mundo entero con final feliz y aplausos. El corazón de Sara se contrista: ¿no es verdad toda apariencia?

   Lucía en su enojo subtrama el paseo a Bougival. Escucha voces en su interior, la mayoría de las veces susurros incomprensibles, pero ahora siente el virtuosismo de un violín mágico, ciertamente el de Paganani, sin duda interpretando la Sonata del Diablo de Tartini. La exaltación tensa sus nervios como si de ellos dependiera la afinación del instrumento de Cremona, aquél cuya leyenda sostiene que debe su perfección al sacrificio del amor, del sexo y de la amistad. Se estremece, devenida vidente vivencia la orgía mefistotélica mediante la cual Paganini se vale de las tripas de su mujer, de las de su amante y de las de su mejor amigo para fabricar las cuerdas de su violín y logra tal maestría que es capaz de interpretar todo el trino diabólico en la sola cuerda G, prescindiendo de las otras tres. No es otra la cuerda G que la del sol natural, la del sol al aire, homónimo del astro luminoso, aquel que asegura la vegetación y el agua para que lo humano no parezca detenerse pero también Svástica: sol simbólico de lo oculto, sol teosófico que Helena Petrova Blavatsky (1831-1891), natural de Ucrania, de padres alemanes, rescató de los mahatmas y vertió en libros prohibidos y temidos que Lansky le ha hecho leer a Lucía, en el traspatio de su taller, con el resultado ominoso de hacerla temblar de libertad. Razas y diluvios cósmicos se yerguen en lecturas febriles contra los lugares comunes de lo cotidiano. Eleutherismo es a militancia lo que el arte verdadero al kitsch, lugar común es a genialidad lo que cliché a palabra. Luminiscente misterio el que ocultar sea el verbo de aplicación más amplia entre sus sinónimos (encubrir, tapar, solapar, disimular, esconder, encubrir), los cuales no se diferencian entre si más que en el empleo preferente con determinados complementos. Se oculta lo que no queremos que se vea, se esconde lo que no queremos que se encuentre; en cambio son literarios velar y celar, se refieren a lo inmaterial y tienen matiz atenuante. De incógnito y clandestina, luz. No es la primera vez que Lucía escucha el violín diabólico: en Besarabia, de niña, los rumores fáusticos cobraban fuerza durante las noches heladas del invierno y socorrían la insaciable fantasmagoría. Besarabia es a Bucovina lo que Moldovia es a Ucrania, patria chica de Helena Blavatsky, la autora de los relatos de horror que se cuentan desde hace un siglo para reencarnar a los muertos. Sara emerge a los fueros de la razón con lógicas preguntas aplastantes: ¿cómo mató Paganini a sus víctimas, o acaso se prestaron ellas al sacrificio por amor? Le huye al drama anecdótico, pero sucumbe por su siempre desproporcionado raciocinio. Al no hallar respuestas contundentes se embelesa con otras: Paganini y Turandot, Drácula el primero, vampiro la segunda, mefistotélicos en su meta de alcanzar a todo precio el conocimiento y el placer, en su voraz deseo de alimentarse con el alma humana, de aspirar la energía y de residir más allá de la espesura de su propio cuerpo. Seres gravitacionales, engullidores de otros, sanguinarios, feroces, crueles y virtuosos intérpretes de la condición humana, que sea en la cuerda G de un violín de Cremona o en la cuerda vocal de una soprano endemoniada. ¿Es posible morir y aún seguir en vida? ¿no es apariencia toda verdad?
   Carlos, por su parte, vive su propio trance camino a Bougival: a sus escasos veinte años ha de tomar decisiones políticas de alta factura y para ello debe reconstruir minuciosamente cada segundo de la muerte de su padre: analizar, jerarquizar, sortear las dificultades y las presiones que ejercen sobre él sus mayores, sus superiores y su conciencia. Evocarlo siempre le disloca la razón, querría más bien invocarlo y que acudieran juntos a la reunión de Bougival. ¡Cuántas veces espió a su padre sentado a cualquier mesa consultando a los espíritus! Un rictus de inmutable concentración se dibujaba siempre en sus ojos y de sus labios fluían palabras en un idioma para él incomprensible. Catorce años estuvo preso Román Delgado Chalbaud en las mazmorras de La Rotunda, pudo el niño exiliado en Europa inventarse un padre de papel y emular una causa distante. Palabras inconexas dieron cuerpo en su mente infantil a un mapa mítico en cuyo Norte se ubicaba el Avila, una montaña más mística que geográfica, como los son todos los linderos. Una y mil veces cometió parricidio, enamorado como estaba de la feminidad que lo fragilizaba. Esperaba con recelo el regreso de su padre, temía perder el cetro con el que las madres solas coronan a sus primogénitos. Él, rey de los afectos y de los efectos, podría ser defenestrado por su padre como en un mito invertido Poedi Poedi Poedi Poedi Poedi Poedi Poedi, mas no por ello ansiaba menos su regreso. Consumar tragedias equivale a enmascarar personas, que regrese pues el padre heroico, sobreviviente del inframundo carcelario. Un vago recuerdo infantil lo reconstruye parco, ocupado en las finanzas públicas, en los grandes proyectos económicos, en alta política, en compromisos sociales y militares. Una y mil veces ha escuchado versiones desencontradas que describen al hombre poderoso que fue privilegiado del régimen como hacendado y como fundador de la Compañía Nacional de Navegación Fluvial y Costera, un potentado que inició su ascenso en las filas del dictador que precedió a Juan Vicente Gómez. Ha oído decir de él que fue entonces un hombre duro y cruel y que supo encompadrarse en cuerpo y alma con un sistema de vida de ascensos vertiginosos, de corrupción galopante y de represión desaforada. Fue un amigo de su padre, liberado un lustro antes que él de La Rotunda, José Rafael Pocaterra, quien le contó algunos pormenores del desgarramiento paterno. Quiso saber entonces, el adolescente que escuchaba, cómo conspiró su padre contra su compadre y por qué, pero la narración del señor Pocaterra era siempre fragmentaria. No pocas veces pensó el muchacho que se le ocultaban hechos, que se le negaban datos, que se confabulaba una historia para fabricarle una memoria seccionada por retazos apenas hilvanados, en la que se enaltecían las virtudes viriles del mártir: “Es inexplicable cómo está vivo Román Delgado Chalbaud. Sus movimientos son bruscos, su mirar, negro y vivo. Su desgracia, su energía, su actitud varonil y ecuánime le han reconciliado con la opinión pública fuera y con sus adversarios adentro. Expía haber escrito con su fortuna, con su posición y con su vida la primera hoja de servicios, en su breve y aturdida iniciación política. Haber conspirado contra el Benemérito”. Así le describía el amigo al padre ausente y cuando él pedía detalles acababa sintiendo un nudo en la garganta al escuchar los más infernales y los menos esclarecedores: que comían un potaje de seis u ocho cucharadas de granos picados, en salmuera, lleno de gorgojos; que en ocasiones hallaban fragmentos de plomo, pedacitos de vidrio, alfileres disimulados entre trocitos de plátano verde y que hubo de pagar, su padre, enormes cantidades de dinero para recibir semejante rancho; que su padre había sufrido de difteria; que para el dictador era un gran negocio mantenerlo preso para despojarlo de su fortuna, que. Quiso saber entonces el muchacho si su padre lo había nombrado alguna vez, si lo recordaba… y le contó el señor Pocaterra lo difícil que era para ellos comunicarse, cómo perforaron durante semanas las paredes valiéndose de sus uñas para abrirle resquicios a las palabras. Pero una vez llegó a contarle que su padre se había convertido en el protector de un niño que tendría su misma edad y que además de desnutrido y maltratado era analfabeta, que lo habían arrojado a las mazmorras sin contemplaciones y que llegó a decirle papá a su padre. Tal vez para aliviarle el tarugo, Pocaterra le habló ese día del perro de su tío Miguel, que también estaba preso. Pero fue cuando le contó lo del juramento que le hizo Román, el 28 de diciembre de 1921: “ si salimos los dos vamos a la guerra, si sale Usted y me quedo yo, aguárdeme” cuando Carlos tomó la determinación de unir su destino a la de esos bravos hombres contra el yugo lanzados. Recuerda ahora, en el trayecto hacia Bougival, el momento en que el héroe franqueó las puertas parisinas de la libertad, en abril de 1927, dejándose ver de nuevo aquel padre de la primera infancia, parco, ocupado en las finanzas, en los grandes proyectos económicos, en alta política, desde el mismo momento de su llegada, para darle forma y llevar a los hechos su palabra empeñada. El de carne ejercía una paternidad vehemente. La autodeterminación le venía de dos fuentes igualmente poderosas: la de proveedor de los fondos necesarios para fraguar una expedición marítima para acabar con la dictadura y de una fuerza espiritual nada convencional. Pocaterra se había cuidado mucho de advertirle al muchacho acerca de algunas prácticas ocultas que se desarrollaban en La Rotunda, pero Carlos había visto a su padre, cuántas veces, sentado a cualquier mesa consultando a los espíritus. Un rictus de inmutable concentración se dibujaba siempre en sus ojos y de sus labios fluían palabras en un idioma incomprensible. En verdad fue a Cecilia Pimentel, hermana del Capitán Luis Rafael Pimentel, otro preso de La Rotunda, a quien le escuchó los detalles de esas cosas que se volvieron más frecuentes después de la liberación de Pocaterra. Entre los libros que se pasaban los presos, hubo uno de una tal Madame en el cual se relatan asombrosas convivencias con espíritus, y otro, específicamente de médium. Asombrosos relatos encendían en Carlos el deseo de participar en semejantes rituales. Comedido, respetuoso pero tan ávido como firme, Carlos testimonió las visiones, los oráculos, las premoniciones, los fantasmas y cerró filas con su padre en una lucha frontal y mortal por el destino. Narcotizados ambos por las flores de Idus e investidos de cesarismo se embarcaron, en Polonia, en el vapor Falke con un puñado de fieles, entre quienes se encontraba Pocaterra, y otro de mercenarios apenas conjurados mediante las imprecaciones quiméricas de videntes arrobados por designios zodiacales. Román como José Antonio Páez (durante la guerra por la Independencia) era devoto de las ánimas benditas y si el primero se salvó, en más de una ocasión, de ser fusilado a manos de los realistas porque una emboscada fantasmal desvió las fuerzas enemigas, el segundo estuvo seguro, hasta su último respiro, de que aparecerían esas mismas ánimas benditas, apenas desembarcara en Cumaná. No hubo de esperar otros refuerzos, caminó seguro contra las balas gomecistas blandiendo una bandera de Venezuela desflecada y recibió la muerte como salvoconducto hacia aquella otra vida desde donde no tardó en aparecércele al hijo en calendas como ésta misma camino a Bougival. Fue Lucía, la displicente, quien al derrochar una mirada oblicua en él, conductor, descubrió justo a tiempo que manejaba con los ojos cerrados y fue su grito de mujer marginada del volante el que los salvó de un incidente, el mismo que Sara está a punto de provocar embalada como anda en busca de hombre. Desolada intenta llamarlo por teléfono pero no se atreve a hablar, escucha aló aló aló del otro lado del auricular y se convierte en nadie al no responder. En nadie para protegerte de mi, la que retroalimenta tus neurosis, símbolos que se enredan como hebras torcidas de inacabables introspecciones. No somos nunca lo que somos. En algún espacio indeterminado toda naturaleza transformadora absorbe lo diáfano. Querría confiarte, hombre, mis ausencias. Es que esta vida que tengo es prestada, simplemente no logro devolverla. Me la encomendaron a mediados del siglo XX porque alguien no sabía qué hacer con ella. Entonces ocurrían cosas así en el mundo, corrían como locos los nigromantes, buscaban convertir el plomo de las balas en oro, paz y progreso, y la vida adquiría tales proporciones, tal compromiso, tal entrega, que algunas, concebidas en tránsito, en diáspora, en éxodo, quedaban sueltas. Eran vidas apuradas, abonadas con sangre ordeñada por los fascistas, eran vidas concebidas en posiciones migratorias. Muchas, como la mía, fueron entregadas en consignación sin aclarar, por falta de jurisprudencia, pero también por la premura, las condiciones del préstamo. Estoy cansada de pagarle intereses a acreedores invisibles que me cobran sacrificios sin jamás puntualizar una cita ni dar la cara. A veces los presiento en lugares tan convencionales como el consultorio del dentista y que la vida me huya en un dolor neurálgico sin dejar ningún rescoldo de comprensión. Otras me rindo al sobresalto errático de la dualidad amorosa pero acabo abrasada en mi propia incandescencia. Imito ademanes, pretendo burlarlos, pero siempre dan conmigo. Me han despojado de toda identidad, personalidad y coraje. América nos acunó a los portadores de vidas prestadas sin reparar en nuestros bagajes. No hubo entonces jefe civil, ni funcionario de aduana capaz de advertir que venían de contrabando testigos silenciosos del mudo préstamo a quienes no podemos reconocer, ni denunciar, ni enfrentar y ante quienes sucumbimos con desgarros como si fuesen invisibles alambres de púas cercándonos. No se, hombre, porque me empeñó en el uso sostenido del plural gramatical, acaso para reivindicar alguna pertenencia, llevo meses tratando de engañarme, pero no hay tal. Se que vivo en exilio unívoco, que no conozco a nadie ni nada y echo una mirada principiante a cuanto me rodea. Me refugio en el siglo XVI, alejada de todo, y me postro con la lectura de la poesía de Shakespeare. Haberme bajado del tren finisecular me permite ciertos devaneos: observar desde mi ventana la devastadora sequía y suspirar por la completitud. Pero es este un exilio perverso, privado de fantasía, porque la realidad se impone y me impide inventar las virtudes de la matriz. Si el escarabajo de Kafka hubiera vislumbrado las vicisitudes del virus que soy, le habría escrito una oda a su padre. En verdad prefiero la novela a esta vida prestada que se va prolongando tanto que ya parece mía. Sería más fácil culpar a mi siempre frustrado deseo de escribir, atribuirle a mi intelectualismo la cosecha de esta historia triste y no desear tan a menudo la muerte, de todos modos el presente atrae el presente y el recuerdo es no.

Contra Vida Contra
Lo primero fue la boca para aprender a callar
Gas
Los ancestros vienen por lo suyo
Coagulo

Intento sortearle el trueque a la vida cotidiana ahora convertida en carcoma del poder de decir porque las palabras se enemistaron conmigo, me persiguen, me atormentan, se desdoblan en ecos perennes. Las oigo crepitar por todas partes, siempre las mismas, siempre iguales, fútiles, vacías, vacuas, pronunciadas al unísono por huestes uniformes. La dicha me venía de ese lugar acústico que eran nuestros encuentros. El país se nos convierte en un laboratorio social y político anclado en un trasnocho. Enhiestos académicos protagonizan la historia con parlamentos y guiones estudiados durante años en los enclaves del idealismo anacrónico. Los periodistas ocupan puestos de burócratas y viceversa, con el resultado insultante de convertir la semántica en inferencia del poder. El presidente se desdobla en varios y cada uno de sus múltiplos maneja un discurso y una retórica propias, es así que se me eriza la piel al oírle decir que: Somos una raza pura provenientes de los kariñas que hemos dado pruebas de nuestra grandeza y que somos además hijos de Bolívar con vocación de gesta libertadora para toda América Latina. Lo dice con la mano en alto y cantando el himno nacional al unísono con el pueeeeeblo. Me da pena la semejanza con los discursos de Hitler y yo, pobre de mí, hija de Lázaro, reviviente de la Segunda Guerra Mundial, la que siempre se pregunta qué hubiera hecho de haberle tocado la intolerancia, me vuelvo sal en agua. Se trata de silogismo analógico. Vivimos el mundo tautológico donde nada dignifica el signo ni significa lo digno.
Para expiar mi impertenencia, salgo del claustro en busca de palabras ajenas y luego regreso a mi sitio con las ideas fragmentadas que percibo. He escuchado sobre Heidegger por boca de un filósofo alemán, a cuya conferencia asistieron boquiabiertos poetas, catedráticos y psicoanalistas para hallar en el aburrimiento una dínamo y en la ansiedad una catapulta. He oído de Max Weber, Goethe y Thomas Mann por un conferencista de la Universidad Complutense de Madrid. Identifico una búsqueda europea de hurgar en los poetas y filósofos alemanes la esencia del self de Jung, del superhombre de Nietzsche, de Wotan, con música de Wagner, en tanto víctima de su propio libre albedrío. ¿Otras conferencias? : las de los escritores invitados a quienes he visto sometidos a los rigores de una sala de la Biblioteca Nacional sin aire. Ellos hablan de sus infancias, de sus metas, de sus influencias, y yo, totalmente introvertida, regreso a mi exilio para compartir con Maurice Blanchot su admiración por Kafka. A veces, como en el recital de Elizabeth Schön llego a sentir calidez. La señora de ochenta años es una hermosa abuela capaz de describir la realidad con imágenes fantasiosas y de crear fórmulas universales sin apoyo alguno en la realidad. Pienso fotografiarla tocada con los sombreros de mi Elizabeth, la mía, la que no se llamaba bella (como ésta en alemán), sino juez en húngaro y no llegó a tener nunca auditorio para leer sus poemas ni recuerdos del mar de Puerto Cabello, sino del puerto fluvial en el Danubio, donde, por ahorrar balas, ataban a los judíos por grupos y le disparaban sólo a dos o a tres para que al arrojarlos al agua los muertos arrastraran a los vivos hacia el ahogo colectivo. Oh, pero se hace tarde, Lucía y Carlos están a punto de llegar a Bougival sin aventurar conciliación alguna; llenos como lo estamos todos de nuestros propios fantasmas.


































Sara inventa respuestas de hombre. Posesa encantada abstraída, alucina lo poco que le resta a la noche.

Sinoidal ola añil
Fortissimo azul tangencial
Gas
somos en fuga

   Suena a reventar el alarma del remordimiento, las quincenas traen consigo inconvenientes insalvables, pagar las cuentas con qué si se ha estado transgrediendo toda responsabilidad laboral. Sara pretende resarcirse, no aplazará más la entrega de las fotos de la primera comunión, con lo que le paguen estirará por unos días el envión literario, antes de comprometerse más formalmente con otro trabajo, si es que lo hay. La recesión y el desempleo galopan desbocados Pasa revista minuciosa a su agenda telefónica y descubre desolada que las respuestas no se hayan en los nombres ni en las palabras sino en los valores y ella posee sólo un equipo fotográfico.

Carlos y Lucía llegan a Bougival a esa hora del día en que el arrebol maquilla el paisaje, si callan ahora no es por enfado sino por temor a la cursilería. Subyugan, cada uno a su manera, los efectos secundarios que producen ciertos atardeceres y fingen un epílogo para el malentendido. Cede él: está bien Lucía, llévate el carro. Cede ella al no pontificar. Lo agradece él: me buscas en una hora allí mismo adonde me vas a dejar. Asiente ella. Pero al llegar al lugar de separarse resulta que no pueden porque aún faltan graciosamente dos horas para la cita patriótica sin que convenga deambular y ya se han dado un primer beso de despedida que los ha dejado alelados, sorprendidos, equívocos y hambrientos. Ahora maneja Lucía, el carro y la situación, Carlos ni siquiera presiente que en pocos minutos atará su vida a la de Lucía mediante lazos indestructibles de confidencia. Las dos horas apenas alcanzan para desanudar de su garganta la travesía del Falke, la orfandad y el desperdicio en alta mar del arsenal una vez consumado el drama de la derrota.
   El nudo de Carlos lo tiene Sara en la garganta, una idea secular lo provoca. Reencarnar si, reencarnarse, abandonar los lloriqueos pasivos y tomar la iniciativa, devolver la vida prestada, desheredarse de espíritu, transferirse en carne: ojos para que otro más miope que yo crea ver; pulmones para estirar el estertor de un fumador contumaz; hígado, nuevos bríos para poeta maldito; corazón húmero falange grupo sanguíneo A positivo plasma. Hacer la venta a futuro como recurso natural no renovable, gas en el entredicho. Que el provecho de la enajenación alcance para cubrir al menos tres capítulos, que aparezca al fin Harald Quandt, muy joven aún, en estos años treinta de extraordinarios tropiezos subconscientes. Inexisten oficinas de recepción de órganos en vida, penetrar las mafias escatológicas atenta contra una trama ya de por si aleatoria. Fumador e introvertido, Carlos responde con monosílabas a preguntas no formuladas: Empieza con un rosario de negaciones impenitentes de palabra, de acto, de gesto, de mueca, de constreñimiento hasta alcanzar el trance al décimo no, y, luego, se le enrosca en la lengua el sibilino silbido sibarita de la sierpe: “ si, si, si firmé junto con Carlos Mendoza y Raúl Castro una carta, en octubre de 1929, apoyando a Pocaterra en su decisión de zarpar primero y luego de echar por la borda el arsenal que mi padre había comprado de su propio peculio. No había otra opción, el enemigo tenía todas las ventajas posibles, la táctica, la estratégica, la numérica, la de maniobra … yo mismo escuché cuando mi finado padre dijo que al parque, caso de desgracia, podía sucederle todo menos caer en manos del Gobierno. Los hombres han de hacer frente a sus circunstancias, Francisco de Miranda – igualmente traicionado- tuvo al menos la suerte de salvarse en el buque Leander, hace poco más de un siglo, pero traición, deserción, indiferencia no han perdido su significado en la historia, como tampoco lo han hecho los sempiternos mercenarios, desde los fenicios. Lucía entiende cada palabra pero se le escapan los signos venezolanos, Leander no evoca en ella aquella infortunada expedición marítima precursora de la independencia de Venezuela, que los estudiantes de quinto grado de educación primaria deben reseñar desde entonces aprendiéndose de memoria todos los pormenores, sino al amante de Hero, una de las sacerdotisas de la diosa Artemisa, cuyo idilio data del siglo quinto antes de Cristo, en 340 hexámetros y en el que para acudir a las citas con Hero, Leandro atravesaba a nado el Helesponto, mientras ella encendía una señal sobre la torre. Una noche el viento apagó la señal y Leandro se ahogó; el mar depositó su cadáver en la orilla y Hero, loca de dolor, se precipitó desde la torre. El poema alcanzó enorme popularidad y fue muy imitado. Para verificar la veracidad de esta historia, Byron atravesó a nado el Helesponto. Lucía lectora contumaz, como se sabe, lo es también de Byron y puede adivinar la fruición que le produjo aquella aventura extenuante, así como la simbología orgásmica contenida en el arrojo torrencial de Hero. ¡Byron, Lord Byron: aristócrata, iconoclasta, abanderado de la causas inteligentes y orgiásticas, únicas trincheras contra el aburrimiento y la mediocridad!. Con su silencio, Lucía absorbe las miasmas que se destilan del cuerpo que a su lado se abrasa. “Allí quedó tendido mi padre, en el puente, cubierto por una andrajosa bandera, puente devenido él mismo entre los vivos y los muertos, ¿cómo puede ser que estando yo de este lado sea éste el purgatorio y hallándose él ausente interfiera? No en vano lleva el destino un ánodo y un cátodo, un polo positivo y otro negativo para que una chispa arroje luz. De otro modo, sin explosión, ni combustión, no habría de llamarse sino el destino. Mi padre me circula, es con sus ojos que sigo viendo cada día el puerto de Cumaná, la ardentía, y por él que me aso en salmuera en la cubierta de la nave que nos separa. Desembarcamos a las cinco del alba, ese día, zarpamos a las diez, pero sólo será mediodía, cuando muera el tirano y pueda regresar a Venezuela”. ¿Es imposible negarse a quien como Lucía calla? El hermetismo obliga, en su estadio previo, a cierta permeabilidad: habrá ósmosis consustanciales, diálisis, catálisis, fumarolas multicolores. Una verdad asegura que Lucía fue enfermera en París y que Carlos la conoció aminorado y en desventaja a tal punto que no supo enamorarse solo y que fueron dos los venezolanos de buena cuna los que se comprometieron al mismo tiempo con buenas rusas. Magro aporte para la ingeniería qüómica, el que sustancias volubles entren en contacto: acaso un residuo erótico con sabor eslavo, alfabeto cirílico posiciones fronterizas, aura de espiritismo y viraje hacia la izquierda ideológica. Un hombre introvertido y enfermo blanco de los cuidados de una mujer enigmática de sonrisa difícil son materias primas para laboratorios industriales de producción serial, no para este infiernillo alquímico de pipetas y retortas, no para este alambique casero donde se endulzan, para que fermenten, algunos humores, a modo de obtener el aguardiente del toro, aquel que se lidia a primera hora y que se llama así por la cantidad que se bebe durante la corrida. Toro del aguardiente y de sueño culterano, aguardiente alemán usado como purgante por contener tintura alcohólica de jalapa con escamonea. Aguardiente en ayunas, porque estas son horas en que Sara no ha probado bocado y en que arde su bajo vientre. No, si Carlos tuvo un momento de confidencia fue solamente para distanciarse de ella, temeroso del uso que pueda darle ella a su debilidad. Débil ella misma, al no condonarle la deuda de confidencia con una de similar calibre. Podría, cómo no, contarle ahora mismo que ella posee el conocimiento necesario para comunicarse con el ausente. Podría revelarle en este instante, sus facultades mediumnicas, que no son cosas de locos como cree la gente, que ha estado ella en el túnel y no en el puente, como cree él, que comunica con el más allá. Pero calla, deja que el ciervo vaya dejando los rastros de sus cuernos. Buena cazadora, anhela conocer sus hábitos, sus olores, sus obsesiones y manías. Con ello se alivia de las suyas propias. “El almizcle está dentro del ciervo, pero él no lo busca dentro de sí: vaga en procura de la hierba”, lo dijo Kabir, en las postrimerías del siglo XV. Carlos introduce a Lucía en su medio familiar y allí el rechazo transmuta de tal suerte los sentimientos que acaban todos reconcentrados. No es Lucía presa fácil de malquerencias. Ni son permeables las costumbres sociales de las madres venezolanas, aunque vivan en el exilio. Viuda, descuidada por Edipoedipoedipoedi, hela allí desgarrada pero sin perder la prestancia, hela allí alimentando el recuerdo del esposo de papel, que si estuvieras, Román, Carlos te escucharía.
¿Qué ejemplo le está dando esa niña, a las hijas de nuestros amigos?. Ni siquiera conocemos a su familia… .

¡Que s e a g l o r i a d e l T i e m p o   c a l m a r l a c o n t i e n d a!
¿O será su derrota colmar la?

Cualquier obstáculo que perjudica un oficio// Dominación, lugar alto que sobresale de los demás //Fiscal que fiscaliza// Procurador en contra

¿Qué mejores definiciones que las del diccionario podrían ajustarse a la palabra Padrastro? Bordeando su pura y simple acepción de “ marido de una mujer respecto a los hijos llevados por ésta al matrimonio y habidos en otro anterior”, o la figurativa de “padre que se porta mal con los hijos”, la definición de padrastro resulta casi onomatopéyica: retumba por su connotación y ciertamente resuella en la vida de quienes la llevan clavada en la infancia. Harald Quandt, además, ama a su padre, al real y consanguíneo, al próspero industrial que lo ha bautizado en la doctrina cristiana precediendo su nombre con una letra tan ache como la de sus dos medio hermanos, Hellmuth y Herbert, habidos por su padre en un matrimonio previo y para quienes la muy buena moza mamá de Harald, Magda, funge como madrastra. En verdad, Harald, como Carlos, ama a un padre distante, casi siempre ausente por obligaciones financieras, pero nada prohombre, ni héroe, ni preso. El señor Quandt es generoso en marcos, en una época en que la mayoría de los alemanes lucha a brazo partido por la sobrevivencia. Sobre todo uno en particular, un pequeño burgués provinciano, hijo dilecto de una familia laboriosa, para quien el único salvoconducto contra la rutina depauperada radica en la universidad. Cojo por malformación congénita y listo por lo contrario, Joseph Goebbels forcejea contra la pobreza en las arenas movedizas de la literatura, de la filosofía y de la inteligencia. Tres ramas intelectuales que crecen abruptas del tronco del conocimiento pero cuyos brotes raras veces son fecundas en el terreno de lo económico. Tres ramas, además, que en la Alemania de principios de siglo, florecen en el desempeño de ilustres judíos alemanes, valga la redundancia. Helo allí, pues, al futuro padrastro del hijo de Johanna María Magdalena Friedländer, mejor conocida en la historia como Magda Quandt primero y como flamante esposa de Joseph Goebbels después, cuyo apellido de soltera le viene, a su vez, de un padrastro judío proveedor, no sólo de una vida confortable y de una excelente educación (en un colegio de monjas) sino de una premonición semántica: Friedländer, de donde Fried significa paz y Länder de la tierra, es decir “quien proviene de la tierra de la Paz”. De manera que mientras Joseph atenaza sus expectativas literarias frente a brillantes profesores judíos y recibe escuálidas mesadas de su hogar paternalista y puritano, Magda escapa de su padrastro casándose, a los diecinueve años, con Günther Quandt, viudo, veinte años mayor que ella y con dos hijos huérfanos. En Noviembre de 1921, nació Harald: un aliento para la pareja Quandt, un paréntesis en la brecha generacional que los distancia. Las arcas llenas permiten, no obstante, algunos de los desvaríos que suplanten temporalmente la fogosidad pasional. Reuniones sociales y travesías aderezan la vida de Magda. Al menos no se aburre. En 1927 acompaña a su marido en un viaje trasatlántico hasta los Estados Unidos de Norteamérica, con escala en el subcontinente suramericano. Pocas cosas deslumbran más al niño de seis años, que los cuentos que le narra su madre, a su llegada al puerto de La Guaira, acerca de la conquista de Venezuela y de la existencia de un lugar recóndito, repleto de oro, llamado El Dorado. Estallaron en sus oídos de niño vocablos exóticos, que disparaban su imaginación hasta los confines de la aventura, en especial Caracolí como sinónimo, en lengua indígena, de oro. De oro omnipresente: en casas, árboles, ropajes, frutales, armas; todo refulgente, mejor aún que en los libros de Jules Verne. Pero la suntuosidad y el lujo no retienen a Magda por mucho más tiempo, a su usufructo está acostumbrada, en cambio las veleidades de un amor físico pero idealista, real pero fantasioso la embellecen hasta el punto de no poder ocultarlo más. No estalla escándalo alguno, Quandt se resigna flemático, pragmático, aritmético y condiciona la separación allí donde más pueda dolerle a Magda. Nada nuevo ni original el que los hijos de las parejas divorciadas sean empleados como señuelo. Günther está dispuesto no sólo a ceder la patria potestad de su benjamín sino que le asigna a la madre tan generosos ingresos como para que puedan vivir sin privación alguna, en un hermoso apartamento ubicado en una elegante urbanización del oeste de Berlín, cerca, muy cerca de la villa paterna. Ah, pero Harald vivirá con su madre sólo hasta los catorce años, cuando fisiológicamente abrace la hombría y requiera la imagen paterna en carne, hueso y espíritu. Más aún, si Magda llegase a contraer nuevas nupcias, el hijo regresaría inmediatamente a la custodia paterna. No poco habrían de cavilar Magda y Harald ante semejante enunciado de cuento de brujas. El primogénito de mamá miraba con ojos aviesos a todo aquel que se le acercara y dirigía todo su encono, como es natural, a Viktor, el causante de la separación de sus padres: un estudiante universitario de muy dudoso proceder y aún más inquietantes ideas. Viktor estaba envuelto en un ala de misterio, algunas palabras adquirían peso molecular en su boca, al menos cuando recitaba los poemas de Heine, que Magda escuchaba con embeleso, sin sospechar en la perfecta cadencia del romanticismo alemán ningún metamensaje, no había en aquel embeleso ningún atisbo de rebeldía ni tampoco osadía alguna, nadie auscultaba aún los recónditos orígenes de un escritor germano por excelencia. Era perfectamente válido que Heine, junto con más de 250.000 judíos centro europeos se hubieran acogido a la cristiandad como boleto de entrada a la comunidad europea, pero estos temas no agobiaban a los amantes. Todavía. Nada parecía amenazar la deleitosa familiaridad entre ellos ni la vecindad con un padre ideal: aquel que paga las cuentas y se ahorra las cachetadas. Magda por su parte, gozaba de una libertad mundana al tiempo que reconocía los designios de una nueva incompletitud: la felicidad sin sentido. También su premonitorio apellido de soltera, la empujó a participar en una manifestación del partido Nazi, en el Sportpalast, en plena campaña electoral de 1930. Goebbels a la sazón ido a más luego de una interminable temporada en el infierno literario, burocrático, pequeño burgués y de regreso de fallidos y humillantes romances signados siempre por su déficit económico, llevaba junto con un descollante Adolf Hitler, la voz cantante.
   Astuta, Magda era astuta. Supo mantener al filo de la navaja el interés de su joven amante confrontando su idealismo con las nuevas ideas que la engolosinaban. Le ocultaba Viktor su incipiente militancia nacionalista alemana, como le ocultaba él a ella la suya. Arlossoroff, ése era el apellido de Viktor, apenas un detalle nimio cuando se trataba de discutir acerca de nacionalismos. Parecían coincidir, cuando en realidad se estaban convirtiendo en contrincantes, más que eso, en enemigos. Ambos se afincaban en las virtudes energéticas contenidas en el fuero cultural de las naciones, en la individuación de los pueblos, en la cooperativización de los medios de producción, en el estado colectivo en sesudos análisis culturales y civilizatorios. Pensaba él en Ben Gurion, y ella en Goebbels. Viktor ignoraba que Magda había recogido esas ideas en el Sportpalats, Magda desconocía que Viktor fuera Sionista. Un nuevo arrebol teñía el rostro de Magda, el magnetismo que sobre ella ejercieron Goebbels y Hitler desde el primer momento, devaluaron vertiginosamente los poderes seductores de Viktor, viril sí, contencioso, conspicuo, pero limitado a la intimidad y al anonimato; poco, comparado con aquellos próceres del verdadero nacionalismo alemán, capaces de restaurar una grandeza y una soberanía enaltecida y de convertir el país en Gran Alemania, en Tierra de Paz de la cual sus hijos pudieran sentirse orgullosos oriundos, es decir Friedländer en la base del hipotálamo. El primero de mayo de 1930 Magda se inscribió en el partido y Viktor evaneció. ¿Evaneció? No, no existe tal desinencia verbal para una palabra que no llega a ser más que sustantivo, o a lo sumo adjetivo, en cambio Viktor, como el sionismo, fueron verbos de acción y reacción y también de flexión y reflexión. Los amantes se vieron por última vez sin saber que se despedían. Anudaron sus cabellos, cada hebra de las de ella, con eme intercalada, fue hembra rubia depiladora de rizos masculinos, dragondrina inhaladora de fuegos fatuos. Allí donde sospechó luz aspiró vigorosamente los humores y halló en ellos poderes alucinógenos, detrás de sus párpados se tornó violáceo e inaudible el semita y fue ella totalidad absoluta, unívoca, universal, cosmogónica. Él, penetrado por tal multiplicidad, fue hombre y mujer al mismo tiempo y comprendió sin haberlo aprendido jamás que “incumbe al hombre ser siempre femenino y masculino”(palabras antológicas del Zohar). Siendo ambos como fueron, durante segundos, seres andróginos y hermafroditas accedieron a Arcadia y guiados por Hermes y Afrodita hallaron en Eros el pulso.
   Más temprano que tarde, la bella y culta señora Quandt descolló en la organización de mujeres como voluntaria y pronto ascendió por su prestancia a la sede principal del partido. Al principio caminaba propulsada mediante el carburo altruista del género femenino. Había un intercambio estrecho entre el toque de distinción que ella aportaba y los intermitentes dividendos que percibía. Por su prestancia, la política se abrió dignamente a otras mujeres de la clase pudiente, era pues una suerte de trabajo socialista voluntario con el encanto vespertino de la vida en sociedad. Otras señoras igualmente distinguidas y elegantes se rindieron al tributo de una causa emergente sin escatimar diligencias en procura de fondos. Un toque de distinción en aquellos forcejeos retóricos que no pocas veces estuvieron custodiados por reyertas fríamente calculadas por adelantado, para atraer la atención de la prensa y por ende de la opinión pública. Se incriminaba a los comunistas, el partido mayoritario más antagónico, pero también el de mayores simpatías judías. Magda lo entendía perfectamente: Alemania para los alemanes, o mejor dicho la Gran Alemania para los alemanes. Que los bolcheviques hagan patria en la Unión Soviética y los Judíos evanezcan. Esa ideología se dejaba colar, como si vino fuese, por los intersticios de su alma y le producía el mismo efecto embriagador, tanto más cuando Goebbels comenzó a dirigirle personalmente las flamas de sus discursos. El lisiado petimetre provinciano subía los peldaños de su meteórica carrera política poniendo en jaque a sus contrincantes por su cada vez más pronunciada cercanía con el Fuhrer. En su ascenso ambos prohombres se volvían interdependientes, a veces obraban como uno y el mismo hombre, una quimera de dos cabezas, las cuales en su fusión creaban la tercera: el superhombre. Se complementaban en el común resentimiento. De poco le había servido a Goebbels su carrera literaria, acaso menos aún que la artística de Hitler. Si el primero se irguió con algunas letras, el segundo fue expulsado del colegio por su bajo rendimiento, si el primero huyó de los espejos para no confrontarse con su estatura ni con su pierna entumecida, el segundo se autoproclamó artista plástico, pero ni el primero con tres o cuatro dramas novelados en su haber ni el segundo con numerosos borrones, llegó a ejercer la profesión emprendida, en cambio, ambos convergieron allí donde la imagen y la palabra reverberan en un eco continuo. Escritor y artista eran, sí, y Magda se enamoraba. Subyugar, subyugular, a decir de Albert Speer, el arquitecto del nacional socialismo que se imponía, las mujeres de los mandatarios eran mucho más dignas que sus maridos, acaso fuera Magda la pionera en tragos largos al autocensurarse los recuerdos en pasión fecundos y acceder al cortejo de Goebbels, un galanteo retórico y retorcido en el que el amor a la patria condicionaba las caricias y los juramentos. Una arritmia pueril, como de susto post tremendura, como de examen oral, se apoderaba de ambos cuando en medio de dos tareas partidistas, insertaban una proclama privada y mirándose gravemente a los ojos posponían sus urgencias hasta el advenimiento de la Gran Alemania. El menudo sacrificio adquiría proporciones heroicas en boca de Joseph: No podría perdonarme si la felicidad personal se adelantara a la colectiva, sería lesa traición a nuestros ideales anteponer nuestros sentimientos a nuestras más profundas convicciones. Oh amor mío, que este sacrificio de amor alimente nuestro entusiasmo, fortalezca nuestra entrega, embellezca nuestra pasión. Inmolarnos sería inútil, amolarnos en este fogoso proceso revolucionario engalanará nuestra unión, la acorazará. No habrá orgía más extraordinaria que la del pueblo alemán y sus líderes, tampoco habrá cópula más fecunda. Y asentía ella con lágrimas contenidas, sin palabras, temerosa de revelar en el temblor de su voz conmovida su propia taquicardia y la humedad que le teñía de rojo la entrepierna por debajo de su falda de talla perfecta. A borbotones prorrumpía en sus vísceras una falsa menstruación, una hemorragia de alborozo, el deseo de donarse, hasta la más extrema anemia, a la causa apalabrada de Joseph Goebbels, el insigne orador, el puntual glosador. Su hijo Harald la vio llegar en vilo, en estado alterado, sangrando. En vano quisieron engañarlo con subterfugios las ayas veteranas, el niño dominaba los embustes con prestancia. Para beneplácito de los adultos, les hizo creer que triunfaban con sus inveteradas versiones fantasiosas, asentía graciosamente, fingía, se diría que hasta se divertía. Que inventaran lo que quisieran: manchas de pintura roja de las que se usan en las pancartas, polvo de ladrillos frescos de la que se emplean en la construcción de las empalizadas que aíslan los guetos. Harald conocía la sangre de cerca, la había visto escupir, brotar, fluir, manar, chorrear, surgir, revenirse, rezumarse. Rondaba los diez años, mucho más le intrigaban entonces otros flujos, otros humores: el semen que sus compañeros llamaban leche, y que todos se esforzaban en eyacular. Un verbo mucho más complicado que sangrar a menos que se tratara de un acto simultáneo, como desvirgar. Cuando Harald logró colarse en la habitación de su madre, la encontró repuesta y acorazada contra cualquier inquisición. Una soterrada vanidad alejaba a Magda de la mundana maternidad, se gestaba en sus entrañas el germen de la nueva Alemania. Mas en un respingo volvió a ser ella misma, la de antes, la de siempre y abrazó a su pequeño con ternura frenética. Por encima del Channel, Harald reconoció el olor herrumbroso de sangre detenida y sintió el fuetazo de un escalofrío. Magda confundió la reacción infantil, se sintió de pronto atemorizada, rechazada. Para remediar el posible gazapo, Magda disfrazó de confidencia, una revelación que era ya vox populi, y nombró a Joseph Goebbels con voz angelical, como de anunciación. Se diría que hasta contorneó los ojos y acabó diciéndole al hijo aquello que él no quería escuchar y exigiéndole además total reserva. ¿Se van a casar?. Ah hijo mío, ese será el día más feliz de mi vida y de Alemania toda. Como vaticinio fue pésimo, Harald hubo de morderse los labios cada vez que le nombraban al tío Joseph y de tanto callar, acabó arrebolándose. Eso fue peor aún. Por esos días Goebbels se esmeraba en descalificar a Herr Ernst Röhm, jefe del Estado Mayor sobre todo para desviar la atención de otro proceso que contra él se cernía al acusársele de ciertos rebusques e imprecisiones relacionadas con las finanzas públicas y privadas. Röhm refulgía en ese momento como anillo para su dedo porque otro tipo de rumores, ¡sexuales!, empañaban su investidura. La fiscalía andaba tras él hasta que finalmente la policía halló en su despacho unas cartas que ponían en evidencia no sólo sus inclinaciones homosexuales sino sus quejas ante la dificultad de conseguir parejas. Goebbels manipuló desde las sombras para allanarle las complicaciones a los investigadores con el resultado conspicuo de regar el chisme y la sorna, los cuales, por supuesto, llegaron a los oídos feroces de los colegiales. Pero el proceso contra Röhm no prosperó sino que tuvo un efecto boomerang contra Goebbels. Ernst sembró una mina de dudas en las relaciones de Goebbels con Magda y llegó a sugerir que el renco estaba más interesado en el hijo que en la madre. La gente, fascinada con la inquina, comenzó a comentarlo hasta el punto de poner en jaque su natural carisma. El más afectado, claro, fue Harald. Sin sospechar siquiera el significado de la palabra homosexual fue victimizado por algunos de sus compañeros. Su talla desmedida, que antes había sido un salvoconducto para andar con los grandes, cazar ratas, espiar chicas y torturar tontos, conservaba apenas la ventaja que le permitía a duras penas desprenderse de las burlas, tanto más pesadas por cuanto había estado alardeando de su proximidad con el poder, una proximidad, según él, casi consanguínea. Desolado, desconsolado, Harald se volvió hosco con la madre y más que huraño con su pretendiente, para quien la situación se tornó intolerable, el chiquillo estaba por arruinar la única jugada posible: Magda. Minusvalidazo en más de un frente, Goebbels logró resarcirse; una fría mañana decembrina de 1931, con Hitler como testigo principal y ataviado con un elegante traje oscuro, el redivivo prohombre contrajo nupcias con la venturosa señora Quandt oportunamente embarazada. El de postergar el idilio hasta la hora cero del Paraíso Nazi, no fue la única promesa incumplida por aquellos días. Harald perdió la cuenta de los desaguisados y renunció a algunos desafueros; su tía paterna, Ello, otrora muro de contención anti goebbeleano devino testigo de excepción durante la ceremonia, la cual, además, tuvo lugar en los predios de los Quandt, y a pesar de las cláusulas punitivas contempladas en el contrato de divorcio de sus padres. Harald fue cedido en prenda y se quedó a vivir con su madre y con un padrastro de estreno, quien, sea dicho, recobró con creces las riendas de la ideología, de la opinión pública, de la propaganda,de la censura, y del determinismo histórico. Harald fue recompensado por su buen comportamiento puntual, se le permitió, ese día, lucir un impecable uniforme de la NSDAP (el partido de Hitler). Con pantalones largos y de un metro sesenta de alto, fue abrazado por la oficialidad y considerado, con una oleosa familiaridad castrense, como fehaciente representante de la generación de relevo. Profusamente edulcorado, Harald gozó ese momento estelar, nadie podría dar fe de lo contrario.
   De todos modos hubo contratiempos sine qua non. Los orígenes de Magda fueron escarbados, pese a su estupenda configuración, a sus diluidos ojos azules y a su tez áurea apenas teñida con leves tonos como de acuarela y guache. Pendía sobre ella el hálito de una duda racial. Mera excusa para poner en aprietos al otrora petimetre lisiado, al mequetrefe, al renco, al bocón por su insignificante familia. Goebbels tiñó de violencia las noticias subsiguientes, produjo y reprodujo incidentes sangrientos que mantuvieron ocupados los afanes informativos y chismográficos de la comarca y al cabo de vivir en un modesto apartamento, fiel a ciertos principios de austeridad políticamente correctos, se mudó al lujoso apartamento de su esposa, en el mejor vecindario de Berlín, dispuesto a codearse con la crema y nata del poder económico, político y social. Harald vio desfilar por su casa a los más altos dignatarios, Magda era, definitivamente, la mejor anfitriona del régimen y Goebbels se convirtió en el gran paladín. El Fuhrer saboreaba allí sus postres favoritos y se engolosinaba con los argumentos empalagosos de Goebbels. Magda compartió con su marido el sabor hipnótico del poder, ambos cayeron en estado cataléptico. Cada uno tenía sus buenas razones para hallar en el judaísmo el trinitrotolueno necesario para una ignición colectiva. Goebbels proclamó públicamente “el fin de la era del hiperintelectualismo judío” y la consecuente descontaminación de la cultura alemana de toda esa “basura”. Magda, paradigma de la nueva mujer alemana hizo su primera alocución radial el 14 de mayo, en ocasión del Día de la Madre. Bella, bien dispuesta para la digna reproducción de la raza aria sin una mácula de duda, fue bálsamo y lubricante amortiguador entre las asperezas propias de los mandatarios masculinos. Helga, la primera de los cinco hijos de Goebbels, todos precedidos por el sonido de la jota, igual que los hermanos Quandt, nació puntual, según el calendario lunar, es decir a destiempo, pero ya para entonces nadie tenía la autoridad de sacar cuentas ni de desprestigiar al doctor Goebbels, ocupados como andaban de campaña, en comicios, elecciones, sufragios, conteos y descuentos. Helga, la recién nacida hizo las delicias de Hitler, del Fuhrer, de la jota mayor. Inmersa en onomatopeya, entre Helmuth, Herbert, Harald, Helga, Hilde, Helmut, Holde, Hedda, los años, los hijos y los hijastros hacen de Magda una diosa teutona, una figura wagneriana, un drama operático. Trompetas y voces oscuras le anuncian desde el fondo de su alma el robo del anillo de los Nibelungos, ha perdido la libertad, la autonomía, el espacio vital para expresarse. Presiente que sólo podría ser salvada por un héroe ajeno a sus entrañas, es decir por un extranjero. Sueña clandestinamente con Víktor, que sempiterno joven, fogoso y librepensador, viene a rescatarla del secuestro al que se ha prestado voluntariamente y cuyos más notables efectos secundarios son unas nauseas permanentes y una anemia crónica. Víktor aprovecha los amoríos de Goebbels con una actriz checa que lo tiene enajenado y rapta a Magda sin su consentimiento, pues cómo podría ella abandonar a sus hijos. En el sueño, Magda nunca llega a ver la poción narcótica que la adormece hasta alcanzar la inconsciencia. Fieros leones la sacan del letargo para confrontarla en el sueño con sus responsabilidades y con la grosera infidelidad de su marido. Entonces reaparecen los mitos para señalarle caminos sonoros, pues no otra cosa es la H en la notación anglosajona que la séptima nota de la escala latina, es decir el SÍ. Si para que ocurra la transferencia, si para devenir Medea y premeditar, en la profundidad onírica, la muerte de todos sus hijos, si. Eurípides alucinado, Séneca redimido: Magda envenena a sus hijos con cianuro y sólo lamenta no haber sido aun más fecunda para ofrecerle a su marido más víctimas. Tras semejante pesadilla amanece siempre inapetente, por lo mismo se vuelve también insomne y, claro, tan depresiva que Goebbels la considera un irredimible fastidio. Dormita más bien durante el día cuando puede contener ciertas alucinaciones. Así suele verla Harald, en sus cada vez menos frecuentes visitas a la casa Goebbels. No median entre ellos confidencias, Harald detesta la fragilidad, está en pleno entrenamiento militar y numerosas veces se reportan quejas de sus superiores por su desacato a la autoridad, Harald no se conforma con las ordenes, prefiere hacer su propia justicia, con el redundante beneficio de evocar sus travesuras infantiles y emular a sus mayores. Mas Goebbels, incomprensiblemente para el muchacho, desaprueba esos esmeros. Se lamenta en sus diarios por los dolores de cabeza que le ocasiona Harald con su rebeldía. Harald querría hacerse notar por el padrastro poderoso, crecer a sus ojos, merecerlo, pero Goebbels nunca está presente. Una vez, por el descuido de un edecán, Harald logra leer unas líneas de su diario. Descubre allí un estilo condensado, unas crónicas puntuales de algunas intrigas políticas, y una unívoca referencia al hijastro, en términos reprobatorios. Algo cruje dentro de él, cree por un momento que ha contraído la misma tuberculosis que le restó a su hermano Helmut Quandt. Trago grueso el recuerdo, un hilo fino de hiel se teje como una telaraña en su garganta. Todas las incertidumbres doman su cuerpo impetuoso y le imponen retortijones y arrepentimientos. Se abofeteó, golpeó la cabeza contra las cuatro paredes del baño hasta sacarse sangre, se arrancó los cabellos a manos llenas, pero no logró escupir ni una sola palabra. A partir de entonces los informes sobre el sargento, sobre el teniente, sobre el capitán Quandt fueron siempre satisfactorios, nadie indagó más. Había otras prioridades: la guerra, los campos de exterminio, la desinformación, pero también la vidilla personal ha cobrado beligerancia, Goebbels querría divorciarse, confunde el poder con la farándula, los actores checos Gustav Frölich y Lida Baarova convierten su vida real en guión cinematográfico, blondas, gasas, lino, un poco de fantasía que contrarreste tanta austeridad ideológica y familiar. Querría desprenderse de Magda para deshacerse de su propia imagen reflejada en ese espejo y también de la conciencia que refracta. Ella misma estaba a punto de aceptar el galanteo del joven asistente de su esposo porque, juntos, se crecían. Fueron a un viaje por Italia, con escala obligada en Sicilia, y ambos disfrutaron las explicaciones de Albert Speer, el gran arquitecto del nuevo imperio alemán, sobre los templos de Segesta, Siracusa y Selinus. Decía él que incluso en la antigüedad clásica privaron los impulsos megalómanos generadores de monumentos,¡abajo la moderación! Entonces Magda lograba a veces dormir sin temor de soñar. Pero Hitler no aceptó sus razones, ni autorizó la separación, debían mantenerse unidos como símbolo de la gran Alemania, y de modo que mientras Goebbels se engañaba creyendo poseer a la beldad checoslovaca, Hitler ocupó Checoslovaquia y punto. La imposibilidad de consolidarse en los nuevos amoríos dinamitó la acritud de Joseph contra su mujer, le gritaba, la maltrataba, la amenazaba con quitarle a los hijos. ¡Por encima de nuestros cadáveres! Respondía ella, repostándole a las pesadillas. No bien despuntara el alba iría directamente al despacho del Doctor Ludwig Stumpfegger. Pero cómo hacer para obtener de él la información necesaria para envenenarse junto a sus hijos, con el menor sufrimiento posible, si las cosas llegaran hasta extremos intolerables. En el sueño el Doctor Stumpfegger era un investigador científico tan ávido de información genética como su colega Mengele y la idea de poder contar con media docena de cuerpos puros, de la raza aria, lo insalivaba. Era una probabilidad en un millón de demostrar científicamente la superioridad de la especie. Se relamía los labios y se devanaba los sesos en la búsqueda de una solución perfecta para que Magda y sus hijos murieran sólo lo suficiente como para aplicarles sin dolor los experimentos que ya se habían aplicado a los judíos, para demostrar lo contrario. Si tan sólo pudiera descubrir una muerte temporal para luego despertarlos y presentarlos, como héroes, como mártires, como ejemplos. Durante varias noches subsiguientes, Magda y Ludwig ensoñaban despiertos en el sueño. Para ella sería una venganza fantástica hacerle creer a su marido que había ejecutado la promesa de matar a sus hijos aunque sólo fuera por un momento, para luego robarle el protagonismo histórico, al consagrarse como la más digna representante de Alemania, capaz de donarse en vida y en muerte a la causa del Fuhrer y de la gran Alemania. Para Ludwig ni se diga. Eran tan vívidas las imágenes que al despertar, la Señora Goebbels redoblaba sus esmeros para insertarse en una realidad cada vez más hostil, pero sus esfuerzos sólo eran recompensados al volverse a dormir y al seguir soñando con el doctor Ludwig Stumpfegger que noche tras noche le presentaba soluciones parciales: “una mezcla de morfina con dosis homeopáticas de cianuro” y cuando ella repreguntaba, le respondía él: “con la virtud narcótica de la morfina, no sentirían los niños ningún estrago”. Despertaba pálida, y empalidecía aún más cuanto más entraba el día, pues ver a sus hijos correteando inocentes, le generaba un sentimiento de culpa espantoso, además ¿qué derecho tenía ella de privar al tío Adolf de la belleza de esos niños a quienes profesaba un afecto tan especial, sobre todo a Helga, la mayor, que era la niña de sus ojos? Mientras tanto el nuevo culto ganaba adeptos, la svástica, el águila y Hitler conformaban los pilares místicos de la sociedad que se gestaba. Decapitados como andaban los del santoral judeo cristiano, Magda le rogó al sol y en el trance se le apareció un ave inmensa y maravillosa, no águila, ni león alado sino purpúrea, violácea extremaunción de vuelo vertical, en perenne regreso del fuego sideral. Pronto interpreta ella que vale la pena regresar, pero cambiada. Digna en su rol de primadonna, Magda le canta un aria memorable a Hitler, quien no ha menester de lobby mejor. Con su atronador poder de mando vocaliza un mandato terminal: Goebbels debe acabar inmediatamente con la checa y retomar su vida familiar, emblema de la gran Germania, si fallare, sería condenado por la Patria, el Fuhrer y la Historia, a perderlo todo. Magda no canta victoria todavía, aún no ha cobrado conciencia del poder que se le acaba de conferir, aún anda embobecida con Hanke, el asistente de su marido. Tanto que, aunque acepta las ordenes de Hitler de asistir con su esposo al Festival de Opera, para conservar la tradición anual y diluir los rumores acerca de la vida licenciosa y atormentada de la pareja Goebbels, llora desconsoladamente al identificarse con la pobre Isolda. Incomoda francamente a los hombres, al propio Hitler, a Goebbels, sin verdaderamente proponérselo, llora de despecho con toda la fuerza voluptuosa del belcanto, con todo el histrionismo contencioso, pero, muerto Tristan, fenece en ella, y un rol vengativo, mucho más exigente, se le adueña: Un cruce de Medea con Turandot vindix. Verlo allí, al poderoso Ministro, penitente, colapsado, ulcerado. Que los tormentos le impongan una pasantía hospitalaria, que su delgadez trasluzca. Púdrete en tu soberbia, témete, devén. Mira desde tu infernal reclusión el sacrificio de tu amada, nunca más primera actriz, defenestrada, humillada por el mismo público que hasta ayer la vitoreaba, cuando te ufanabas en mi propia casa, en mi cara, frente a mis hijos, óyelo decir Puta Puta Puta. No le quede ni el privilegio de una huida decorosa. Sea condenada en Alemania, aquí, desempleada, desprestigiada, como corresponde a una meretriz, a una hetera. Purria. Y tú, amado mío, zambúllete en tus propias miasmas, carcómete, carbonízate, imántate, y aún así habrás de responder a este enigma: ¿Cuál es el trampantojo tendido al individuo a fin de perpetuar la especie?. En vano intentó Joseph abordarla, ya nunca más por las malas, Magda, se volvió dura, difícil, nuevamente dueña de sí misma y no se conformó nunca más con frases de cortesía, con zalamerías histriónicas de las que se dicen en voz alta para que sean escuchadas en galería. Ni siquiera con las sinceras diligencias que hizo el desdichado para obtener noticias de Harald, cuando se supo que había sufrido un accidente de aviación. El hombre fue recobrando el deseo a medida que ella lo rechazaba, a medida que creía perderlo todo; fue cediendo, mientras más altiva y también más activa y más arrebolada andaba su mujer y más se hincaba en él el desasosiego. Y no halló ella agrado en palabras fútiles ni en promesas vanas, ni en rosas rojas, ni en el liderazgo político. Sólo en el abrazo consumado encontraría Magda satisfacción, uno tan fogoso como había sido el primero e igualmente fecundo, pues fue de esa unívoca respuesta al enigma enunciado, que nació su última hija, Heide, fruto del amor (renacido).





   




   



























   Una salida afortunada rescata a Sara momentáneamente del encandilamiento siniestro, de la fantástica torcedura de la historia, de la narración inconcatenada, creándole la ilusión de devolverla a su propia vida. Lleva días sin ver a nadie, ya ni siquiera añora una llamada telefónica, hace tiempo que le han cortado la línea por falta de pago. Vive ensordecida por la multiplicidad de voces internas que la poseen. Todas hablan a la vez, las propias y las ajenas, las presentes y las ausentes, los vivos y los muertos.. Saliendo se topa con un chico y lo que comienza con un simple saludo acaba siendo un encuentro, un recuento, alguna simpatía. Ávidas de rescate Sarah, Amiga, Lucía, Magda y Medea todas en una, se dejan fascinar por un personaje real, un estudiante de letras, un muchacho de carne y hueso con ideas propias, que fuma, y a quien le cuelgan las ropas a la mejor usanza juvenil de fines del siglo XX. Rompamos el hielo, confrontemos nuestras versiones de esta mañana en que ambos sacamos a pasear soledumbres y acabamos trastocando, le dijo ella a él con un dejo de coquetería. Tres veces hemos coincidido, siempre circunstanciados, respondió él manteniendo el tenor, como corresponde a buenos letrados. ¡Ay! mísera de mí, testigo de mil representaciones, preveo el desenlace operístico de un drama desde el acto primero y apenas logro contener el bostezo. ¿De qué madera cruje tu costillar y cuáles carcomas te corroen? Cometo deicidio culposo con la fruición del que premedita. Influirte, descascarillarte, desarmonizar tus certidumbres, ¿me permites ensoñar y transformarte a mi antojo? Hete allí roca inerte de cantera urbana, amorfo, confundido en el magma y que sea yo quien te de forma. Yo quien te haga amable y diferenciado. Hete allí joven, apenas grávido, sufrido despojo de la literatura, árbitro entre la Divina Comedia del octavo semestre universitario y el surrealismo ruso. Poeta, por ti mismo maldito. Heme a mí, alma hermafodrita: gozándome tu lectura marginal de La Muerte en Venecia, ser yo misma Tomás Mann, sutil y perverso, devotamente entregado a tu contemplación.
Ajeno a las lucubraciones de Sara, el joven estudiante de letras se sobredimensiona, flanquea por la izquierda a su interlocutora y en el sutil roce de palabras atisba entendimiento:

-- Señora, le leería algunos poemas.
-- Que la mañana nos guíe.

Mejor escenario para el diálogo no hay, andar de pronto en carro en ciudad congestionada, sin retaguardia, sin coartada. Adivinar la mirada del interlocutor, tenerla clavada en un adelante imposible, contener los bríos galopantes de la curiosidad. Siento que me convierto en un inmenso taladro, temo destruir aquello que ando buscando. El puro temor destruye: te doblo la edad y aún te quedo debiendo el vuelto. Pero espera que ahora somos varones los dos, porque entró en esta discotienda, adonde nos solazamos con jazz, una chica fenomenal. Tiene un desparpajo libidinoso en su todopoderosa capacidad adquisitiva. Mientras nosotros, pobres estudiantes de universidad pública, usufructuamos ritmos y melodías, ella compra discos compactos y, lo que es peor, nos ignora. Humos fatuos el que nos mire, en cambio, con sus poderosos pechos, que no por envueltos y recubiertos con franela de la mejor urdimbre, esconden sus pezones punzopenetrantes que nos escandalizan a los dos. Te cedo la iniciativa, entiéndanse ustedes. No logro disimular cierta satisfacción al verte regresar a mí. Pero ¡ qué digo!, si podría ser tu madre. Y he aquí que el sortilegio lo has obrado tu pues soy yo la arcilla mansa que te obedece y que asume tus directrices cinematográficas. En el plano general se desplaza ahora una incesante masa de estudiantes. Ningún frenesí produce ese vaivén preburocrático que signa la vida de quienes habrán de perpetuar lo insignificante. Entonces, un audio en zoom in se aproxima a tu palabra para congelar una imagen exclusiva, hablas de La Lotería de Alejandría, imago subliminal de Jorge Luis Borges, y la pantalla se vuelve cinerama. Apenas se difuminan tus palabras, recobra cuerpo el gran plano general. Ya para entonces hemos regresado a la calle y no se si fui señora, viejo o camarada al regalarte un marca libro, con torres de Gaudí, para que no sigas doblando las páginas de Muerte en Venecia, en una edición demasiado bello objeto. Cuatro inmensos penes desnudos cargados de deseo penetran ahora aquello que lees para que no me olvides.

   -- Señora, ¿le gusta el Duke Ellington? ¿Ha escuchado usted la banda sonora de La Ultima Tentación de Cristo? ¿Vendría alguna vez a cenar conmigo?, ¡Le gustaría que viéramos una buena película alquilada!. Tengo un libro de entrevistas con personajes históricos, es buenísimo. Le ofrezco un vaso de agua, es todo lo que tengo, ah y las fotos de mis afectos en la pared, y mi desorden al que he de renunciar a fin de mes porque no puedo seguir pagando la renta. Y mis poemas, Señora,
E r ó t i c o s.

Las cinco mujeres que poseen a Sara, tienen además nombres de cinco letras. Apura el regreso a casa sin prender esta vez la radio. Otra cadencia se ha apoderado de ella, un afán enumerador. Cinco son los elementos (fuego, aire, agua, tierra y éter); cinco los puntos cardinales (Norte, Sur, Este, Oeste y Centro); cinco la variedad de animales (de plumaje, de escamas, de pelo, de concha, y los de toda desnudez); cinco son los sabores; cinco las chacras que concentran y distribuyen toda la energía del cuerpo humano; la felicidad se manifiesta en cinco expresiones; cinco son también los sin sentidos, que, en apretada formación se estrellan contra el hipotálamo, cuando se quiere y no se logra perder la razón. Te invoco sueño amparador. Que reflote la quintaesencia de la más recóndita fantasmagoría y que se manifieste el rostro de mi alma, el número amoral, la revuelta. Ah mal halla cinemascope, quiero ver el mundo en colores, aunque sólo sean los cuatro sacramentales:

      Ao, aka, shiro, ki
        Ao, aka, shiro, ki.

Verdiazul, rojo, blanco y amarillo más la negrura violácea del innombrable norte, donde reside el paraíso primitivo, el original. Punto cardinal de cinco letras como el oeste donde declina el sol.

   Ao, aka, shiro, ki
   Ao, aka, shiro, ki.
     
   A paso de ganso, a desfile militar, a banda marcial suenan los colores sacramentales alineados ellos mismos al acento japonés, pero luego, se van atando fuertemente a la cintura de soberbios samuráis en devotas ejecuciones marciales, danza de animales feroces, estertores minisilábicos que concentran en el ombligo todo el universo para fundirse en él sin dolor y huir de él sin nostalgia, ni culpa. Ao, aka, shiro, ki
   Ao, aka, shiro, ki
   La búsqueda infinita de un código ilimitado no impide el desarrollo existencial de Lucía Levine. No será la lengua japonesa que ya se comienza a parlotear en la costa oeste de los Estados Unidos de la América muy pre nazi, ni la invocación policroma y limítrofe de la realidad, las que obstaculicen el empeño de Lucía por restablecer el contacto con su amigo Lansky, de quien a menudo pierde el rastro desde su llegada a Venezuela, pues las fallas en el servicio postal venezolano desmerecen toda esperanza. Lucía no cesa de adjetivar, para él, su entorno tropical, de la lechosa le cuenta, por ejemplo, que parece un híbrido entre el melón y la calabaza, a la que echándole un poco de limón y de azúcar, se la convierte en un manjar; y la música y los bailes, y las fiestas y el color mestizo en los rostros exóticos y la euforia colectiva por el regreso de los exiliados, tras la muerte de Gómez, a la tierra de la gran promesa y las nuevas posibilidades en la carrera meteórica de Carlos; y, sobre todo, el aire de libertad que se respira, en comparación con el enrarecido clima europeo de niebla histórica. La señora Delgado Chalbaud aprende a diferenciar los topochos de los titiaros, el ocumo, del apio. Nunca llega a cogerle el gusto al ñame, en cambio el plátano le crea adicción, ya sea verde o morado, como tostón o en la sopa, maduro, frito, cocido en agua y papelón, ó en el horno, con queso. Cómo explicarte Lansky, es un banano grande y versátil cuya concha, además, sirve para curar las ollas de barro, como lo he visto hacer en el interior del país a unas señoras que hablan muy rápido un lenguaje tan incomprensible como el roma de nuestros gitanos. No he renunciado, no creas, a la sopa de borsch, de vez en cuando, o al wiener schnitzel, cuando se consigue ternera.
Ahora sí es verdad que Carlos está más convencido que nunca de entrar al servicio militar. Pocas veces en mi vida he conocido una vocación más determinada que la suya. Piensa en un ejército profesional, de altura. Argumenta que siendo ingeniero, podría asimilarse y lograr elevar tanto el nivel académico como el salarial de la oficialidad. Lo he visto escuchar las quejas de tenientes y capitanes. He escuchado yo misma cómo grandes estrategas han declinado la carrera militar por falta de incentivos económicos. Sólo esos, y no todos, parecen entender a Carlos. Uno, que se llama José Antonio, abogado de profesión, de buena familia y tan militar de corazón como Carlos, se perfila como buen amigo. Pero tu bien lo sabes L: amigo es una palabra muy severa. Aunque en este país se utilice sin discriminación alguna y hasta los más iracundos adversarios se llamen compadres entre sí, para mí sigue siendo la amistad un concepto sacrosanto. Carlos se enoja conmigo cuando se lo advierto, él parece deleitarse en una camaradería sin límites. Entiendo que añoraba regresar a la Patria y que pretenda recuperar el tiempo perdido pero yo, más objetiva, observo que lo miran con desconfianza porque saben que no es uno de ellos. En cambio las mujeres lo miran con muy buenos ojos. Algunas lo llaman el musiú, que es como tildan a los hombres blancos de ojos claros. Fíjate que la palabra proviene del francés monsieur. En cambio, cuando me tildan a mí de musiúa, significa extranjera. Me han explicado que en ningún caso contiene animadversión aunque me suene peyorativo.
   Han transcurrido unos días turbulentos, ahora retomo la carta para confirmarte, que hace una semana, el 15 de Septiembre (1936), Carlos ingresó al Ejército como Capitán asimilado. Le brillan los ojos. A mi se me pone la piel de gallina en una mezcla de emoción con susto. Cuesta trabajo imaginar la cotidianidad en este país del cual no manejo los códigos civiles, mucho menos los militares. El Capitán Carlos, más introvertido que nunca, no se detendrá hasta lograr todas sus metas. No me lo ha dicho él, tampoco ha hecho falta.
Me llegan inconclusas las noticias de España, me gustaría saber de nuestros amigos republicanos. Qué lejos y que cerca está Europa de Venezuela. ¿Qué te digo? : Una colonia siempre depende de una metrópolis y aunque la Independencia se firmó en 1811, la dependencia se cuela en todas las esferas del pensamiento nacional: los militares son asesorados por los italianos, la legislación y la moda tienen sello afrancesado, la burguesía local importa la estética foránea. Lo mismo ocurre con la cultura y las ideas. Pocas mujeres trascienden al universo mixto, se mantienen en una pasmosa frivolidad. En vano he intentado imitar sus ademanes, imagínate que hasta me he dejado recortar el cabello, pero aún así, siento, en la piel, el mismo rechazo que ya conocí en París, pero acrecentado.

Enero 1937, París
Querida Lucía:
Leí sin sorpresa sobre la asimilación de Carlos al Ejército, ¿acaso no es eso lo que siempre quiso?, ¿acaso no me decías tu que siempre se planteó asir las matemáticas con el mismo puño que las armas? Sólo falta que saque las garras políticas. Hablas de turbulencias en tu vida, no quieras saber de las mías: Nina me lleva al borde del abismo con sus eternas predicciones sobre el fin del mundo, luego de la última sesión, me contó haber visto morir a millones de rusos en el frente alemán. Le dejo espacio a ella para que te lo cuente de primera mano. Les mando un gran abrazo, L.
   Lucie, ma chère amie, es L el que me vuelve loca a mí. No quiere creer que viene una guerra de exterminio abominable, hombres y no carneros degollará el hombre en el ara sacramental. Como si un minotauro ahíto de vírgenes exigiera victimizar ahora a una cantidad atronadora de inocentes humanos. Vi el nadir. Una era oscura se cierne sobre la humanidad. Lo que me sorprende es que Lansky no quiera creérmelo si desde hace ya un tiempo él mismo refleja, en sus lienzos, el ilimitado sin sentido que yo le describo con palabras. Pero ya sabes lo sordo que es y lo terco. Sólo a ti te escuchaba y no siempre. No te ofendas amiga, maldigo un poco a Carlos por haberte alejado de nosotros y te envidio otro poco a ti por las cosas exóticas que nos cuentas
Con el amor de siempre,
Nina.

   Sin fecha desde Caracas
Queridos Lansky y Nina:
Nuestro epistolario semeja un diálogo de sordos, ya no recuerdo lo que les conté la última vez, las cartas se tardan tanto que resulta inútil fecharlas. Eso sí, es un bálsamo para mí saber que no nos han olvidado. Todo parece indicar que mis deseos serán cumplidos. Casi no puedo creer que sea inminente nuestro próximo regreso a París. Parece que el presidente Eleazar López Contreras ha comprendido las razones que Carlos le ha expuesto acerca de la imperiosa necesidad de elevar el nivel de las Fuerzas Armadas y convino en enviarlo a la Academia de Versalles para que haga estudios superiores. Los astros están con nosotros, hasta nuestro próximo abrazo, les envío esta carta que a lo mejor llega después que nosotros.
                        Lucía

   No bien llegó a París, obvió la visita sentimental al puente sobre el Sena, donde tantos años atrás habría hecho el juramento aquel, cuando, sordo a la plegaria de Lucía, Carlos, el de Venezuela, se aferraba al deber como correspondía a su triple investidura militar: la genética, la vocacional y la práctica (hijo, nieto y sobrino de militares, en ascenso él mismo en jerarquía). Se rindió en cambio y con toda prisa ante las exigencias y los retos de la más alta envergadura militar y se especializó, con honores, precisamente en el estudio de puentes. No de otra manera podría enrostrase al espejo. Soy ingeniero, militar, estratega, Capitán del ejército venezolano. Suene un allegro de sonata por el pasaje que señala la transmisión del primero al segundo tema.
   De los exigentes entrenamientos matemáticos y estratégicos relacionados con puentes, Carlos se graduó con honores. Mas no sólo fueron la vanidad y el orgullo de semejante logro los avales que obtuvo, hubo, como corresponde a una vida integral, otros pormenores, incluso de mayor cuantía. Supo el joven oficial venezolano todo acerca de las estructuras capaces de soportar cargas dinámicas construidas sobre obstáculos para ser cruzados; supo de las complejidades que se hallan en las ciencias o en los procesos y que dificultan el seguir adelante y supo hacerse puentes de plata, a sí mismo, para allanarse todos los tropiezos y hacer posibles las metas. También aprendió – y no por añadidura- a tender puentes hacia otras personas para que cesen la frialdad y la tirantez con ellas y entre ellas. Pero lo más caro de este aprendizaje lo halló en el género femenino. Sólo cuando indagó el verdadero significado y el origen de una orden gramaticalmente extraña: Por la puente, que está seco, que significa escoger siempre el partido que ofrezca mayor seguridad supo que estaba listo para asumir - addagio apassionato - su temprano juramento. De cómo y cuándo se convertiría la conseja en anatema nadie tendría porqué ocuparse, mucho menos él que simplemente ambicionaba nuevamente regresar a Venezuela y con tal vehemencia que se le tensaba cada fibra del cuello, hasta dibujarle un breve mohín en la comisura de sus finos labios. Para descargar las tensiones y la fatiga, cabalgaba. Lo hacía bajo la fusta de un entrenador que, como su mujer, era rumano, y, como ella, poseía un humor torturador, al que Carlos no sólo se había acostumbrado, sino que casi disfrutaba. La mofa rumana simulaba arponcillos disparados desde la más estricta cortesía, como si se tratara de un saber milenario cultivado con esmero y veneno. El comentario mordaz nacía en las entrañas atávicas de un conocimiento cosmogónico y al ser espetado, requería, del recién insultado, un esfuerzo intelectual para dilucidarlo. Carlos acababa siempre entre perplejo y admirativo ante el conocimiento sin límites que tenía sobre los caballos, como si en su pellejo trotaran húsares y hunos. Similares eran también sus ademanes, y como relinchos sus voces de mando. Oiga musiú, le decía el venezolano, prepárese que en cuanto se pueda me lo llevo para Venezuela, pero la incredulidad del entrenador era tan imbatible como sus carcajadas estrepitosas. Tu vas a ver pendejo, tu vas a ver, le decía Carlos a todo pulmón y en español, pero su voz sonaba a murmuraciones, leña seca para avivar la risa del otro, y así se iban entendiendo.
   Los caballos que montaban en cambio Lucía y Nina, durante sus fructíferos encuentros, eran más bien de carácter simbólico, fue a través de sus significados germánicos que vieron con muchísima antelación el emblema del sol heráldico alemán: la svástica. Se sentaban frente a frente a una pequeña mesa circular de caoba pulida en un rito que a los ojos de terceros parecía una simple hora del té y alternaban en trance. Lo que Nina veía lo escuchaba Lucía sin viceversa. Por momentos ambas escuchaban las cadenciosas lecturas que les hacía Lansky de sus cuadros cada vez menos elocuentes. Tampoco se perdieron la última película de Charles Chaplin, El Gran Dictador, ni los actos culturales en el colegio de Elenita, cuyo francés sonaba delicioso en su media lengua infantil. A petición del padre, la niña se le sentaba en las piernas y le declamaba, casi en el oído, los versos que aprendía en la escuela. Carlos acababa imitándola y aprendiéndoselos todos. Se aproximaba el tiempo de regresar a Caracas, Lucía dilataba las diligencias. Los baúles se hicieron con displicencia y se multiplicaron las despedidas. La mejor la ofreció Lansky, el entrañable, el enemigo de la pintura figurativa, el severo diletante se empeñaba en pintarle un retrato a sus amigos. La misma Lucía declinó la oferta riéndose como pocas veces se la había visto hacerlo. Una cena de repollo relleno y abundante vino tinto, tabaco negro y café espeso puso fin a los argumentos. Lansky hizo bailar una polka a Lucía y Carlos accedió, tras muchos remilgos, a demostrar algunos pasos, mal dados, de un joropo transllanero. Lucía obtuvo, para la ocasión, coco rallado en una tienda de delicatessen e hizo preparar, según recetario adjunto, un bienmesabe y un majarete, tras los cuales el pousse café temperamental, un aguardiente de destilación casera que sus paisanos le habían sabido contrabandear, los aletargó por completo. No fue aquella, sin embargo, la última despedida que los esposos Delgado Chalbaud tuvieron en París. Hubo reuniones formales con compañeros de estudios, con oficiales y hasta con algunos políticos. Lucía camufló el desgano y Carlos disimuló sus anhelos, lucían elegantes, distinguidos, flemáticos y bien avenidos. Así fueron vistos en el ámbito militar, durante varios años, a su regreso definitivo a Venezuela. Carlos coronó sus expectativas precisamente en ese ámbito castrense hacia donde había tendido los primeros puentes: el puramente académico. Allí creció su prestigio. Vivían entonces en una casa ubicada en una zona llamada El Paraíso y en verdad lo fue por un tiempo. Nina imagínate que hay un árbol que se llama jabillo que echa sus semillas envueltas en pequeñas caparazones de madera, que los niños, incluyendo a mi Elenita, recogen con premura y pulen hasta abrillantarlos, tienen forma de pez. Abundan en la cuadra los mangos, qué fruta. Cuando está verde se prepara una jalea espesa, cuando está madura se hace con ellos un jugo, también espeso. Cuando se pasan de maduros y se acumulan al pié de los árboles su olor recuerda el de la trementina. Pero nada como las guayabas y las parchitas. ¡Qué aromas! En cambio los pepinos y las berenjenas son horribles, nada ver con los que nosotras conocemos. ¿Percibes, mi querida, en qué se ha convertido mi vida? Sí, en un receptáculo de sensaciones, A casa vienen con frecuencia a cenar amigos y colegas de Carlos, los hermanos Vargas, y aquel José Antonio de quien ya te hablé alguna vez. Casi todos los demás hablan sin decir y atienden sin escuchar, a menos que se trate de un tema estrictamente militar o de un chisme político. Poco a poco me he ido aprendiendo los nombres y la permutación de apellidos dobles que los emparentan. Algunos se relacionan incluso con próceres de la independencia. No seas incrédula, no exagero. Carlos siempre se sorprende, aún siendo venezolano, de que aquí los vínculos consanguíneos permiten que tus peores enemigos puedan ser primos o compadres y que se sienten contigo a tu mesa. A mí me resulta amenazante, pero Carlos está fascinado. Cada vez que puede se hace echar los cuentos familiares y ya es capaz de reconstruir varias generaciones de anécdotas. Lo que leí en tu última carta me preocupó mucho, se lo conté a Carlos y ambos queremos que sepan que si se ven amenazados pueden venir a Venezuela. Nada me haría más feliz que tenerlos conmigo. Carlos no piensa que la sangre pueda llegar al río, se mantiene, eso sí, de lo más informado y piensa que ni Stalin ni Roosevelt, lo van a permitir. Estos temas no se debaten demasiado aquí, ocupados como estamos todos con los salarios de los militares y con los temas partidistas. No podría calificar a este gobierno de dictatorial ni autocrático si lo comparo con los que nosotras conocimos y, a veces, los discursos me parecen puras hipérboles, pero has de saber que en este país las opiniones nacen en el corazón y en el bolsillo. A mí eso me encantaba al principio, cuando todo era nuevo y desconocido, pero ahora todo me parece previsible y muy poco confiable. Si conocieras a los comunistas venezolanos pensarías que alucinas: son todos guapos, simpáticos, cultos y ... ricos!, al menos los que he conocido. Ultimamente siento un ruido subterráneo, como si se estuviera gestando algo en política, Carlos no dice nada, pero reconozco, en su aceleramiento, una calentura. Ay Nina, no sé si esta carta te llegará algún día, pero no soy de las que escribe diarios y sólo pensando que es a ti a quien me dirijo, puedo descargarme. Los abrazo
                          Lucia

























   Nina querida:
No se nada de Ustedes, me atormenta pensar que pudo pasarles algo, durante el siège. Yo tampoco les había escrito desde que soy la esposa del flamante Ministro de la Defensa y me queda poco tiempo libre. Mi intuición fue confirmada, Carlos se unió con un grupo de militares y políticos para tumbar al presidente Isaías Medina Angarita. Forma parte del gobierno de don Rómulo Gallegos, ¿te acuerdas de su nombre? : aquel escritor que estaba exiliado en España y de quien te hablé una vez a propósito de su novela Doña Bárbara, que traté de leer con mi español mediocre para conocer mejor el país y la realidad de mi esposo. Estas cosas te las cuento rápido y sin detalles, pues en realidad no quisiera acordarme de ellos. Hubo muertos y heridos, traiciones y chismes de palacio, pero no quiero agobiarte con estas historias a sabiendas de que las tuyas deben ser mucho peores. Aflojo, una interminable pereza me imbuye y me le entrego en caída libre multiplicándome en peso para acelerar la huida de este cotidiano desleído, y cuando ya nada me importa, en total lasitud, me deslastro del inútil bulto que soy y levito en la vacuidad. Ciento ochenta grados de intensidad tornasolada adoquinan mis pupilas para que quede huella. El resto, puro vapor de comino putrefacto fermentado en burbujas. Gotas etílicas son los recuerdos condensados y como ellos vuelven a evaporarse. De la cucúrbita al corbato, mobile perpetuum: de la caldera al frigor; del horno al hielo. Estar etéreo.
   Carlos cabalga siempre hembra, se la adentra entre las piernas, le clava todo su poderío en aceleración orgásmica. Se doma a sí mismo para prolongar el delirio. Recorta las bridas para que la espumosa baba de la yegua acompasada sea fecundo semen en la gestación de otras orgías. Cuando habla de ella, de sus grandes ojos y pequeñas orejas, de su cuello largo y su cabello brillante, nos causa escalofríos, a nosotros que no hacemos más que obedecerle y serle fieles, a nosotros que no hemos hecho más que amarlo, y que él sólo piense en ella, en sus miembros alargados y en el mechón de su frente, y que la encuentre exótica por sus orígenes y animada por el brillo esmaltado de sus ojos. Cuando la monta a trote, con un dominio absoluto del ritmo y de la cadencia, el castigo corporal se invierte, es la hembra la que frena el arrebato y en cada caída sobre el cuero rígido y pulido del sitio de montar, del hombre se impele una energía calórica y se vuelve encabritado, rampante, aculado, enjaezado. En largas noches de insomnio nupcial, desata una función de rodeo, una por una, con las cinco estrellas que conforman la constelación equina, y, tras atarlas diestramente al carro sideral, larga las riendas del albedrío, ¡qué lo conduzcan ellas! al lugar en ninguna parte donde vive Pegaso, el macho alado, con quien medirse en lid y triunfante someterlo, como sólo le corresponde a los soberanos, a un sacrificio espectacular que dure tres días, al final de los cuales, y por obra ritual, devengan uno el otro, intercambiables en el tiempo y el espacio, alados ambos, soberanos los dos. Al despertar de buen humor, Carlos alardea:

-- No me esperen para cenar, me trajeron una yegua throughbred, la más purasangre de todas las razas de carrera. La voy a nombrar mi edecán.

   Ay, Calígula redivivo, ¿haz perdido la razón? Intento detener a Carlos en su desmesura, pero no me escucha, sé que no. Hablo en vano: “fuiste como él endoctrinado por militares y como él eres apuesto y respetado por el arrojo de tu padre. El se rebeló contra la impostura de su progenitor adoptivo Tiberio, ¿lo harás tú? Ay Calígula redivivo ¿acabarás proclamando cónsul a tu caballo?. ¿Con qué yunque hierras?. Hembras mujeres también exigen que me sea denuesta tu caballerosidad. Jinete te les presentas castrense, poderoso, y detrás de la lavanda inglesa que se escapa humeante de tus ropajes, les permites olfatear tus humores masculinos, purasangre. Yerras. No adviertes los peligros, deleitado como andas en tu cabalgar hembras. No resisto más el engaño que involucra la palabra tolerancia. La escribo en letra de molde y en mayúsculas en un documento por ti firmado y la recorto de tal modo que cada consonante lleve cuatro ángulos rectos y todas las vocales queden encerradas en círculos. Cinco vocales serán las ruedas impares que desvíen tu destino, y que te protejan las cinco consonantes enmarcadas: que la T de tolerancia signifique Tenacidad; la L de lujuria, vuelva a significar Lucía; queden libres la R y la N, no pretendo enojar a los designios, pero que la C obedezca nuevamente al nombre del hombre objetivo que conocí en París.
   
   La señora Lucía acababa de salir de su residencia en El Paraíso, se dirigía con resolución al Hospital donde trabajaba Lya Imber, habían convenido en almorzar juntas. Eran para ella momentos estelares, no tanto por lo que se decían, sino más bien por el temple de sus decisiones. Ocuparse de los niños enfermos, disminuir sus penurias. La segunda le contaba a la primera las dificultades sanitarias y las posibles políticas que se podrían implementar, no era cuestión de hacerle confidencias amatorias, ni falta que hacía. Mientras iba en el auto, Lucía iba repasando los pormenores de sus responsabilidades como primera dama del despacho de Defensa e intentaba inocularse algún entusiasmo adicional, prefería la labor simple de asistir a su amiga médica, como lo había aprendido a hacer en Francia, cuando como enfermera socorrió a muchos. Por eso le gustaba llegar temprano a la cita con Lya, para ayudarla, y olvidar por ese momento la vida política y protocolar que le tocaba ejercer. Lya, mucho más pragmática, apreciaba los gestos de su amiga, mas no por ello disminuía más tarde, a la hora de almorzar, otras exigencias. Le pedía que aprovechara su posición cercana al poder para abogar por un presupuesto más justo para salud y salubridad, que convenciera a Carlos para que se iniciara una campaña de vacunación, que se dotaran los dispensarios de provincia. Las dos mujeres neutralizaban la fama que las precedía en cuanto a reciedumbre y reservaban los últimos minutos, los del café, que ambas preferían negro y sin azúcar, para hablar de sus familiares. Lucía se alegraba genuinamente cuando las nuevas eran buenas y Lya celebraba con grandilocuencia las novedades de su ahijada Elena. Jamás hablaban de hombres. Se estaban despidiendo con la efusividad discreta que les era natural, cuando un edecán las interrumpió para anunciarle a la señora Lucía que su marido había sufrido un accidente. “Se cayó del caballo, le manda a decir que vaya urgente al Hospital Militar y que le lleve una muda y su neceser, yo no sé señora, él dijo algo así y que Usted sabía lo que quería decir”. Lucía metió instintivamente las manos en los bolsillos de su chaqueta gris plomo y confirmó con el tacto la presencia de las diez letras contenciosas de la palabra tolerancia. Impermeable su rostro, Lya la acompañó al hospital. En franca desobediencia a las peticiones del marido, las recias mujeres se embalaron directamente hacia la sección de emergencias. Carlos las recibió con la cortesía correspondiente a su alta investidura, estaban por tomarle las primeras placas, pero los ojos experimentados de Lucía sentenciaron a prueba de toda duda que se trataba de una fractura de fémur, “el hueso más largo del cuerpo, el que forma el eje del muslo, de la ingle para más precisión, el que desemboca en la rodilla. Consta de dos epífisis y una diáfisis. Presenta una cabeza que forma tres cuartos de esfera, un cuello y dos grandes eminencias óseas…” como pulsado por un dedo invisible, un interruptor también invisible echó a andar la memoria remota de la otrora enfermera con tal de no perder la compostura ni delatar las turbulencias viscerales que le estaba produciendo la palabra piedad, la misma que, en los países de arraigo cristiano, evoca a María cuando es vista acunando entre sus brazos al hijo de Dios, adolescente. No menos sería ella para él ahora, ni él para ella: el epicentro de sus cuidados y la reconquista de sus caricias.

   El accidente obra milagros, Carlos quiere regresar a Francia cuanto antes y Lucía esperanzada trastoca el cuanto antes en como antes. Recobra el don de soñar despierta y visualiza un digno regreso a Europa, que Carlos sea agregado militar de un país de ultramar, les garantizaría suficiente neutralidad política como para mantenerse al margen de la geopolítica y la ideología. La paz no debería tardar, tenía confianza en Stalin. Pero los milagros se abrazan a la brevedad para que reflote la realidad. Carlos quería regresar a Francia sólo para operarse la pierna, desconfiaba de los médicos nacionales y suponía atrasadas las técnicas quirúrgicas. La posibilidad de quedar renco envilecía sus proyectos. Renco, renco, renco, un eco de memoria le recordaba a un compañero de armas que fue dado de baja por quedar inválido, como consecuencia de una caída similar a la suya. Irse cuanto antes, Irse.
   Por allí viene José Antonio a disuadirlo, qué labia, qué verbo, qué carisma. “No puedes irte Carlos, no en este momento en que la Patria te necesita. No ahora cuando tu eres una bisagra fundamental entre el poder civil y el militar. No ahora cuando tu eres la ponderación y la prudencia. ¡No puedes irte!. Si quieres hacemos venir a los mejores cirujanos de tu querida Francia, no hay problema. “¿Cómo crees que yo con mi sueldo pueda hacer ese gasto tan oneroso?" pregunta Carlos con cierta sorna. A lo que el otro le responde que se trata de un dispendio oficial que debe costear el Estado. Y contesta Carlos: “Es inconcebible que el Estado pague semejantes gastos por un accidente de equitación”, mas José Antonio arguye políticamente que el accidente ocurrió en predios militares, cuando el Ministro de Defensa cabalgaba, según su rutina castrense. Argumentaron y contra argumentaron los amigos entrañables hasta que José Antonio, artero y certero fingió una tregua y dejó descansar a Carlos completamente convencido de su decisión unívoca e incuestionable. No puede decirse que durmiera a pierna suelta aquella noche, pues ya se sabe que se hallaba más que recogida, pero en cambio sí tuvo un sueño licencioso, muy suelto, en el que cabalgaba a la reina, en un tablero de ajedrez. No bien hubo amanecido que se le presentó José Antonio en la habitación y al pié de su catre de hospital le espetó un reto paradojal. Se había pasado buena parte de la noche en conferencia con el director del Hospital, un médico que por designios casuales resultó ser precisamente traumatólogo. Le había arrancado la promesa de que evaluaría él mismo y con lupa el caso del señor Ministro. No tardaría en llegar, a ver si Carlos tendría cojones para impedir su diagnóstico garantizado por él, con su aval, su fianza y su compromiso, el de José Antonio, se entiende. Carlos desarmado atinó a decirle al amigo: “Está bien pero quiero que sepas que si quedo inválido habrás de cargar con esa culpa hasta el último día de tu vida”. Los argumentos del doctor resultaron incontestables, también su destreza. Hubo operación y éxito. Al cabo de los días que duró el postoperatorio, Carlos, a quien le disgustaban las escoltas y en señal de reconocimiento, invitó a su amigo José Antonio, a la sazón soltero y sin compromisos, a irse a vivir con ellos a El Paraíso, a esa casa grande y umbría, adonde vivía con Lucía y Elenita y en la que a cambio de su mera compañía, dispondría de una amplia habitación prácticamente independiente de las demás. José Antonio accedió más por solidaridad que por necesidad y la proximidad selló entre ellos una confraternidad ingrata a los ojos de Lucía, apocada por la fuerza de las decisiones machistas e inconsultas. Pero el carácter afable de José Antonio lubricó las asperezas y lograron, los tres, vivir en armonía. Coincidían sobre todo para cenar y muchas veces prolongaban las tertulias hasta tarde, con frecuencia se sumaban amigos y, mientras duró la convalecencia, Lucía aminoró sus reclamos sin revelarle a nadie el precio en hiel que estaba pagando. Carlos asomó por esos días, las aristas más sociables de su personalidad, era cordial, divertido, un anfitrión agradable que sabía escuchar y ponderar. Muchas veces, la mayoría, Lucía se retiraba mucho antes de que concluyeran las chácharas nocturnas, permitiéndole a los hombres mayor soltura, pero cuando la conversación calzaba la horma de sus exigencias se quedaba hasta el final y clavaba comentarios mordaces en el entrecejo de aquellos hombres anonadados. Carlos se esmeraba entonces en diluir los arrebatos intelectuales de su esposa, en catalizar sus precisiones y en traducir al lenguaje coloquial sus quisquillosas preguntas. En la única ocasión en que la cena consistió en choucroute, a la manera rumana, los comensales, incluyendo a José Antonio, se ocuparon radicalmente de Lucía, le preguntaron, por primera vez, algo acerca de ella, aunque sólo fuese un dato culinario. De la gastronomía saltaron, poco se sabe cómo, a los crímenes, que por esos días se habían estado cometiendo y de allí, directamente a los magnicidios. Carlos hizo gala de su cultura general refiriendo el de Julio César y en un destello de oportunismo bien entendido conminó a José Antonio a que contara cómo fue que asesinaron a presidente de la República de Venezuela (1878), al General Francisco Linares Alcántara.

-- Echa los cuentos como son José Antonio ¿es verdad que lo envenenaron?
-- No me extrañaría que tuviera enemigos, ni tampoco que lo hubieran envenenado, lo que sí puedo decirte es que tenía fama de autoritario. Era autocrático, vehemente. Pero es que eso no tenía nada de raro tratándose de un General que llegó a ser presidente y que fue hijo de otro General, Francisco de Paula Alcántara prócer, además, de la Independencia.

   José Antonio tenía tal don para relatar que al hablar parecía que estuviese leyendo de un libro. Sus inflexiones eran perfectas, hasta los recesos entre las frases respondían a signos gramaticales magistralmente colocados. Resultaba placentero escucharlo también porque a pesar de poseer un cúmulo increíble de información y de aplicar certeramente las leyes de la analogía y la comparación a los hechos históricos que refería, lo hacía sin rebusques y no se vanagloriaba. Sólo que los hechos siempre eran los mismos hechos y en honor a la verdad, ya Lucía los había escuchado en ocasiones anteriores. Mantuvo pues una cara de piedra impenetrable que denotaba tal concentración que nadie hubiera podido sospechar siquiera que ella se había quedado atrás en la conversación, en Julio Cesar, y que rumiaba las palabras que había dicho su esposo. Carlos aseguraba que Julio Cesar había establecido un programa de reformas muy variado, que había eliminado en las provincias el sistema corrupto de recaudación de impuestos y que había incrementado el número de senadores. Se le dio a ella también eso de establecer parangones y analogías. Luego, había dicho Carlos, Cayo Casio y Marco Junio Bruto, dos senadores muy próximos a Cesar acabaron asesinándolo, por temor a que se eternizara en el poder. Al evocar la reforma del calendario que instauró Julio César en Roma, como un medio racional para registrar el tiempo, Lucía sonrió para adentro, asentía, hacía guiños, pensaba en William Shakespeare, quien había hecho renacer el magnicidio, casi diecisiete siglos más tarde, cincelando en la memoria colectiva de la humanidad una duda. Varias dudas. En la unívoca versión histórica, Brutus mata a Cesar para salvar a Roma de una dictadura vitalicia, que según algunos eruditos representaba una tiranía sin escrúpulos. Pero Shakespeare siembra en la traición del amigo, una fatalidad amorosa: Brutus ama a Julio Cesar y por ello padece, durante toda la obra, de un minucioso arrepentimiento, en cambio Marco Antonio, el amigo fiel, al que se le confía el discurso funerario, hace gala de una retórica que lo catapulta al éxito y al poder. Traición se avecinda con dolor. Fidelidad se emparenta con oportuna retórica. Cuando la palabra magnicidio invade el lado siniestro del cerebro, bulle. Carlos detecta sensorialmente que el tema ha decaído al igual que el ánimo. Caza con oído certero un paréntesis en las reflexiones acerca del asesinato de Francisco Fernando de Hadsburgo, Archiduque de Austria, muerto en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, como detonante de la Gran Guerra… para introducir un tema más ligero. Ya se sabe que, convaleciente, ha mejorado notablemente como anfitrión. Teme que de la Primera Guerra Mundial se pase a la Segunda y que Lucía se lo demande más tarde, a solas, cuando todos se hayan retirado, y que ella llore por Europa. Que llore, sí, porque hasta a la recia Lucía Levine, le ocurre a veces.







   Botafumeiro. El templo donde Sara yace desnuda sobre el ara del altar se ha impregnado de incienso hasta saturar. Los sacerdotes descabezados que la circundan entonan cánticos gregorianos. Sus voces oscuras nacen en bocas apetentes e insaciables en su invisibilidad. El fresco que adorna la cúpula gótica hacia donde dirige su mirada, se abre en dos mitades simétricas y es sustituida por otra de infinita densidad donde millones de estrellas centellean. El manto sideral se cubre por completo con una serpiente cuya piel cimbreante luce enhiestas piedras en todos los tonos del verde agua.
Tal es el poder del hombre amando.
Una visión caleidoscópica desintegra en miles el gran falo que la penetra y sin perder tamaño ni potencia avanza en ella dividiéndola hasta convertirla en miles. Adquiere brillo en su esplendor tal como lo que es, una nave espacial, y es abordado por ellos, que emprenden juntos una navegación astral por el océano vaginal. Llevan consigo detonantes apalabrados para catapultarse en ellos cuando se agigantan, y susurros inaudibles cuando se congelan anudados en segundos perpetuos.
Excelsior
Exceptio
               Exeunt
Metamorphosis. Ha obrado milagros el elixir amatorio. Aquella Sara taciturna y aovillada está invirtiendo con lubricidad el sentido temporal de sus preguntas, querría saber cómo eternizar los instantes estelares y ha anidado en un capricho. Excelso, excepcional mientras. Y el entretiempo colmado de espera.
Mas el otro tiempo ha avanzado sin ella. Increíble: Los Delgado Chalbaud se mudaron de su casa en El Paraíso a otra en Chapellín. La rueca que teje la historia ha sido renovada por una más moderna y semiautomática que permite la reversibilidad y el punto en cruz. El antes Ministro de Defensa y afecto amigo del presidente se convierte en Jefe de Gobierno, un adverbio de lugar, un complemento directo circunstancial lo coloca en el sitio exacto a la hora exacta. Ya se sabe que las cosas se cuentan más rápido de lo que se viven. Carlos el hombre bisagra entre los civiles que se van y los militares que llegan, tan amigo como viceversa de ambos, recibe infinitas llamadas en su despacho de Miraflores, los vidrios de las ventanas aún no han sido reemplazados, se mantienen desaparecidos los “enemigos del nuevo régimen”. Donde está, entre otros, el Ministro de Agricultura, pregunta su esposa del otro lado del auricular y Carlos le responde con el cariño de siempre “no te preocupes que está bien está retenido en la base de Maracay, mientras se calman los ánimos”. La señora insiste absteniéndose de responder con el habitual tuteo coloquial, que la forma marque alguna distancia reprobatoria, pero que no se olvide la proximidad que hasta ayer compartieron, cuando él y su esposa, coincidían socialmente como representantes del Gabinete de Don Rómulo Gallegos. “Podría mandarle una maleta, podría hacerle llegar algo? Insiste ella y él, en el mejor de los tonos posibles la vuelve a tranquilizar: “no le falta nada, créeme, pero ya que insistes, mándale piyamas y las cosas de tocador que él prefiere”. ¿Cómo se las mando? ¡Me vuelves a llamar y yo envío por ellas! Esa misma noche Carlos se sorprende a sí mismo, cuando con su propia voz emite palabras en un idioma desconocido y medio despierta sobresaltado al ver la imagen de su padre en la cabina de mando del Falke. Lucía lo escucha balbucear desde la semiinconsciencia en que se encuentra un único y unívoco vocablo: SINO. Ella no conoce el sinónimo del destino en español, de manera que se incorpora y creyéndose, incrédulamente, consultada, comienza a analizar, cartesianamente, los pro y los contra del golpe militar en el contexto geopolítico que se avizora: la militarización está en plena fase de globalización, Hitler y Mussolini acaban de lanzar exitosamente los misiles V-2 de tercera generación sobre Londres. Se le ha demandado a Churchill que intervenga, pero los Estados Unidos aún se mantienen neutrales. La única esperanza posible la aporta Stalin, pero el invierno se come muchos recursos bélicos. No quiero ni pensar en lo que pueda pasar. Sólo te pido la promesa de que no te alinearás con los nazis. Nina tenía razón. Carlos no escucha ocupado como está en el laberinto del mando tomado. Ayudar a sus amigos a que se exilien, ayudar a sus amigos a insiliarse en el poder.
Pero gracias al talento del Baron Wernher Von Braun, un nuevo misil teledirigible de la serie V acaba de desplegarse desde el norte de Alemania. La ciudad de Peenemünde ha sido escogida, por su locación estratégica y también para resarcir a sus habitantes por sus heroicos enfrentamientos con los rusos, como el sitio histórico desde el cual atacar ferozmente Moscú, Washington y Londres. Churchill, Stalin y Roosevelt fueron obligados por las circunstancias a firmar el armisticio cuando Goebbels les advirtió que si no lo hacían, serían responsables de la muerte de más de diez millones de personas, pues las series VI y VII ya estaban en fase operativa.
El reparto del mundo, la depuración racial, el despliegue táctico y numerosos brotes de insurgencia salvajemente reprimidos mantenían a Europa en escandalosa ebullición. Pero a Caracas tardaron en llegar las noticias. Carlos volvió a cabalgar, Lucía a lucubrar. Durante esos días, a ella le dio por ir a misa por mera solidaridad con su vecina ortodoxa y amiga desde los días en París, cuando ambas centroeuropeas contrajeron nupcias con venezolanos. Las dos andaban agitadas, intranquilas, así que a falta de iconos y de popes fueron a tener a la Catedral de Caracas y le fueron cogiendo el gustillo a los cánticos en latín. A una le bastaba cerrar el entendimiento para trasladarse mentalmente al templo de los iconodulos, la otra cerraba los ojos por iconoclasta. Ambas disfrutaban, aunque por razones diferentes, del penetrante olor a cirio de cebo. Lucía era afecta a los aromas que emanan de los rituales. En el taller de Lansky, por ejemplo, se alumbraban muchas veces con velas para proyectar sombras bailarinas en las paredes blancas y sobre aquellos fantasmas relataban historias fascinantes. Ahora, ocupando el extremo derecho del tercer banco en una iglesia católica, apostólica y romana, le apetecía hincarse de rodillas, inventarse una penitencia y liberar a través de ella toda la fuerza de su persistente malestar. Perdido todo contacto con Nina, no tendría caso seguir escribiendo el diario epistolar, sin patria adonde regresar y sin poder contar con Carlos, leía mucho y perdía con frecuencia la noción de donde acaba la ficción. En misa es fácil para ella desapercibir los límites de la realidad. Los sacerdotes recrean, ellos también, como si verdades fueren, fábulas maravillosas de ciegos que ven, de muertos que caminan, de meretrices y traidores redivivos. De ese modo se va conformando en su corazón una trama dramática en la que protagoniza vestida de negro, con velo de tul, y reconstruye desde la viudez los momentos estelares de su vida matrimonial. Los tersos y sonrosados rostros de santos y vírgenes la acogen en su desvariada felicidad. Era él el hombre objetivo que se acrecentaba al reflejarse en mi, y yo para él me acicalaba con ideas y propuestas. Sabíamos que nuestra misión era cambiar el mundo, despojarlo de fatuidad. Había electricidad estática en la yema de sus dedos y cuando me tocaba cada poro mío se cargaba de él y adquiría luminiscencia, luego, incontenible la energía, brotaba láctea, nívea, caudalosa, y él de mí se retroalimentaba. Amé a Carlos con una fuerza voluptuosa capaz de romper todos los cerrojos y me sentí amada por él sin reconocerlo jamás, pues nunca le permitimos a la palabra amor que le saqueara el sentido al sentimiento. No fuimos de los que se susurran frases de ternura, ni de quienes describen la pasión. Sorteamos los melindres, esquivamos las confesiones. Las incógnitas que nos intrigaban desalojaban cualquier medianía. Totales, absolutos, al juntarnos nos convertíamos en un alud. Pero cuando regresamos a Venezuela, el hombre sufrió una regresión encantatoria, nanas y rimas lo anestesiaron. Eran las conjuras de tal suerte de vocablos que resultaban inmutables en todos los sentidos. Con qué embeleso se dejaba seducir por frases que a mis oídos sonaban vacías de continuidad, yertas palabrejas de pacotilla, lugares comunes que harían sonrosar de vergüenza ajena a cualquiera. Más ahora cuando otras cosas importan. Ahora que, pese a toda la campaña de desinformación estamos por comprobar la cifra de muertes en los campos de exterminio de Alemania y Polonia, ahora que los alemanes presionan por la apertura de una oficina de enlace con el Reich y que colocan a todos los gobiernos frente a la dualidad que escinde la vida de la muerte, pensé que Carlos se saciaría del banquete sensual que le ofrecieron estas mujeres tropicales en sus líneas y educadas en metrópolis. Reconozco que al principio a mí también me engolosinaba observarlas y también escucharlas. Una en particular llegó a sustraernos a ambos con denominador común. Entallada por naturaleza, lucía sedas y tules que hacía bailar desde la altura de sus caderas cuando las cadenciaba. No, vulgar no, en absoluto, todo lo contrario, elegante, distinguida, simplemente voluptuosa. Hasta las telas, inanimadas, se afanaban en penetrarla, cuando inesperadamente la embutían. Nuestros ojos se clavaban sin piedad en la tersura que suele separar los collares de perlas verdaderas de los escotes vaporosos. Cruzaba las piernas y todas las salivas se espesaban. Cuando hablaba publicitaba subliminalmente el nivel de su escolaridad especializada en feminidad, buenas maneras, idiomas varios, literatura francesa del siglo XIX, principios de música, codeo diplomático y savoir faire. No entiendo cómo fue que Carlos, tan agudo y perspicaz, no se diera cuenta que, al final, una velada era exactamente igual a todas las pasadas y temerariamente semejante a todas las futuras. Idénticas. Matrizadas. Seriales. No, Carlos se deslizaba en aquellos laberintos sociales con perfecta familiaridad, encontraba siempre salidas ocurrentes y si acaso fruncía el ceño, la mujer se convertía en látigo que, al restallar, iba marcando la piel y la objetividad, que, de mi amado, eran las dos virtudes mías. Oh mísera de mí que amarle ansío y verlo por hechizo en cuerpo endeble devenido. Lastimera maldiciente, zaherida hurgo, sin hallarlas, armas: Una paradoja de doble filo, un arcabuz cuyo proyectil tenga efecto de boomerang, una boa constrictor cuadrúpeda, mamífera y mingona, una poción espiritosa de color tornasolado cuyo efecto afrodisíaco le arranque el hálito y que quien lo ingiera muera de placer no-consumado. Qué castigo es éste de preferir verme sin él antes que seguir viéndolo sin mí. Qué regodeo ingenuo es éste de planear tu muerte por artificio teniendo, como tienes, tantos detractores. Te es desleal un sector del ejército e infiel otro de la sociedad civil, también te adversan no pocos políticos. Motivos tendrían algunos marchantes, muchos comerciantes, algunos ganaderos, ciertos pretendientes. Y si no, allí están los montoneros, los aventureros, los mercenarios, los saqueadores de caminos, los colectores de impuestos. Sólo los envidiosos superan con creces a los aduladores del poder. Ah, y luego quedan los que se sienten por ti usurpados, aquel que trajo, como recuerdo de su permanencia en Perú, adonde fue a prepararse militarmente, una espada y un escudo, y un uniforme de mariscal, y que hace temblar la letra P cada vez que dice patria, pueblo o partidos políticos.

--Lucía, Lucía, ya la misa terminó- escucha que le dice su amiga, pero tarda aún unos minutos en ubicarse ¿en misa? ¿En la catedral? ¿Yo? Las amigas se encaminan hacia el portón principal, el clima tan temprano le hace trampas al equinoccio ecuatorial, sienten una falsa brisa de otoño, mudas como andan ahora, recuerdan, cada una para sí, otros septiembres. Lucía deja escapar una mueca de apetencia, una buena vendimia, freír tocino, comérselo con ajo macho, atrás en el solar de tante Floria y fumarse, a hurtadillas, un cigarro entre varios, todos tosiendo, escupiendo, maldiciendo. Imitando a los gitanos. Ay quien fuera niño otra vez. No dura el embeleso más que pocos metros. De regreso al carro oficial, con chofer, se sumerge displicente en el pequeño mundo de lo cotidiano. Se suceden por la ventanilla los cuadros fraccionados de la gran montaña que es El Avila, una verde policromía.








   En pocas líneas ha de cambiar el escenario a favor de Alemania. Habrá de llegar a Venezuela Harald Quandt, el catire, de ahora en adelante. Después de aquel accidente de aviación que trasnochó a su padrastro en plena reconquista marital, el catire no volvió a ser nunca el mismo, adquirió la costumbre de asentir en todo a las exigencias de su mamá y de volcar toda su rebeldía en una vida paralela de infinitas aristas. De modo que contrajo nupcias con una prima política y tuvo en ella un hijo, Hans, para perpetuar la estirpe, según la normativa implícita. Y, tuvo otro en Ruthy. Este no de carne sino inasible, no de hueso sino de anhelo. Ruthy le llevaba a Harald diez años de ventaja más cinco siglos de cultura. Acurrucarse en su regazo era como zumbarse en una montaña rusa de emociones. Era judía, proscrita, prohibida, tanto mayor que él y poco agraciada. En una sola frase corta, era fea. Feísima a los ojos arios agavillados, mas no en los de Harald, torneados en recuerdos infecundos. Tenía Ruth para él, el mismo encanto que tuvo Víktor para Magda, pero de signo contrario. El rebozo añadía ardimiento cuando arrugaban con sus cuerpos transpirantes los poemas alemanes de todos los tiempos, silabeo musical, ora lieder de Schubert, ora opereta de Offenbach. Ruth, como Víktor, reía hasta el llanto convulso cuando el placer sofocaba su angustia y el catire aprendía con ella a reír y a reírse. El hijo de Ruthy no llegó a nacer, una tarde nona de las que el catire inventaba las mejores excusas para alejarse de su legítima y grávida esposa para encontrarse con Ruth, resultaron torpes sus argumentos pues aparecieron, inesperados, Magda y Joseph de visita a los jóvenes. Traían strudel recién horneado y buenas nuevas para Harald: el Reich se expandía casi por antonomasia. Joseph hizo esa tarde alarde de cultura general y dijo a cuerpo de rey que la Gan Alemania superaría la geografía del Imperio Romano y que si los reyes católicos pudieron decir en su tiempo que en la tierras de España nunca se ponía el sol, el fuhrer podría más pronto que tarde fundar el mundo germanófilo. “Por eso hemos venido, hijo mío, para celebrar con ustedes este momento y para anunciarte…"

-- No, querido - dijo Magda, con coquetería- deja que se lo diga yo.
-- Pero no, Magda, deja que tenga un carácter oficial, estoy seguro de que Harald sabrá apreciarlo.

   El catire se muerde los labios, está más que advertido sobre este tipo de comedias familiares. Querría irse pero el instinto de sobrevivencia lo detiene. Goebbels retoma la palabra que le pertenece por decreto, acaso no es él ministro de la palabra. Cobra la demora ocasionada por su esposa y por su hijastro retardando los entretelones de la noticia. Magda finge no acusar recibo de las indirectas que se le abalanzan cuando su esposo la contraría y Harald presta su rostro para la comedia haciéndose pasar por acólito. El rito exige bitter, un trago corto y grueso, agua mineral gaseosa, vasos de cristal, pajillas de bambú, Harald provee cual monaguillo. En la cumbre de la tensión artificialmente creada, Goebbels se complace en introducir el tema, por todos esperado, por el camino más largo. Arranca su perorata nombrando a Rosenberg. “ Queridos míos, mi familia, quiero ante todo felicitarlos y felicitarme por haber logrado coronar el sueño de toda una vida: la expansión de la Gran Alemania y la erradicación del flagelo judío que corroía nuestra cultura, nuestra economía y nuestra sociedad. Este sueño lo hemos logrado también en la creación de una gran familia aria pura, que me honro en presidir como el patriarca. Hoy me siento además honrado con la comunicación que se me ha hecho de que voy a ser abuelo del segundo hijo de Harald. Una sola mancha arruina mi felicidad y es que he sabido por persona interpuesta, que el Doktor Rosenberg maneja cifras nada desdeñables de judíos que han emigrado a América y que con los bienes que han atesorado pudieran reconstruir su nefasta influencia en esas tierras de ultramar. Con esos argumentos fehacientes he convencido al Fuhrer de atacar la culebra por la cabeza, es decir empezar las razzias en Nueva York, que es donde mayor concentración se ha detectado. Pero el asunto no es sencillo, hemos advertido a Arthur Mc Carthy sobre la alianza de los judíos con los comunistas para destronar el gobierno provisional y él está haciendo su trabajo consecuentemente. Es muy importante preparar el terreno para así contar con la colaboración espontánea de la población civil, el trabajo de penetración psicológica está en curso. Pero yo he estado pensando que debemos pensar igualmente en los países de Sudamérica, sobre todo en uno llamado Venezuela, que no sólo se encuentra en una posición geográfica muy favorable, en la puerta norte de entrada al subcontinente, sino que además es un país rico en petróleo, en oro, en hierro. Si bien la población judía no es muy numerosa, he tenido noticia de que existe una comunidad afincada en el occidente del país, unos marranos…bueno bueno…- se interrumpe Goebbels aclarándose la voz con un sorbo- lo que quiero decirles es que yo por mi parte he resuelto enviar a un representante mío, personal, para que me informe pormenorizadamente todos los puntos tácticos para anexar a Venezuela al eje del Reich. Quiero que esa persona ponga en práctica los conocimientos adquiridos en esta universidad de la vida que se le ha brindado durante estos años y quiero que esa persona seas tu Harald, hijo mío”.
   En honor a la verdad todos los presentes sabían que Goebbels estaba profundamente disgustado con su hijastro por llevar una vida sedentaria y vergonzosa para un militar en pleno período de expansión. Le era por tanto menester no sólo sacarlo de la escena política sino sacrificarlo en una misión de mediano a largo plazo y que a los ojos de Hitler luciera brillante. Magda acogió las palabras de su esposo con alborozo, sintió que su marido al fin había comprendido las virtudes de su hijo y los conminó a darse un fuerte abrazo. Pero Goebbels se echó para atrás, no había terminado su discurso, habría de añadir aún que él se ocuparía personalmente de que a su retoño- su nieto- no le faltara nada, y que Hitler en persona sabría agradecerle a Harald cada uno de sus pasos por la conquista de América del Sur. “Harald, hijo, has de leer antes que nada el ideario de Simón Bolívar, el Libertador de cinco naciones vecinas, que él quiso convertir en una unidad llamada Gran Colombia. En vista de que Alexander Von Humboldt, nuestro gran botánico del siglo XVIII estuvo allí y gozó de gran aprecio y en vista de las buenas relaciones que hemos tenido hasta ahora con los gobiernos y la banca en Venezuela, creo que la empresa puede fructificar. Existen no obstante algunos escollos: se encuentra en el poder un tal Delgado Chalbaud, filo izquierdista, según he sabido y además casado con una tal Levine. Pero no quiero adelantarte nada, ve tu, hijo mío, y hazme tu propio informe pues he sabido también que el hombre tiene enemigos importantes y que no sería nada difícil descontarlo del proceso”. Dueño absoluto del espacio sonoro, ni las moscas se atrevían a zumbar, en cambio la cabeza de Harald era un hervidero de termitas. Honrado y humillado, se le endureció la parálisis facial que antes se había impuesto como una máscara de cortesía y le fue abarcando el cuerpo entero. Le pasó por la mente que Goebbels hubiera descubierto su affaire con Ruth y escrutaba el rostro de su esposa y de su madre, para ver si encontraba en ellos algún indicio de venganza. Mas luego hubo de hallar la compostura que le exigía la circunstancia. Supo callar dignamente para no enardecer aún más la elocuencia del padrastro. El esfuerzo lo hizo babearse y enrojecer, mas al final de la tarde toda la sangre que lo había ruborizado se le fue a los pies y la sequedad de su boca no pudo ser aliviada con ningún bebedizo.
   Pasaron dos o tres días hasta que el catire pudo escabullirse de la falda de su esposa, quien, desde la visita de sus suegros, confundía las lágrimas de la emoción con las de la tristeza y le pedía que la acompañara, que no se fuera, que el destino heroico los separaría para bien de sus hijos, porque cuando fueran a la escuela, todo el mundo sabría que su padre era el conquistador de América del Sur y seguramente fundaría una ciudad con su nombre. A lo mejor hasta rebautizaría un país. Le prometía valentía y coraje durante su ausencia y le exigía, eso sí, que le escribiera todos los días, para que pudiera imaginarse ese nuevo mundo y para sentirse más cerca de él. Si el bebé resultaba varón se llamaría como él, Harald, y si era niña, podría llamarse Magda, en honor a su mamá. El catire asentía, según su costumbre, y tramaba su escape para ir a ver a Ruthy. Temía que le hubiera pasado algo. La mantenía en un escondrijo, pero no podía protegerla a distancia. Se mezclaban los tormentos en su cabeza, en el hemisferio izquierdo escuchaba las inflexiones del alemán ligeramente teñido de lenguas remotas, que hablaba Ruthy, en el derecho se retrataba intermitentemente su rostro desencajado por el placer sexual y se sobre imponía otro aún más desencajado por el terror. Se apuraba, corría sobre los adoquines como un caballo, con la misma rapidez, con igual prudencia. Caer era para él sinónimo de golpe, de fractura, de embarrarse las rodillas, pero también de traslucir su miedo. Gruesos hilos de saliva se endurecían en la comisura de sus labios. Para limpiarse aquellos ríos viscosos antes de que llegasen a sus orejas, hacia un gesto con los hombros que lo identificaba aún más con los caballos. Dos miembros de la GESTAPO, que conducían en fila india a un grupo numeroso de civiles se detuvieron frente a él para pedirle su identificación, actuó por reflejo condicionado, saludo con la mano en alto heil Hitler y los deslumbró a todos con sus credenciales. No por andar en ropas de civil, tuvo sobre ellos menor jerarquía, circunstancia que aprovechó para pasar revista a las personas que allí se alineaban, buscando inútilmente a Ruthy. Hubo de sortear otras alcabalas del mismo tenor, y lo que es peor, encuentros con conocidos, en su precipitada marcha hacia ese lugar escondido donde la mantenía en secreto. Para cuando llegó a sentirse seguro había recorrido más de las tres cuartas partes del camino, se impuso un alto, un respiro porque la fatal y recurrente corazonada de haberla perdido le producía arritmia cardiaca. Mientras acompasaba su respiración para dominar su desbocado pulso, se sintió sentenciado a cadena perpetua por una corte de jueces internos. Les sostuvo la mirada, pero no había en sus ojos, o en su intención, ni un ápice de temeridad, valentía o heroísmo, por lo que experimentó cierto remordimiento. Es el día brillante el que hace salir a la luz serpiente, entre la ejecución de una cosa terrible y el primer móvil de ella, todo el intervalo es como un fantasma o como un horrible sueño. El genio y los instrumentos mortales se confrontan entonces y el humano adolece de una insurrección, pero ¿cómo evitar aquello que los dioses hayan dispuesto? Al llegar finalmente a la meta se topó, en cambio, con el destino: Ruthy había sido DEPORTADA. Todas las culpas del mundo lo agobiaron. Pensó las mil maneras fallidas como hubiera podido salvarla, de haber sido valiente, heroico y temerario. No hubiera podido reponerse ni regresar a su casa de no haberse valido del aspecto acomodaticio de su personalidad. Se impuso revivir de memoria y con lujo de detalles la oferta-orden de su padrastro. Tenía una misión que cumplir y el nombre de Venezuela le insinuaba aquel recuerdo placentero de la infancia, de cuando su madre le había hablado de El Dorado. Descartó por inconveniente la idea de que Ruthy pudiera haber sido deportada y la suplantó, con destreza de guionista cinematográfico, por otra de alta traición, en la cual Ruthy se habría ido con otro, sin prevenirlo siquiera, sin despedirse. Los jueces internos aceptaron la apelación y permutaron la condena por una simple amonestación que ni siquiera llegaron a pronunciar ante la actitud conciliatoria del reo, quien dicho sea de paso les ofreció discretamente, para no ofenderlos, cabina en primera clase en el barco que los llevaría a Venezuela. Así, de ingenuo engañado por pérfida judía saltó sin escalas intermedias a superintendente ario de los futuros fundos germanos de ultramar y cuando regresó a su casa su mujer notó, con un suspiro de dicha y aprobación, una nueva prestancia en su marido. Siempre que tuviera un plan o un proyecto, mientras no le faltara una escapatoria, unas mientes de contingencia, el catire paliaba el difícil arte de sobrevivir, ya había dado pruebas de ello en la academia militar, y, como se sabe, durante su infancia. Acaso el período más arduo, porque estaba confinado a un catre de hospital, fue aquel cuando la aeronave que piloteaba sufrió aquel accidente, al que su padrastro prestó tanta atención en los días de su reconquista matrimonial. Fue entonces cuando había aparecido, para salvarlo del aburrimiento, Ruthy, la enfermera judía y había sido todo tan clandestino y peligroso como insólito. Ella en su condición de condenada a trabajos espeluznantes en el laboratorio de experimentación genética del Reich y por supuesto doblemente condenada a muerte (a priori por judía y luego por testigo ocular de ensayos con gemelos), se había apiadado de él cuando estuvo en coma. La oficialidad la destinó temporalmente a aquel paciente por sus habilidades profesionales y fue así que resucitó él en sus brazos. Ella canturreaba y le hablaba a toda hora. Mezclaba las historias de su familia con intrincadas fantasías que no obviaban para nada matices eróticos. Muchas veces se hizo el dormido tan sólo para que ella elevara el tono de sus relatos y comenzara a tocarlo, a masajearlo. Le daba forma y volumen a su rostro, hendía los dedos en sus cabellos como queriendo asirle el cerebro, alternaba el pundonor con la picardía, contemplaba su pene fláccido con la tentación de circuncindarlo a mordiscos. Mientras no abriera los ojos, él podía imaginarla a sus anchas y alternar a su vez la excitación y el miedo, dos componentes tan simbióticos como el dolor y el placer. Cuando abría los ojos y veía a aquella mujer tan poco agraciada le atribuía al delirio todas aquellas sensaciones. Lo cierto y lo incierto fue que tan diferentes, tan incompatibles, tan odiosamente antagónicos entre sí, acabaron enamorándose y escabulléndose y desafiando el destino. Mas ahora, apoyado en la baranda de estribor del vapor América, en noche de plenilunio, con fuertes rachas de los vientos alisios despeinándolo, ningún recuerdo podía evocar para él mayor concupiscencia ni producir más fiebre que el imaginario resplandor del oro. Allí se quedó en cubierta la noche completa hasta que apareció el sol del ecuador. Le permitió penetrar primero sus ropas humedecidas durante la noche y luego cada poro de su piel. Relamió el salitre depositado alrededor de sus labios y se encaminó lentamente hacia el comedor para desayunar. Se estaba haciendo adicto al café.

   Lucía tergiversaba las noches para favorecer los desayunos, de tres a cuatro cafés para comenzar el día y, de tanto inmiscuirse en el alma masculina, se le antojó llamar a hombre. Discó. Así refluyó entre ellos, nuevamente, la conversación puntillosa
   Dijo él: Digo con Cioran que la idea del suicidio me permite seguir viviendo.
   Dijo ella: Yo prefiero decir con él que si se me impidiera
ejercer el diletantismo me especializaría en aullar.
Dijo él: Poco espero del hombre. Sólo aguardo noticia del
espacio.
Dijo ella: Que es como decir del tiempo.
Dijo él: ¡Qué se repita tu llamada, María, ¡aúlla, aúllame!
¿María? ¿Quién no yo? : ¡1003! Conmigo hablaste con todas las mujeres de habla hispana, como lo hizo antes Don Giovanni, el de Mozart, pero no soy yo pobre Doña Elvira descompuesta por los celos, ni lamentosa Doña Ana vengativa. Al hacerme anónima múltiple me devuelves mi unicidad. Una de mil tres desconocidas mujeres que no llegamos jamás a cantar nuestras historias. Y al conservarlas fuera del escenario y del escarnio, logramos vivir sin guión ni puesta en escena. ¿María? Pero qué sincronía permite nuevamente un nombre de cinco letras, como Amiga, Saray, Lucía, Magda y Medea; y que seamos ahora seis las mujeres de cinco letras. María: cualquier vecina, todas las amantes, algunas amadas. María Olga, María Daniela, María Fernanda, María Liliana, Ana María: Protagonistas de vidas unívocas y acordes con la realidad de los hechos demostrables; Observantes de la verdad monocorde y sujetas al calendario. Pobre de ti hombre desamparado en procura de ti mismo, que hurgas en nosotras y que no te encuentras; que confundes cantidad con ventaja. Y que al cabo, inmortal, vagues a través de todos los tiempos cansado de tanto saber. Nosotras, las 1003, que te abrazamos alguna vez, vivimos a salvo de ti, felices portadoras de tu recuerdo ardoroso pero remoto. Mientras tu infeliz te abrasas, nosotras nos fundimos, hasta confundirnos, en eternas, banales e intranscendentes anécdotas.

   Algo similar le ocurre a Harald Quandt al desembarcar en La Guaira porque nadie habla alemán, ni saluda con la mano alzada, ni hace reverencias y él, lacerado por el inclemente sol y en estado febril, se deja intervenir con pasmosa felicidad. Todo a su alrededor transcurre en cámara lenta mientras él disfruta cada reverberación del mar, los colores arcillosos de las montañas, el griterío propio de la desorganización. No encuentra sus maletas, ni ha venido nadie a recogerlo. Allí está dejándose estar, en ese estadio que precede los efectos de la anestesia, haciendo esa cuenta regresiva que exigen los médicos para dosificar los derivados de la morfina intravenosa. -Epa catire - oye que le grita un mestizo rubicundo- ¿una carrera? “¿Katirrre? ¿Ich?”. Pero ya anda como alzado en vilo camino a un carro americano y celeste. Ignora cómo fue que hizo los trámites de inmigración o en qué momento aparecieron sus valijas. Está encantado. El trayecto hacia Caracas, a través de una carretera sinuosa, llena de plátanos tropicales y olorosa a humo de recientes quemas azuza en él el placer desconocido que le proporciona el total anonimato. Para colmo de su dicha, el conductor hace dúo con el que canta en la radio a ritmo y a contrapunto con tambores y percusiones totalmente atorrantes. Fundido en la novedad que todo lo envuelve, el catire se reclina en el asiento de semicuero vinotinto y hace rechinar sus dientes para obligarse a pronunciar la letra ere del castellano, está convencido de que si lo logra, se habrá deslastrado hasta de su nombre propio, única cadena que lo mantiene aún atado a Alemania, al Reich, a los recuerdos y a las obligaciones. Quiere llamarse Juan, como Don Juan, el de Mozart, y enredarse en todas las faldas multicolores de tantas mujeres como le sea posible y que le muestren ellas los laberintos placenteros de una vida nueva; llegar hasta El Dorado y refulgirse en ese oro misterioso del que le hablaba su madre cuando niño; fundar un imperio para la alegría y la desnudez en este país cálido y cubierto de vegetación, adonde el aire huele a sexo. Ya están llegando a Caracas y el chofer se dirige, por iniciativa propia, al Hospital Central. Le parece que el hombre delira o alucina, cree que está insolado, o borracho. Nunca había visto a un musiú tan eufórico ni tan efusivo. Pero se deja ganar por la intuición de veterano, “ eso se le quita con un par de cervezas ”. Así que sin preguntarle nada lo lleva directo. Juan Aroldo Cuanta, el catire recién rebautizado, aprende inmediatamente a pedir las frías y se funde en el ambiente como quien regresa, tras una larga ausencia, a su lugar. No le preocupa el dinero, sabe, sin preguntarse cómo ni por qué, que en Venezuela existe el fiao y hasta invita varias rondas a su salud. Ya despunta el alba, cuando el chofer lo lleva hasta el tercer piso del hotel El Conde y lo deja allí, boca arriba en la cama matrimonial, con los zapatos puestos y sin aflojarle la correa, como quien conoce perfectamente sus preferencias y sus mañas. Al despertar cumple de memoria con los ritos aprendidos a juro en la escuela militar, sin reparar en los excesos cometidos la víspera, ni en los cambios horarios. Como un autómata hace correr el agua de la ducha y enseguida, sin esperar a que se entibie, se deja golpear por el chorro en el mero centro de la espalda, luego se refriega la cara y afloja los esfínteres. Forma un cuenco con las manos y recoge en él tanta orina como puede y se la queda viendo como quien se mira en el espejo; en el gesto se da cuenta que ha olvidado quitarse el reloj de la muñeca. No lo lamenta. Aún húmedo y desnudo se echa nuevamente boca arriba en la cama y deja vagar sus ojos por el techo blanquecino de la habitación. Está absorto. Es ese estado de duermevela, el ideal para sondearse. Pasa revista a su breve léxico español y se empeña en permutar las pocas palabras que conoce hasta conformar algunas frases. Fantástico el que un alemán habituado a tener que esperar hasta el final de cualquier oración a que aparezca el verbo, descubra el verbocentrismo del castellano. Extraordinario sentirse picaflor detenido en conjugación y rima como en néctar de lenguaje: Quiero dinero Me llamo amo Tengo abolengo. Satisfecho con el experimento lingual se encamina sin predeterminación hacia algún lado, adondequiera que pueda beberse un café. Ignora la hora, si es la del almuerzo o más tarde. Las escaleras lo conducen a un pequeño vestíbulo y sin detenerse a preguntar lo atraviesa hasta dar con el lugar que andaba buscando, un pequeño estar que el recién llegado no podría llamar de otro modo aunque haya sillas, mesas, gentes y mesoneros. Porque el verbo estar se le ha quedado pegado de tal modo del paladar que ahora lo degusta en su forma nominal. Para cuando llega el momento de hacerle el pedido al mozo, que cortésmente lo increpa, ya ha sobreoído algunas variantes venezolanas para solicitar café y lo hace con un mohín de agrado, “marroncito por favor”, ya no ha menester chirriar los dientes ni siquiera al toparse con una doble erre. Echa un vistazo con el rabo del ojo y advierte que está rodeado de notables. No quiere detenerse en adivinar sus posiciones. Le resultan demasiado evidentes algunos militares, otros políticos y dos señoras en una esquina. Apura el café, la escena está a punto de regresarlo a esa realidad de la que pretende deslastrarse, le recuerda que ha venido con una misión, le sugiere que debe mover piezas en el tablero autogestionario. Prefiere reconectarse con el delicioso anonimato y echarse a la calle sin nombre propio -que no sea el inventado- sin destino ni guión. Y he allí que lo espera con su mejor sonrisa el mismo mestizo y rubicundo chofer de taxi recostado del carro americano y celeste. “Epa Patrón, epa Catire, aquí está Coromoto pa´servile, vamos pa´ que pague el fiao”. -Estoy, soy, voy – dice Juan Aroldo Cuanta, encantado.
   María hojea gustosa el mapa que ha de servir para prefigurarle un itinerario iniciativo al heteronimillo pero suena el teléfono omnívoro y ella se deja engullir. Una voz lejanamente familiar detona su memoria remota, la conciencia colectiva, de cuando quería, como todas las jóvenes, parar el mundo para bajarse de él; de cuando obreristas pequeño burguesas abandonaban la comodidad de sus casas para hacer patria en las barriadas, de cuando, unívocas y al unísono, proclamaban consignas revolucionarias y amagaban astucias y coartadas para huir de la policía. Jack se hacía llamar entonces Juan para no ofender con su nombre extranjero. Como Sara es María, para fundirse con todas las mujeres de habla hispana y no ofenderlas con su poliglotismo ni con sus eternas y densas preguntas de siempre. Liberada temporalmente de sí misma y de su misión en virtud del anonimato y por la gracia de la oportuna risa telefónica de su amiga, emprende un viaje anónimo hacia el interior de Venezuela, para entroncarse con el que está haciendo Juan Aroldo Cuanta, con Coromoto, por el Estado Falcón. Lo ve distenderse en las playas de Adícora mientras se hace contar relatos inverosímiles por lugareños y tránsfugas. El catire aprende, por ejemplo que el estado Falcón es una tierra enrarecida por la presencia de toda clase de caudillos, matanceros, guerrilleros, pendencieros y el nombre de la capital, así como su historia, le resultan fantásticos: Coro; y que los oriundos se llamen coreanos como los de Corea, nombre que a su vez se halla en la raíz enciclopédica del Mal de San Vito, el mismo que hace bailar, a los que lo padecen, con movimientos involuntarios, rápidos, desordenados, amplios y desprovistos de ritmo. Todo esto en franco contraste con otros significados de la palabra coro, originaria tanto del latín chorum como del griego khoros y que quiere decir más bien voces bien orquestadas o coreografías. Más, Juan Aroldo Cuanta no se sacia, María tampoco, aunque ella prefiere deleites mundanos: paladear el dulce de leche de cabra batido a mano y con cucharón de palo sobre un fogón humeante, comer huevas de lisa recién pescada, perder la mirada en el vuelo de las garzas y luego descansarla de tanta reverberación, en los frondosos manglares sembrados de ostras. En sincronía pero totalmente independientes entre sí, Juan y María exploran el estado Falcón en general y Coro en particular. Le cuentan a él que otros musiúes alemanes le precedieron a lo largo de los siglos; que llegaron a Santa Ana de Coro apenas dos años después de su fundación por Juan de Ampíes. Le dicen que el primer gobernador alemán (en los años treinta del siglo XVI) fue Ambrosio Alfinger y que lo primero que hizo fue expulsar al español. Aquel alemán de entonces, tuvo que convivir con el poder eclesiástico, pues Coro fue solio del primer obispado de Venezuela creado por Clemente VII, el hijo natural y muy barbado de Julián de Medicis, que llegó a ser Papa en 1523 y bajo cuyo principado prosperó el protestantismo en Europa, no así, obviamente, en América. Por muy anónimo que se sintiera, el catire no pudo evitar un respingo de satisfacción al conocer estos detalles de abolengo alemán, los cuales, por supuesto no dejaron de traer a colación el tema de los judíos al que le venía huyendo, como se sabe, desde su azaroso desembarco en Maiquetía hace ya semanas, pues es Falcón la puerta de entrada a Venezuela de los sefardíes marranos provenientes de las antillas neerlandesas y ya se sabe también de él que por su carácter perezoso evita odiar y más que eso, recordar la guerra, Alemania, Ruthy. En cambio repara en que lleva ya algún tiempo desestimando por omisión epistolar a su mujer y a su padrastro. Tan pronto como llegan a Coro, pero sólo después de haberse dado una vuelta por las casonas coloniales, sus balcones y sus tinajas de barro, se dispone a corregir el error.
   ¡Meine Liebe!

   Se preguntarán por qué tardan tanto mis misivas. No has de creerme que he optado por mantener mi identidad en secreto pues de esta manera puedo infiltrarme mejor en la logística que se me ha encomendado. Con cada carta pongo en peligro esta delicada misión, es por eso también que he evitado escribirle directamente a G. Dile de mi parte que todo está bajo control. En este momento estoy inspeccionando el puerto de entrada marítima que se ubica en el occidente del país y que a mi juicio sería el más adecuado para nuestro desembarco. Más señales les haré llegar cuando haya completado mis pesquisas. Oh pobre mía que esperas mi palabra amorosa y te torpedeo con este tipo de información, pero ya sabes la importancia y la prioridad que he de darle a estos temas, como digno ciudadano de la gran Tierra que estamos forjando. A propósito me pregunto cómo están los pequeños. Estarías orgulloso de mí si vieras lo bien que estoy aprendiendo este idioma imposible, todo sea por la Patria, la familia y la libertad. Aprovecho los buenos oficios de un asistente muy confiable para despachar esta carta. Como no me fío demasiado de los servicios postales de este país, te estoy enviando esta correspondencia a través de alguien que viaja próximamente y a quien mi asistente le ha pedido como un favor personal que te la haga llegar. Por supuesto que manteniéndome a mí en el anonimato. No te angusties en demasía, pronto habré terminado de recabar los datos colaterales y podré concentrarme en el punto neurálgico del asunto que nos concierne. No te ofendas mas no has de intentar contactarme bajo ningún concepto. De la total discreción de este operativo depende el triunfo. Abstente por amor, con amor, tu H.
Satisfecho, el catire regresa a lo suyo, en verdad está cumpliendo sin proponérselo con una labor investigativa. No le resta méritos el que lo haga por diversión. Está de incógnito y clandestino en un país cuyas anécdotas parecen de novela. Le hablan de un tal Urbina. Qué trabajo le costaba al pobre aprenderse esos nombres, se valía de cierta nemotecnia para recordarlos, en este caso echaba mano a sus escasos conocimientos de latín adquiridos en el bachillerato. Los lugareños se mofaban, pero lo complacían cuando él les pedía que le hablaran de Urbane. El mismo se hizo gracia a sí mismo cuanto más le contaban acerca de los usos y costumbres de aquel coreano corajudo, tan poco vinculable con el nemotécnico Urbane que significa en latín: cortés, sutil, elegante. Así pues se fue enterando de que Rafael Simón Urbina era toda una leyenda coreana, desde el día mismo de su nacimiento en 1897, en Cumarebo, rodeado de militares tan consanguíneos como antagónicos. Su papá, el general Antonio Urbina murió prisionero en el Castillo Libertador, bajo la férrea dictadura de Joaquín Crespo y el niño huérfano no llegó a comprender jamás esa paradoja: cómo es que se pueda llamar Castillo Libertador, una prisión, donde fuera muerto su padre. El catire hizo una mueca repulsiva cuando los padrotes le contaron que el general Manuel Urbina, tío de Rafael Simón, había sido devorado por gusanos en el calabozo número 13, en el departamento “El olvido”, del Castillo Libertad, cuando años más tarde había luchado contra otro dictador, el General Juan Vicente Gómez. La reacción del alemán avivó en los narradores el deseo de seguir relatándole, con sorna, la vida de Urbane. “El pequeño huérfano conocía la muerte de cerca y la emparentaba inconscientemente con la palabra libertad. Un día, cuando estaba todavía chiquito, escuchó una descarga cerca de la casa de su abuelo Francisco. Se encaramó en una mata de mango y desde allí pudo ver incendios, escuchar tiroteos y sobre todo confundirse, porque los de un lado vociferaban a favor de un Urbina y los del otro a favor de otro Urbina”. De manera que una segunda paradoja tomó cuerpo en su infancia: el que se mataran entre hermanos del mismo apellido, en los predios del mismo abuelo, dos bandas consanguíneas, por distinto caudillismo. Con semejantes antecedentes no tardó en hacerse él también militar y, por la misma vía, ácrata, es decir desobediente, voluntarioso y desafiante hacia la autoridad. Pronto pidió la baja, no soportó que sus superiores lo castigaran obligándolo a pasarse toda una noche de pie en una garita. A su regreso a Coro se fue reponiendo del enojo que le causaron aquellos a quienes desdeñaba y fue bien recibido por su tío Joaquín, quien se lo llevó consigo a Caicara del Orinoco”. Nuevamente las palabras excitaban la sensibilidad del Catire, apenas escuchaba el nombre del gran río, se le disparaba la imaginación y redoblaba su atención, seguro como estaba de que algún día hallaría su suerte en las minas. No fue exactamente decepción lo que experimentó al seguir escuchando la historia, pero comenzó a sospechar que los narradores prolongan los detalles de las anécdotas hasta exacerbarlos. Por ello el alemán se dio cuenta de que el relato le permitía pensar en otra cosa al mismo tiempo, sin perder el hilo de lo que allí se le contaba. Así fue como, mientras Coromoto se explayaba en redundancias y repeticiones acerca de lo que ocurrió en Caicara del Orinoco, es decir, de cómo metieron preso al buen tío Joaquín por propasarse en la bebida y cómo su sobrino se envalentonó y le pidió al gobernador que lo soltara y como el gobernador desestimó sus peticiones y hasta lo insultó delante de más de cincuenta personas y que se armó una reyerta y que hubo un poco de muertos, el catire lo escuchaba con media oreja y con la boca entera sonreía. Con la otra media oreja se mantenía atento a las voces interiores que lo compelían a escribir pronto una segunda carta, esta vez dirigida directamente a G. Esa misma noche la redactó:
Herr G.
Briefe aus Koro
   Antes que nada reciba usted mis respetos y mi agradecimiento por la posibilidad invaluable que me ha brindado Usted de serle útil a mi Patria. En segundo lugar quiero destacar su acierto al recomendar, en su debido momento, mi pasantía por el Departamento de Sociología de la Universidad Adolph Hitler, así como en el Instituto de Estudios Raciales Alfred Rosenberg, ya que me sería absolutamente imposible comprender la compleja realidad étnica y cultural de este país integrado básicamente por razas de la más baja estofa: indios perezosos que incluso fueron descontados por los españoles durante la conquista y la colonización del país, por su condición de analfabetas, desnutridos y totalmente inútiles; negros provenientes de la remota Nigeria y españoles oriundos básicamente de Andalucía, adonde los ya abyectos españoles se mezclaron con moros y judíos. He sabido además que muchos de los conquistadores así como los colonizadores eran cazadores de fortuna acompañados por mercenarios y prófugos de la justicia, el resultado de esas mezclas, durante casi cuatro siglos es una simbiosis de sus defectos e insuficiencias. Sin embargo, por su historia reciente, signada por manos militares y por una adulante clase dirigente, veo muy factible un pacto con un sector de las Fuerzas Armadas (y sus colaboradores civiles), cuyos intereses económicos y cuya formación castrense comulgan con muchos de nuestros esfuerzos. La idiosincrasia de esos venezolanos acepta la organización, la disciplina y la ejecutoria de la raza aria. Consideran a los alemanes y a los suizos como modelos de desarrollo. Muchos se sienten orgullosos de la participación financiera e incluso política que han ejercido algunos alemanes en el pasado. De tal manera que considero factible la penetración ideológica en las clases dominantes y la aplicación de nuestras consignas en el ámbito popular, como una primera e imperiosa medida. Una vez sembrado el orgullo servil hacia la superioridad aria, y con el apoyo de las fuerzas del orden y de la represión, lograremos extraer excelente materia prima para nuestra eficiente industria bélica. El hierro y el petróleo están prácticamente a la vista, la mano de obra local está contaminada de cierto afán incipiente de sindicalismo, de lo cual podríamos a la larga beneficiarnos mediante alianzas estratégicas y el infalible sistema puesto en práctica en los campos de trabajo europeos. El exterminio de los judíos no involucra aquí ninguna sistematización ya La mayoría de ellos se ha asimilado casi totalmente a las costumbres de la burguesía local, es un universo minúsculo, y son aún menos los que practican la religión mosaica. El pueblo bien orientado se encargaría de eliminarlos a su debido momento. La iglesia católica local ha hecho un excelente trabajo al identificar a los judíos con la muerte de Jesús. Una vez logrado este objetivo, conviene tomar en cuenta que el pueblo venezolano es muy dado a la superchería y si bien la mayoría practica la religión católica, es susceptible de adoptar nuestros nuevos ritos y de acogerse a las bondades de nuestra simbología. En cambio donde veo dificultad es en el rendimiento laboral: por factores climáticos e idiosincrásicos, el pueblo venezolano es dispendioso y no se afinca en el trabajo. Sin embargo, mediante la aplicación de las ecuaciones sociales descubiertas por el eminente Rosenberg, pienso que podemos interferir en el desarrollo de una raza mestiza destinada a proveer mano de obra en aquellas tareas que sean prioritarias para el Reich. Se me ocurre, entre otras alternativas, el turismo, ya que el país ofrece excelentes climas y muy variados parajes; la explotación del café y del cacao, que hasta hace no mucho fueron los mejores del mundo y para cuya explotación, los mestizos que resultan de la unión de blancos y negros, son perfectos, pues tienen la fuerza física necesaria y la posibilidad de aprender, mediante la obediencia, las técnicas que se les enseñe en el futuro. Los acontecimientos políticos se están desarrollando paulatinamente, he hecho algunos contactos con personeros importantes cuyos nombres daré a conocer tan pronto como se consoliden algunos pasos previos. Qué la Patria me conceda aún algún tiempo, a cambio le ofrezco mi vida como garantía de triunfo. Con el corazón en la mano, H.
   PD: A mi familia sólo pido dedicación a los deberes y que el ancho mar que me separa de la Gran Alemania, de mis padres y de mis hijos, fortalezca nuestro espíritu de lucha y clarifique nuestras decisiones. Duermo tranquilo a sabiendas de que tanto usted como el Fuhrer se interesan por el bienestar de todos los alemanes y de que más temprano que tarde anexaremos estas tierras a nuestros ideales. H.

   Las anécdotas de la vida aventurera de Rafael Simón Urbina acabaron hartando al catire, que si se escapó de la muerte en el estado Guárico, que si estuvo pagando un año de cárcel en el estado Bolívar por salvar a un tío suyo metido en líos y que negoció su libertad traficando influencias; Que tuvo durante un tiempo falsa identidad y gran movilidad por el territorio nacional. Estaba a punto de bostezar y de retomar su misión cuando le pareció que la historia de Urbane se componía. Le contaron que el hombre declinó toda participación política, a pesar de que el gobernador de Coro era otro tío suyo, “y se fue a trabajar a la Sierra, adonde se hizo comerciante y de 1915 a 1919 adquirió un pequeño capital gracias a sus relaciones con los Blohm”. Retuvo con especial cautela esta información y la memorizó en forma exclamativa: “¡De manera que el tal Urbina tenía vínculos comerciales y afectuosos con otros alemanes, jum!”. Sus interlocutores advirtieron el nuevo entusiasmo del catire y no escatimaron los detalles en el relato de uno de los más célebres episodios en la vida de Rafael Simón Urbina. El asalto a Curazao le fue narrado con hipérbole y dramatización, pero el alemán venía de la Segunda Guerra Mundial, poco podían impresionarlo semejantes incursiones caricaturales con resultados fallidos. Ya había obtenido lo que requería, tenía el retrato psicológico y la dirección exacta para establecer un contacto asertivo.

   La capilaridad idiosincrásica funciona como los vasos comunicantes, basta que un grupo enaltezca las virtudes de una persona ausente para que alguien le saque a colación algún defecto. Lo mismo sucede a la inversa, si las alabanzas adquieren un peligroso consenso, no faltará quien señale un defecto. Las personalidades heteronimias tampoco escapan a esta regla de oro. Así es como María renuncia a los placeres sencillos y espontáneos que le ha brindado la compañía de su amiga periodista, la de las risas radiales de las cuatro y media en punto, la de los recuerdos juveniles, de cuando eran ambas militantes de las causas justas y chivos expiatorios de las injustas. María está a punto de volver a ser Sara, la de las recurrentes preguntas, la de los relatos difíciles, cuando Juan Aroldo Cuanta anda en procura de Rafael Simón Urbina, personaje eje para fraguar el secuestro de Carlos Delgado Chalbaud. Sara apura el regreso de María del estado Falcón, teme que tanta risa, tanto anonimato, tuerzan su historia hacia un final feliz, pues cómo podría implantarse el nazismo en Venezuela, adonde la gente es tan tolerante y generosa. Ya casi ha olvidado sus penurias, su amiga del tercer piso del edificio Tirrenia, contagia eterno buen humor, optimismo radiante y además paga de buena gana las cuentas del breve viaje por Falcón. Así son los venezolanos, ¿cómo podrían ser fascistas? El retorno a Caracas trastoca las realidades. Ya en el carro se perfilan algunos exabruptos, la voz inconfundible del Presidente de la República clama desde la radio, en cadena de emisoras, para que el pueblo soberano apruebe la nueva constitución. Cuño y letra, echa mano a la mejor demagogia, aquella que repite consignas hasta empalagar y construye su propia dramaturgia populista; aquella que nunca se dirige a la razón, al sano juicio o a la inteligencia; Aquella que frecuentemente provoca en la oposición respuestas maniqueas y vacías de contenido. En caliente, María es increpada por su amiga:
-- ¿Vas a votar en el referéndum, verdad?
-- No voy a votar- responde ella haciendo esfuerzos por seguir siendo María.
-- ¿Cómo?, ¡cómo que no! Si no votas no tendrás derechos, ni siquiera el de opinar.

   Sara enmudece, se le sueldan los labios a calicanto, gruesa hiel, mucha ironía. De nuevo en casa, sola, rediviva, Sara forcejea otra vez contra la vigilia que como un eco persistente le ronronea en el oído. Desesperada recurre al Rophinol liberador de pesadillas y durante los escasos minutos que preceden su desencadenamiento echa un vistazo por la ventana del primer piso del Edificio Tirrenia. Allí han alojado a algunos damnificados que lo han perdido todo por culpa de torrenciales aguaceros. Cree reconocer en los ojos negros de un muchacho, los de un niño marginal que, en 1974, correteaba con sus amigos en uno de los barrios marginales de los Valles del Tuy y que venía a pelar vituallas y a escuchar los cuentos que las jóvenes universitarias de la capital venían a contarles, siempre con mucho entusiasmo. Un día Sara lo vio marcharse muy de prisa y quiso detenerlo. Lo siguió, pero el niño se escabullía por aquel laberinto de casas de cartón y lata. Al fin dio con él, mejor dicho con su sombra, pues quedó paralizada al escucharlo decirle, a sus cinco años, a otro de unos quince: “vamos pues pa´que me cojas y me des mi fuerte” (nombre que se le daba a una moneda, cuyo valor equivalía entonces a un dólar norteamericano aproximadamente). El sopor la fue arropando completamente y a medida que se endormía, Harald Quandt regresaba también a la capital. Esta vez impostaba la voz y se proyectaba como galán. Le convenía hacerse ver como un dandy europeo, hacerse querer por las mujeres de sociedad, desviar cualquier sospecha y todas las intrigas que pudieran vincularlo con la política. Brindó con hombres bien vestidos y mejor informados, intercambió tabaco con uno de ellos pero sobre todo se concentró en las dos damas que semanalmente tomaban café en el Hotel El Conde. Allí mismo las abordó con manierismos y diplomacia. Las entretuvo contándoles historias inverosímiles de héroes recios. Les describió a Churchill, a Roosevelt, les habló de Einstein y de Freud, les recitó, en alemán, poemas de Hölderlin, de Heine y Rilke. Roció el café que bebían con esencias que dijo traer de lejos y no cayó nunca en la tentación de responder a sus preguntas. Se mantenía galante, enigmático. Lya lo juzgaba con la severidad de su pensamiento; Lucía se divertía porque le resultaba atractivo y ocurrente; Harald lograba su objetivo de dejarse ver con ellas; los dados ya estaban echados. Durante los segundos que le ganó Sara al sueño, se le perfiló en el entrecejo un desenlace. Garrapateó las inconexas ideas en una servilleta humedecida, que encontró sobre la mesa de noche, debajo del vaso que le había servido más temprano para diluirse en vodka. Esto fue lo que escribió:

   DESCRIPCIÓN SOMERA DEL SECUESTRO DE CARLOS DELGADO CHALBAUD. NADA ES COMO PARECE, LOS INGLESES Y LOS AMERICANOS SE HAN RESARCIDO, CUANDO EL REICH ESTABA A PUNTO DE APODERARSE DE VENEZUELA, SUCUMBE. HA OCURRIDO EN BERLIN UN MAGNICIDIO SIN PRECEDENTES, UN COMANDO SIONISTA, DIRIGIDO POR UN TAL VÍKTOR HA HECHO VOLAR EN PEDAZOS EL TEATRO DE BAYEREUTH, ADONDE EL FUHRER Y TODA SU COMITIVA, INCLUYENDO A EVA BRAUN, GOEBBELS, MAGDA, GOERING, ETC. SE HAN REUNIDO PARA PRESENCIAR, EN FUNCIÓN PRIVADA, "EL ANILLO DE LOS NIBELUNGOS". LA OPERACIÓN HA SIDO CONCERTADA CON LA COLABORACIÓN DE LOS COMUNISTAS.

   De todas maneras el desarrollo de los acontecimientos arrastra sus propios nudos. Esa misma mañana, poco antes del amanecer, ya están entonados los hombres que tienen la misión de secuestrar al Presidente, han pasado la noche entera envalentonándose, todos admiran a Urbina, casi todos son paisanos del estado Falcón y ninguno requiere demasiadas explicaciones. Los guía un supremo comando, el de la fatalidad. Está escrito, perfectamente descrito, en las confesiones tardías de algunos de los protagonistas del fatídico asesinato culposo: las cosas pasaron tal cual como ocurren en las obras de teatro o en las óperas. Se sabe de antemano que Julio Cesar será asesinado por Brutus, su amigo, y sin embargo siempre se piensa que por una vez pudiera no ocurrir. Rafael Simón Urbina, como Brutus, ha tenido desavenencias con el Cesar, piensa que Carlos ha sido injusto, que ha desestimado sus demandas y que merece escarnio. Entonces, en nombre de una causa presuntamente patriótica echa a andar, con sus hombres, las ruedas del destino, las cuales, en su aceleración, acaban arrollándolo a él y favoreciendo, por carambola, a quien no se hallaba en escena al momento de producirse el crimen, pero sí en el vértice de la acción y sobre todo en las consecuencias. ¿Mas quién, afantasmado y quimérico, anda lamentándose pública y privadamente con el magnicidio?, ¿Cuáles detracciones se le cobran a Carlos Delgado Chalbaud?. Helo allí muerto en su magnánima investidura ¿Veis deudos?
   Ved muerta la trama urdida por Sara. No Tercer Reich, sino Quinta República, halla al despertar. Después de tantas horas de soñar continuo se entera del triunfo presidencial en el referéndum y del instantáneo cambio de nombre del país, por el de República Bolivariana de Venezuela. La retórica oficial retrocatapulta a Sara al siglo XIX. Ahora entiende que ha estado completamente errada en su hipótesis de novela: Hitler y Goebbels aún están por nacer. El corazón de Sara se consuela sabiendo que cada apariencia no es realidad. Cierta connivencia le da fuerza para pulsar, y, al escuchar el familiar saludo telefónico de Hombre, aúlla a través del auricular.


Biografia:
Novelista y periodista
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