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Pauline Bonaporte en las islas de Haití y la Tortuga
La bella Pauline entre esclavos, violencia,racial, piratería...
udonge

Resumo:
El melancólico palacio rosa del último Rey de Haití, momificado entre sus ruinas poéticas...


Las ruinas poéticas de Sans Souci
Portentosos cañonazos, disparados desde el Castillo del Morro contra la infinita fecundidad del Mar Caribe, alertaron a los santiagueros en aquella jubilosa y santa mañana de Corpus, en los albores de un nuevo siglo, marcado por la desbandada de los colonos franceses que huían del joven Reino de Haití, bajo el terror de un acreditado señor de los figones, y ahora ejerciendo de dueño y señor de la palúdica y humeante ciudad Normanda de Cap Francais.
Un humo, hediondo y lardoso, que el viento empujaba desde el castillo hasta la catedral, era el inequívoco símbolo del apresamiento del gabacho, conocido en Cuba como Pata de Palo.
Pata de Palo, a los cincuenta años pasó del abolengo y la abundancia, a verse perdido, arruinado por la revuelta de los negros cimarrones, alimentada por los tambores de calenda. Milagrosamente, se salvó de la turbamulta, gracias al camuflaje perfecto, encontrado en un pozo de agua lacia y vomitiva donde se ocultó tres sangrientas jornadas de saqueo y rapiña de su hacienda, antes de emprender la definitiva huida, campo a través, hasta dar con su macilenta hambruna en Cap Francais, donde reinaba el caos y el desorden.
Durante una temporada malvivió en una mísera pensión de la calle de los Españoles, hasta que a duras penas se hizo con un pasaje de cubierta, en una goleta mal calafateada, que lo dejó a él, y a cientos de gabachos blancos, que abandonaban el Reino de Haití, buscando asilo en la próspera Santiago de Cuba, donde era cotidiano que los perros del gobernador se alimentasen de mandingas, fulas, grifos y mamelucos.
Pata de Palo, maleado por el vinazo español, el aguardiente, los naipes marcados y las mulatas que esperaban a los nervudos marineros en las insalubres callejas mal iluminadas, perdió toda razonable esperanza de volver a recuperar sus tierras en la meseta rojiza de Haití.
Una noche, aturdido por el ron trasegado y las caricias recibidas, pero con la sagacidad de un perro famélico, muy quemado por la tralla, sin pensarlo dos veces, con sus últimos luises, se costeó la compra en un astillero de Santiago de una destartalada urca, echándose al Caribe en su carcomida embarcación, a la que bautizó con el pomposo nombre de Paulina Bonaparte, ardiente y voraz hembra, a la que engatusó una loca noche en un lupanar de la muy normanda Cap Francais, donde vivía en compañía de su marido, el capitán Leclerc.
Pasaron los años, y a Pata de Palo le tocó vivir días de incierta fortuna. Tiempos difíciles, para su tripulación, recogida a la ventura, en los templos nocturnos más facinerosos de Jamaica, Trinidad, Martinica y Barranquilla. Marineros diestros en piar velámenes a todo trapo en aventurera tremolina.
Entre fallidas intentonas de quiméricos abordajes, de siestas y desperezos, en el sollado de popa donde solazaba con su fámula dominicana, Pata de Palo, a duras penas se forjó un nombre propio, un jornal de leyenda, al estilo de Levasseur y Ducasse, que durante décadas habían atemorizado a todo el Caribe español, desde Trinidad hasta La Habana.
Lo suyo era apagar motines y desactivar revueltas de cubierta en medio de una turbia atmósfera de ron y pólvora, atmósfera jalonada de saqueos y rapiñas, que apenas le servían para pagar la cuenta del vinazo y del aguardiente de caña, en las tabernas de Puerto España y Paramaribo.
Ofuscado por el escaso éxito comercial de su bucanería, Petit Hein, cayó en el despecho, alimentado por el fracaso, en una solitaria playa de la Isla Tortuga, donde su podrida urca yacía embarrancada en un fangoso arenal de Basse Terre.
En medio de un desolado paisaje de chicharras, cañones abandonados y ruinas cóncéntricas, utilizadas antaño por la heroica y contumaz tripulación del capitán Levasseur, el fantasma de Paulina Bonaparte estaba omnipresente en aquel miserable rincón del Caribe, pues allí había ella llegado huyendo de la peste que asolaba Cap Francais, y allí, en aquella dispersa maleza estaba enterrado el capitán Leclerc, sorprendido por el vómito negro.
En las tibias noches de luna llena, la imaginaba paseándose desnuda por la playa, y cuando escaseaba el tajo y la faena, para ahuyentar su mala hora, Pata de Palo, se consagraba a darle duro a la canilla de ron y a la paila del guarapo, para después solazar de forma indolente entre los senos de su fámula barragana, cuyo cuerpo no había sufrido por el momento el irreversible pillaje de los años.
Refocijado, esperando que la dulce lluvia de diciembre hinchara las velas, entre eructo y eructo de oporto, mientras arrojaba los naipes marcados sobre una mesa manchada de guarapo con ron, las negras de la camarilla de su tripulación, jóvenes de firme nalgatorio, bailaban desnudas al son de un viejo tambor acariciado por un fula patizambo y policrespo, encargado a bordo de preparar la marmita, rasurar cráneos y aliñar los diarios guisos de tortuga, en su justo punto.
Prisionero en un sollado de castigo del Castillo del Morro, privado de mulatas y guarapo, Pata de Palo, se sumió entonces en una extraña apatía, donde la sombra del cadalso, ya no le intimidaba, a él, que una noche imborrable de Cap Francais, gozó del esplendor criollo de Paulina, cuando su tez achicharrada por el trópico, destilaba fragancias de mango y tabaco fresco.
Y, sólo pensaba en ella, en la bella cautiva de Isla Tortuga, cuando aquella brillante mañana de Corpus, en un Santiago jalonado de nardos y guirnaldas, Pata de Palo, enfundado en su casaca de seda verde,-fruto del pillaje del palacio rosa del Rey de Haití, en una lluviosa noche de Sans Souci, su rosácea piel normanda, embadurnada de brea, fue carnaza de los buitres carroñeros que volaron desde Sierra Maestra, hasta dar con sus huesos, y dejar del desafortunado gabacho, apenas una agujereada casaca, engarzada de un oxidado clavo, la misma prenda que antaño luciera Henri Christophe, el mismísimo Rey de Haití, la madrugada que fue despellejado vivo por un fula belfudo y narizñato, que no paraba de invocar a Ogún, el dios de sus antepasados, allá, en las ruinas poéticas de su palacio rosa de Sans Souci.

Texto extraído del libro “Los argonautas”




Biografia:
udonge, 55 anhos, espanhol, mora na Europa, escritor e também pintor precisa editor paulista nipo-brasileiro para su novela "La concubina de mi amante". Enviar email urgente a su dirección en España o dejar mensaje en sección "recados" udonge2004@yahoo.es
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