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El indeterminado de cabeza de bronce
Teódulo López Meléndez

Resumo:
Esta novela versa sobre el tiempo y sobre la multiplicidad del ser. Tomando como pretexto al orfebre y escultor renacentista Benvenuto Cellini, el autor traza un arco donde desaparecen la unicidad del tiempo, la existencia de una sola realidad y donde brotan mujeres míticas del interior del hombre.




Teódulo López Meléndez

EL INDETERMINADO
DE CABEZA DE BRONCE






A Angélica,
In Memoriam





     


No hay que creer que el tiempo transcurrido
vuelva a la nada; el tiempo es uno y eterno;
el pasado, el presente y el futuro no son más
que aspectos diferentes - grabados diferentes,
si lo prefieren - de un registro continuo,
invariable, de la existencia perpetua
Eric Temple Bell

Toda la cuestión de la mecánica cuántica
estriba en que tiene una visión
diferente de la realidad.
En esta concepción, un objeto
no posee simplemente una sola historia
sino todas las historias posibles
Stephen Hawking



Los animales míticos son seres que viven
en el cuerpo humano
Daniel Medvedov


Lo que se dilata no es un cosmos
de devenir incierto,
es el globo ocular de un ojo
que engloba completamente el cuerpo
del hombre...el mundo entero se
                                                        vuelve de pronto endótico; un fin que
implica tanto el olvido de la exterioridad espacial
                         cuanto el de la exterioridad temporal
a favor únicamente del instante "presente"...
Paul Virilio






   "Los comunes mortales desconocen que este atento sabor proviene de la conjunción de las Diosas del Mar y de la Tierra. Lo representaré para Su Majestad en oro y esmalte", dijo Benvenuto mientras organizaba los materiales sobre el gran tablón lleno de martillos de diversos tamaños y de cinceles y moldes. Sobre ellos se enseñoreaba una pequeña fragua cuya llama azul parecía independiente.
   Erelieva lo escuchaba con las manos en la cintura y un movimiento de burla. Vestía ricas prendas y una peluca blanca ocultaba sus negros cabellos. Observó al orfebre afanarse, llevó - como si pretendiese liberarlas- las manos al corsé que aprisionaba sus grandes tetas y le espetó:
-- No le gustará a Francisco, lo que tienes en mente es demasiado rebuscado.
   Benvenuto la ignoró y continuó su tarea.
-- Francisco nunca te dijo que debías hacerle un salero - insistió la mujer.
El orfebre comenzó a fundir vidrio con óxido de cobalto y un bellísimo azul comenzó a emerger. "Este es de Diosa del Mar", exclamó entusiasmado.
-- A Francisco nunca le ha gustado el azul - repiqueteó Erelieva.
   El barniz vítreo fue tomando su peculiar textura mientras el artista dirigía su atención hacia la fundición de un lingote de oro.
-- Has debido hacer otra cosa, Francisco tiene demasiadas piezas áureas.


El invierno de Viena era especialmente rígido. La nieve cubría totalmente los bosques aledaños y el viejo edificio del Parlamento parecía un bloque de hielo. El rumor de la opereta, representada en el salón contiguo, se paseaba por los pasillos del museo entreteniéndose en los marcos de los cuadros y envolviendo con dulzura las esculturas alineadas en armonía con los bien cuidados pinos del jardín. El hombre miró el salero de oro y esmalte en la antigua vitrina de madera y cristal. "Está igual", pensó. Había ido al Kunsthistorisches Museum con el exclusivo propósito de ver ese objeto y ahora que lo tenía delante le invadía una mezcla de tristeza y alegría. Ni siquiera las rudas manos de Francisco I habían desgastado las incrustaciones de oro y menos las de los sirvientes habían logrado producir algún daño al esmalte. Allí estaba el esplendoroso azul de la Diosa del Mar y la presencia rotunda de la Diosa de la Tierra. "¿Aún tendrá sal?", se preguntó ensayando una sonrisa, para responderse que seguramente no, que los encargados del museo lo mantendrían absolutamente limpio para evitar algún tipo de corrosión, desconociendo que el cristal del que estaba hecho era a prueba de cualquier sustancia, mucho más de la sal pues para contenerla había sido concebido. Miró la vajilla de la época que acompañaba al salero en la vitrina y un dejo de nostalgia se apoderó de su rostro. La F y el I, el dueño y su número en la historia, se entrelazaban a mitad de cada plato y hasta las cucharillas de plata las portaban. La música que se deslizaba del teatrillo del museo le recordó aquella de la pasantía por París. Allí lo había acogido la protección de Su Majestad, enamorado de sus monedas labradas, de las joyas trazadas con perfección, de los adornos y floreros exquisitos. Una ninfa quería Francisco I y una ninfa le había dado, la más bella de todas, pensaba, mientras los recuerdos se sucedían en cadena. Ninfa de Fontainbleau, había decidido el monarca, para que se bañara a diario en el agua, para que se asociara al azul, su color preferido. Ahora estaba en el Louvre, siempre en París, recordó, mientras lentamente avanzaba hacia la puerta que daba al inmenso y rectangular jardín. El frío de la mañana le golpeó el rostro con fuerza. Acomodó la bufanda, calzó los guantes de cuero y comenzó a moverse a lo largo de la vasta extensión. Sí, en el Louvre continuaba preciosa, buen museo aquél, pensó, no sin reflexionar que la posteridad le había dado la importancia merecida. El salero era, sin embargo, la única pieza de orfebrería que había sobrevivido en el tiempo. Se interrogó como habría ido a parar a Viena, pero desistió de preguntárselo cuando vinieron a su mente las guerras y la historia, los saqueos de tesoros artísticos y las subastas donde los amados objetos eran vendidos al mejor postor. Se preguntó que haría cuando traspasase las verjas de hierro que rodeaban al jardín. Tenía luego una cita en un café del centro, pero aún disponía de un par de horas. Recordó los tiempos en que corría a escribir siempre apremiado por la falta de papel y tinta y sobre todo por aquellas plumas cuyas puntas se rompían con una facilidad impresionante. Hoy podría dictarle a una computadora que corregiría sus errores de sintaxis y podría poner aquellas confesiones en diversos idiomas con la misma perfección que había puesto en sus desaparecidas piezas de orfebrería, en sus monedas, esculturas y grabados. "Menos mal que el salero está allí, para que la gente de estos tiempos me recuerde", se congratuló por un instante, mientras su pensamiento volvía al único libro que había escrito. Lo había redactado con brutal sinceridad y con una prisa teñida de dolores. "Eso es algo que no se olvida", se dijo esta vez en voz alta mientras detenía un taxi. Esperaría en el café las horas que faltaban para la entrevista. Tomaría algo caliente, seguramente con un poco de coñac y vería pasar a la gente dolorida por el frío. La ciudad estaba oscura, como si el sol, a pesar de lo temprano de la hora, hubiese decidido retirarse para siempre. Cierto, los hombres habían reeditado el libro. Además lo habían colocado como autor de otro, de uno con fotografías de sus obras. Ambos los había visto en el negocio de un anticuario de libros detrás del monumento que recordaba al Quijote y a Sancho. Cosa de agradecer, sin duda. Aquel año, no recordaba si durante el otoño, cuando había comenzado a escribir, comprendió que eran necesarias muchas cosas para que los hombres recordasen a los creadores. Pudo, entonces, escribir, con mayor calma, si de esta manera puede llamarse al ansia que lo devoraba. Había dicho todo lo que sabía de los Papas, del poder, de lo femenino y de las huidas. Estas últimas casi en su totalidad por culpa de las mujeres, qué culpa tenía él de la locura femenina, en especial aquélla de las amantes de los poderosos por los artistas del renacimiento. Había dejado plasmado el siglo XVI desde una óptica que iba más allá de las alcobas, pues escuchaba cuando los poderosos lo recibían o cuando los cortesanos le informaban a placer de los sucesos de palacio. Tendrían que consultar aquel tomo los interesados en saber. Era cierto que había perdido el apetito por la escritura, ya no tenía nada que decir en un mundo en el que las noticias no existían, menos cuando lo que pudiera haber dicho le estaba prohibido. El taxista lo sacó del ensimismamiento casi gritándole el precio del viaje. Pagó y con un seco "sí" despidió al hombre que, recompensado por una abundante propina, le interrogaba si conocía la calle a tomar para llegar al café donde se dirigía. Cómo no podía saberlo. Había estado allí por primera vez el día de la inauguración, cuando una orquestina vestida con trajes típicos había interpretado numerosos valses, demasiados para su gusto. Se había divertido mirando los rostros de las mujeres; bellas le parecían entonces las vienesas y bellas le parecían ahora que cruzaban veloces la amplia calle peatonal con ladrillos en rombo procurando un bar donde guarecerse de las inclemencias del tiempo. Quizás la otra cosa familiar era el delantal blanco de los mesoneros, sí, también la cortesía, pero estos trajes de ahora no tenían nada que ver con el multicolor de los trajes típicos de entonces. Ordenó chocolate y coñac y debió precisar, ante la extrañeza del mesonero, que debía traerlos separados, no mezclados como el atribulado hombre había entendido. La calle se conservaba igual. Las fachadas habían sido cuidadas con esmero, el piso seguramente restaurado al paso del tiempo y hasta los faroles de antaño lucían espléndidos, ahora con un rayo láser que apuntaba al cielo, aunque eran más bellos con el fuego natural, pensó, concediéndose un momento a la nostalgia. Notó que en un rincón del mostrador se amontonaban periódicos y revistas y allí se dirigió escogiendo uno al azar. La mirada fue inmediatamente hacia una exposición de joyas que se anunciaba para el día siguiente. Los nombres de los artistas no le sirvieron de nada; hacía tiempo, mucho tiempo, que no seguía a los joyeros y orfebres. Se miró las manos y su imaginación se disparó. Apenas agradeció con un gesto al mesonero que, solícito, colocó el pedido sobre la mesa redonda. Comenzó a mover las manos alrededor de las tazas, a acurrucar el gránate entre cuarzos ahumados, amatistas escolladas soportarían el metal helado, pero él estaba fuera, ya no había necesidad de preocuparse por la finura de los acabados. Primero sorbió el chocolate y de seguidas el licor y le pareció inexplicable la sorpresa del mesonero por su pedido, dado que ambas bebidas, a su gusto, iban muy bien juntas. Fijo la mirada en el cuello esbelto de la mujer de la mesa de al lado y no pudo dejar de imaginarse una acqua mate junto a cristales de aguamarina. Era bella, se dijo, comprobando que no había desaparecido su gusto hambriento por las mujeres, y la imaginó con conchas de nácar, plumas y piedras, con aquél largo cuello dispuesto para ser alcancía de un verdadero orfebre y joyero. Sí, las mujeres de esta ciudad tenían el cuello como aquellas de la amada Florencia. Podría colocarle perlas, cuentas indiscentes y un tono verdeagua. El hombre que la acompañaba lo miró interrogante haciéndole desviar la mirada. Afortunadamente una rubia de cabello corto se despojaba del abrigo y se sentaba en una de las butacas de la barra. Examinó el cuello del nuevo objeto de su interés y pensó de inmediato en unos ojos de tigre rojo, en topacios ahumados, en cristales color tabaco, en cuarzos rosados, en perlas barrocas y cristales de roca. Sonrió al imaginársela desnuda sólo cubierta por las joyas salidas de sus manos prodigiosas y se preguntó si allí las mujeres tenían lisos los vellos del pubis y qué prenda colocaría sobre su sexo, para responderse que seguramente un topacio. Ordenó lo mismo al mesonero que parecía ahora comprender perfectamente la excelente mezcla que hacía su cliente y hojeó, de nuevo, sin mayor interés los periódicos y revistas. La política había degenerado en un cabildeo sonso, pensó, mientras desganadamente miraba los titulares sin quitar del todo la vista a la hermosa rubia de la barra. Ya no había intriga de la buena, conspiraciones palaciegas, injerencia de la Iglesia en los asuntos de Estado. Todo era banalidad, aunque los hombres no habían perdido la costumbre de matarse. El sexo había pasado a ser algo insatisfactorio, por repetido, público y virtual. Ya los hombres y mujeres no se deseaban como cuando las favoritas de los reyes iban a visitarlo a su estudio a ser infieles a los soberanos, como Erelieva, la favorita de Francisco I, la misma que tuvo la culpa de su huida de París aquél lejano año. Ya no había chismes buenos, como aquellos que llegaban a las cortes de Clemente VII y Pablo III, informando de las alianzas de los cardenales y de alguna que otra amante encontrada en un presbiterio. Ya el mundo no viviría tiempos como los de los Médicis, no habrían mecenas como aquél Cosme I que lo había protegido con amor y que él había reconocido con un magnífico busto en bronce. Allí estaba todavía en la ciudad del Arno aquella joya de su talento, bien resguardada en el Museo Bargello. En bronce, aquél bendito bronce que aleaba con el más puro cobre y con el más puro estaño, aquél que le sirvió para la magnífica estatua de Perseo. Sí, allí estaba aún, en la Loggia dei Lanzi, aquella pieza fuera de toda consideración humana en la que había invertido nueve años. Quien la mirara podía ver al vencedor de La Gorgona volando por los aires hasta Africa a transformar en montaña al gigante Atlas por haber sido grosero en cuanto al recibimiento que el héroe merecía. Allí estaba el verdadero mundo congelado o hecho tierra, como se prefiriera, en las manos del gigante inhospitalario. Este otro mundo carecía de gigantes y hasta las estatuas eran huecas y caían bajo el efecto depredador de los vándalos citadinos o de los locos drogados o aún de la mierda de las escasas palomas que aún practicaban el oficio insigne de cagarse en ellas. Sí, aquel Perseo era otro monumento a su nombre. Podía vérsele llegar a Etiopía a liberar a Andrómeda del dragón que estaba por devorarla, la gran batalla con el monstruo, la victoria y la boda con ella. Él había plasmado todo en su obra, hasta la petrificación de Fineo, el prometido de la mujer, como debía hacer un hombre, que al rival lo deja hecho piedra, como también lo hizo con Preton y Policdeto, por cabrones. Ya no había héroes en este mundo de mierda, aunque la mirada pudiese aún distraerse en una bella hembra. La rubia de la barra tenía un extraño peinado, aquellos cabellos rubios no debían estar así. Se dirigió a la barra y llevándose significativamente los dedos al cuello le espetó: "Tienes cabeza de Medusa". La mujer abrió la boca desmesuradamente, recogió con rápidos movimientos el abrigo y salió disparada por la puerta del café.

   Los rumores corrieron en los salones, la Señora lo supo de su amante, en la Corte se ensayaron discretas sonrisas cuando la preferida hacía su entrada y a los oídos de Francisco I comenzaron a llegar tímidas insinuaciones. Su Majestad decidió llamar a su presencia al orfebre florentino para reclamar la pieza que había solicitado. Benvenuto endosó su mejor traje, unos ajustados pantalones con medias hasta la mitad de las pantorrillas, un alegre sombrero con pluma y una casaca verde con faldones hasta las corvas.
   Que Su Majestad no estaba de buen humor era perceptible hasta para el más tonto de sus ministros, buena parte de los cuales conocían las razones, aunque callaran discretamente. En cualquier caso la presencia del florentino ante Francisco I sería un espectáculo de no perderse y, así, Su Majestad notó que para un encuentro aparentemente secundario había excesiva movilización a su alrededor. Por lo demás, minutos antes del encuentro, un chismoso informó a los oídos reales que el orfebre no había terminado pieza alguna pues todo el tiempo lo ocupaba en refocilarse con Erelieva. Francisco I, secamente, preguntó a Benvenuto por el trabajo encomendado y el orfebre pidió un cojín de raso y allí, sin mediar palabra, colocó el salero. Francisco I miró el objeto y abrió los ojos desmesuradamente. Interrogó con ellos a los cortesanos más cercanos y todos mostraron estupor ante la belleza que contemplaban. Pidió explicaciones sobre lo allí representado y sobre las técnicas empleadas y las respuestas parecieron satisfacerlo. Giró en torno al salero varias veces y no pudo contener los elogios. No había duda, estaba en presencia de uno de los más grandes artistas que alguna vez hubiese estado en la Corte. Así lo manifestó, ordenando, de inmediato, una recompensa adecuada para el orfebre. De seguidas le interrogó sobre sus planes y Benvenuto contestó que sería una Ninfa para satisfacer la ansiedad alguna vez manifestada por Su Señoría. Este ordenó se pusiese al trabajo de inmediato y lo despidió. Benvenuto hizo la reverencia de rigor y abandonó el salón real. Francisco I parecía olvidado de los chismes que corrían como ratas por palacio y pidió se llamase a Erelieva. Consultada la mujer sobre el objeto se deshizo en alabanzas y, sabedora de las correrías de las palabras injuriosas, dijo al monarca que había asistido varias veces al taller del orfebre a vigilar en persona la buena marcha de la elaboración del preciado objeto. Francisco I la observó de soslayo sin agregar comentario. No era una mala explicación aquélla, tal vez todo se debiera a pasión por el arte de parte de su amante y de un celo comprensible a su servicio. No obstante, se dijo, haría vigilar al florentino y a la mujer, pues buenos informes de los espías ayudaban a tomar buenas decisiones. Ordenó a los sirvientes colocar el salero en la mesa para uso inmediato y se dirigió a conversar con sus ministros de asuntos de Estado.
   Benvenuto estaba intranquilo, no le había gustado la reunión a pesar de los elogios al salero y se dijo una vez más que las mujeres ocultaban la perdición entre las faldas. No se dirigió al estudio prefiriendo marchar a una taberna donde las camareras eran cosa de no perderse. Percibió que le seguían y sus sospechas obtuvieron confirmación. Daría una buena lección a los sicarios y ya vería Francisco I que no andaba invadiendo sus predios. Pensado y hecho, pues el orfebre se emborrachó hasta el amanecer rodeado de rubia y de morena contratadas ambas para su exclusivo servicio previo informe de la remuneración especial que le otorgaría el rey. Con ambas doncellas, si así pudieren llamarse dada la amplia experiencia que poseían en el arte amatorio, marchó al lecho para tranquilidad de los espías que podrían presentar informe apenas el monarca se alzara del lecho de Erelieva, o ésta del lecho de aquél, pues turnos habían sido impuestos por medida de seguridad. Francisco I se tranquilizó, aunque ordenó continuar la vigilancia hasta nuevo aviso. Todo muy bien, si Erelieva no hubiese escuchado tras fingir que se retiraba del aposento. Hecha una furia marchó hacia el estudio del orfebre quien no había regresado. Entró, sin embargo, lo que no podía extrañar al criado de Benvenuto y allí esperó por un par de horas. La desaliñada imagen del hombre le confirmó el informe y sobre él se abalanzó dispuesta a destrozarlo con las uñas. El escándalo fue de proporciones inauditas, pero los vecinos prefirieron permanecer escondidos husmeando dado que conocían muy bien quién era la dama ofendida. Benvenuto comentaría el episodio asegurando que hubiese preferido enfrentarse a una fiera de circo aún no domesticada. Seguramente se refería a los osos que portaban algunos juglares y también algunas compañías de teatro ambulantes que utilizaban los animales como gancho para captar espectadores. El orfebre salió del incidente muy mal parado, pero aún más su estudio, dado que la mujer se complació en romperlo todo y en lanzar contra las paredes los amados instrumentos de trabajo. Craso error el de Erelieva pues Su Majestad obtenía, con eficacia y prontitud, la confirmación de todos los rumores. No obstante fue prudente, como lo obligaba, por lo demás, su condición. Si el florentino había sido capaz de crear el más bello salero de la historia qué podría esperarse de la Ninfa anunciada. La amante sería sujetada sin castigo, puesto que de ella no podía prescindir dado ese emocionante movimiento giratorio de las caderas y las excelsas habilidades que mostraba en cada batalla de alcoba. La conservaría, sí, pero sin permitir más traiciones. Erelieva supo de tres damas de compañía que no la dejarían sola en ningún momento, pero el rencor pasa y la imaginación funciona basada en los recuerdos, de manera que comenzó a pensar en las maneras de encontrarse de nuevo con Benvenuto. Comenzó por obsequios a las tres mujeres y luego siguió con las confidencias, pues que era una amiga debía demostrar. Cuando el orfebre recibió el primer mensaje midió bien las consecuencias, pero las turgencias de la mujer pudieron más, no sin pensar, hombre inteligente era, que mientras la Ninfa estuviese en proceso garantizada estaba su permanencia en París. Pasado un tiempo prudencial, previa constatación de la ausencia de espías, Erelieva volvió al estudio del orfebre y si algo se rompió en esta ocasión fue producto de la violencia, pero de aquella que desata la carne, no el rencor.
   Benvenuto tomaba precauciones. Si a alguna parte podía dirigirse en caso de emergencia era a Florencia y hacia allí comenzó a enviar sus objetos más preciados, desde diseños hasta monedas y joyas terminadas. Se afanaba en adelantar la conclusión de la Ninfa, no sin pensar que al terminarla vencería el margen de seguridad, pues luego la ira pudiera tomar el lugar de la alegría. Sí, aquella Ninfa marcharía a la fundición, como la otra, la ninfa de carne y hueso, continuaba viniendo hacia su lecho a recibir la frenética embestida del cazador que se enfrenta a la fiera. Por nada del mundo, ni siquiera por permanecer en París y en la corte, dejaría a aquella criatura que era compendio de los más deliciosos vicios, para más compartida con el monarca, aunque éste, como la mujer repetía cada vez, la dejaba profundamente insatisfecha. Para disimular los envíos de sus cosas amontonaba cajas alegando que París se había convertido en una ciudad sucia en la cual el polvo era peligroso, especialmente para los barnices que colocaba en sus creaciones. Para su bien, Erelieva no intentó abrir una de aquellas cajas, pues habría descubierto que estaba por perder al único hombre que con ella podía, según su propio recuerdo de las numerosas andanzas por los lechos ajenos, suspendidas, claro está, cuando Francisco I la hizo su favorita, que para gozar de las ventajas de palacio había hecho muchos sacrificios en pasado. El rey se mantenía informado de los progresos de la Ninfa y, de cuando en vez, hacía interrogar a las tres damas de compañía, las que afirmaban un comportamiento modelo de la real amante, lo que cada día costaba más a Erelieva, obligada a desprenderse de regalos de las dos procedencias para mantener las bocas cerradas. Se lo dijo a Benvenuto y éste, temeroso de eventuales sospechas, se vio obligado a desprenderse de algunas monedas predispuestas para el viaje de huida. La Ninfa fue vaciada y cocida y, como era de esperarse, Francisco I corrió a verla quedando extasiado. A Fontainebleau, dijo, y elogió al autor con desmesura, dado que lo llamó el mejor alumno del gran Miguel Ángel. Aquél hombre conocía su vida, pensó Benvenuto, pues no se esperaba que el monarca supiese de aquélla corta pasantía por el taller del maestro. Si conocía aquel detalle, pues conocía todos sus antecedentes y un sudor frío le recorrió la espalda. Corrió, casi, hacia el estudio en lugar de hacerlo hacia la taberna de donde había recibido mensajes de reclamo por la larga ausencia y ordenó los preparativos finales para el viaje. Por supuesto habría recompensa extra por la Ninfa, ello permitiría el viaje, afectado por los subsidios a Erelieva, y un transporte sin muchos sobresaltos. Colocó la ropa usada, incluida la que menos le gustaba, en sitio bien visible, como podría hacerlo alguien que está reorganizando la vivienda, y fijó la fecha de partida a través de emisario. Cobraría, asaltaría la fortaleza de carne y partiría. Pasaron los días y lo que suponía sería el último encuentro con la amante pasó a ser siempre el penúltimo, pues todo parecía normal, desde el comportamiento de la mujer hasta el del rey, quien espléndido se mostró en la recompensa prometida. Benvenuto comenzó a acariciar la idea de permanecer en París, hasta que un día el buen recuerdo de las mujeres de la taberna lo hicieron, para su bien, desviarse hacia allí. Encerrado bajo aldaba y travesaño, con la rubia y la morena, recibió la noticia de que la guardia real había asaltado su estudio y que un tenebroso calabozo tenía su nombre y apellido en las mazmorras. Había llevado consigo monedas para pagar debidamente los servicios de vino y culo, lo que aunado a la generosidad de las mujeres que se negaron a recibir contraprestación, le permitió, de por medio algunos días escondido en las pocilgas donde vivían ambas, partir a medianoche a lomo de caballo, y apenas con un baquiano por compañero, hacia Florencia. Atrás quedaron Erelieva, la casaca verde, un salero y una Ninfa.

   El mesonero miraba alternativamente, sin encontrar una explicación, al cliente del chocolate y el coñac y la mujer que atravesaba rauda la calle. El elegante señor apenas había consumido media copa del segundo trago, de manera que no podía estar ebrio. Pensó que tal vez el hombre era una especie de sátiro disfrazado de amable caballero o un violador o un cliente perpetuo de las taquillas expendedoras de droga dura, todo lo pensó. El hombre lo fijó con una mirada amable pero intimatoria y el mesonero optó por no enterarse de nada, la mejor solución que un profesional de su oficio podía encontrar en casos como estos. Mientras el hombre regresaba tranquilamente a su mesa el mesonero pensó que aún en este mundo, donde todo era permitido y todo tolerado, aparecía un personaje extraño. Si bien había tomado la decisión de no enterarse mediante preguntas indiscretas continuó pensando en el asunto. No podía tratarse de una proposición de tipo sexual que hubiese sido resuelta simplemente con un no, ni siquiera de un asunto de drogas, pues bastaba ir al expendedor más cercano y todo resuelto. En cualquier caso había aprendido que aún era posible asustar a una mujer y ello le mantenía viva la curiosidad. Por vez primera tomó la iniciativa dirigiéndose al cliente y preguntándole si servía una tercera ronda, para oirse decir: "esta vez sin chocolate".
   Cuando la muy bella mujer entró al bar y buscó ansiosa con la vista el mesonero quedó sorprendido de que fuese a su especial cliente a quien procurase. Se saludaron con sendos besos en las mejillas y no tuvo duda alguna de que el servicio esta vez incluía un par de coñacs, en lugar del previamente solicitado. Así lo hizo, sin que hubiese la menor queja. El único elemento raro que notó en la mujer fue el vestido que le pareció hecho de un material desconocido. Tal vez logró apreciar un descenso en la temperatura del local pero, años después, cuando contó el incidente, no incluyó el detalle en su relato. La mujer tenía, sí, una extraña belleza. Era negra, pero de una piel brillante, no por alguna crema o menjurje, sino como si de su propio cuerpo exhumara un licor lechoso. Un chal, conformado en franjas amarillo-doradas, cubría en parte la desnuda espalda. No sin coquetería extrajo un pequeño libro del bolso y lo colocó frente al hombre. Este leyó:
-- Libellus de Natura Animalium.
-- Un regalo por el largo tiempo sin vernos - comentó con voz profunda.
   El hombre lo abrió y, a pesar del lenguaje en que estaba escrito, desconocido en este tiempo, pareció entender a plenitud.
-- Gracias- dijo- no es fácil, hoy en día, conseguir formación de palabras y expresión de sus relaciones por combinación de voces eternas.
-- Quería traerte Phisiologus, pero me fue imposible.
-- Me imagino que te refieres a la edición original del siglo XII- observó el hombre- pero ese botín es demasiado ambicioso. Yo mismo no sé dónde está - comentó al tiempo que ratificaba con un gesto que el libro entregado era más que suficiente como presente y que lo agradecía.
-- ¿No notas nada especial en mí?
-- Por supuesto, llevas un chal de mi regalo.
-- Excelente memoria.
-- No debería sorprenderte.
-- Ha pasado mucho tiempo - suspiró la mujer- pero este chal me permite recordarte con frecuencia pues debo lavarlo con fuego.
-- Espero te haya sido útil- reflexionó el hombre- y que te haya permitido alimentarte de esas mismas llamas.
-- He apagado unas cuantas- rió ella.
-- Nutrisco et extinquo - dijo el hombre por todo.
   Por vez primera la mujer pareció distenderse completamente celebrando con una clara carcajada la observación de su acompañante. Lo tomó de la mano mientras sorbía del licor que había permanecido intocado sobre la mesa. El hombre se interesó en el pequeño volumen.
-- En ninguna parte dice que bebemos coñac- observó risueño.
   La mujer rió de nuevo y quitándole el libro de las manos leyó en voz alta: "... son tímidas y un tanto torpes de movimiento". Benvenuto lo retomó: "Se alimentan de gusanos, babosas, caracoles y otros animales pequeños casi exclusivamente durante la noche".
-- Ya es de noche y supongo que aquí tienen esos platillos-   dijo la mujer haciendo un gesto como si fuese a llamar al mesonero para comprobarlo.
   La observó con cuidado. Detalló el movimiento de su piel que se movía acompasada reteniendo el aire frío del invierno vienés y conservaba un brillo semejante al sudor, aunque, obviamente, no lo fuera. No podía estar sudando a pesar de la tibieza de los calefactores que daban al local un agradable ambiente. La sustancia que estaba sobre la piel desaparecía por momentos, para reaparecer de seguidas. Tocó la mano de la mujer con su dedo índice y se lo llevó a la boca. Pensó que si los microorganismos que producían toxinas como mecanismo de defensa podían continuar desarrollándose allí, y a pesar del licor, sentiría el amargor en los labios. Sin embargo, no percibió sabor alguno, pero sí un fluido en el sexo que le corroboró un sentido erótico no previsto con antelación al gesto. Era evidente que, sin amenazas en el entorno, las toxinas no brotaban y que la mucosidad era sólo parte del normal proceso de respiración. El hombre reaccionó con timidez e hizo algún movimiento torpe. Sintió como si una carga de extractos de tiroides le hubiese recorrido su cuerpo esbelto y percibió la placentera sensación de encontrarse en un bosque húmedo debajo de cortezas y musgos, entre las hojas caídas o hibernando en una arborícola región fría recuperada la visión perdida en cuevas y aguas subterráneas. La mujer pensó en cuán inofensivo era aquel ser que tenía delante. Por debajo de la mesa acercó las rodillas a las del hombre, quizás buscando un rudimento o una debilidad, pero, en cambio, encontró una firmeza que la atizó hacia el avance exploratorio.
-- Caudados, dijo el hombre.
-- Cuidado, querrás decir - pretendió corregir la mujer.
-- Caudados, dije - insistió el hombre - y su piel pareció brillar bajo la luz de la lámpara central incrementada por el mesonero desde el control colocado detrás de la barra del bar.

Lamentó no haber traído sombrero cuando el viento frío que asolaba la ciudad parecía decidido a partirle la frente. Sintió que, paradójicamente, estaba más tranquilo y más exaltado. Acostumbrado a examinar sus sentimientos con profundidad comprendió que había perdido la causa de la perturbación que lo había llevado a entrevistarse con la mujer, pero que un nuevo elemento se había agregado, uno que jamás le habría pasado por la mente. La había buscado para alzarse de sus cenizas, de aquella caída que lo había golpeado inmisericordemente, y ahora no sabía si había caído aún más fuerte o si flotaba distanciándose de la realidad, lo que le parecía aún peor. Desistió de tomar un taxi y enfrentó la noche. La larga avenida estaba repleta de prostitutas y en los centros de expedición de drogas las colas se hacían interminables. Era evidente que su rostro no admitía aproximaciones, pues ninguna de las mujeres osó abordarlo. En una vidriera llegó a detenerse ante la espectacularidad de la rubia que se contorneaba, casi copulando con el cristal que la separaba de los transeúntes. Sin embargo, la mujer era vulgar y él un sofisticado. La corta tentación del sexo fue suplantada, rápidamente, por los pensamientos propios de su oficio. Sí, caminaría hasta el hotel donde los viejos instrumentos esperaban por él. No era fácil el anhelo íntimo de la usurpación. Extraer el alma del mundo, separar la prima materia del Caos, de lo activo, es decir del alma, era, al fin y al cabo, un oficio no común en el tiempo que vivía. Le había prometido al escritor la entrevista en aquel café de la zona peatonal, pero ahora se arrepentía de haberlo hecho. El hombre estaba realmente interesado, argumentaba que encontrarlo le permitiría un gran libro y le aseguraba que abordaría el tema con profundo respeto, pero, aún así, él se sentía arrepentido. Se decía a sí mismo, y al frío de la noche, que durante la entrevista con la mujer había meditado sobre el asunto del encuentro aunque sin llegar a conclusiones. En cualquier caso lo definiría en la mañana, bastaría ordenar la comunicación al holoteléfono y disculparse. No sabía que reacción podría tener el escritor al escucharle hablar del cuerpo como lo pasivo y de la coniunctio, de la boda alquímica, de la boda ritual del Sol y de la luna. Al fin y al cabo ambos habían dejado de ser misterios para la ciencia, como casi toda la Vía Láctea, desde que aquél profesor de la Universidad de Berkeley había descubierto un sistema de tres planetas y desde que bautizó al principal de ellos como Selinunte en honor a un oscuro escritor que, primero que él, había descubierto ese sistema en una novela. De allí en adelante no había quedado nada oculto y los planetas de Upsalon Andromedae eran habitados por los hombres. Sí, los escritores podían ser útiles, tal vez este que le había tocado en suerte ayudaría a la difusión de la protomateria, al esclarecimiento del concepto de Daemonium. No obstante, seguía pensando que nadie podría entenderlo en este mundo de tecnología avanzada donde todos los vicios habían sido legalizados. El escritor no era ningún tonto, de ello estaba consciente, sabía perfectamente lo que buscaba y había leído a los grandes maestros, pero sus preocupaciones no eran las de ahora, en verdad ya no tenía colegas con quien hablar de estos temas, el hecho de que alguien dejara de fabular sobre los avances sobre otras galaxias y de las miserias de lo humano para concentrarse en un tema árido y aparentemente olvidado, le continuaba atemorizando. Además, no había preguntado al escritor cómo lo había localizado. En la ciudad se había hospedado en un modesto hotel de suburbio, había dejado órdenes al desaliñado conserje de no recibir mensajes a su nombre, aunque no esperaba ninguno, y no podía concebir que alguien le recordase tras siglos de silencio. Ni que fuese un investigador de tal acuciosidad para haber buscado en los remotos archivos. Bueno, era verdad que con Internet se podía conseguir cualquier cosa, pero tampoco recordaba alguna página web especializada en los conocimientos arcanos. La cita era en el mismo café, pero tal vez era un lugar demasiado público para hablar de estas cosas, aunque no podía citarlo al hotel ya que equivaldría a introducirlo en su privacidad. Le hablaría, sí, de la unión que surge del filius capiantiae, de Mercurio transformado que, como signo de su acabada perfección, es pensado como hermafrodita. Cuando entró a su habitación aún dudaba si el conocimiento debía transmitirse o guardarse. Encendió la pequeña estufa de combustión lenta llamada salamandra desde tiempos inmemoriales por los grandes maestros y comenzó a quemar un trozo de antracita. El carbón de piedra comenzó a arder con dificultad, como siempre, dada su escasa capacidad bituminosa, mientras él se desnudaba frente al espejo. Pudo advertir que su carne se había hecho fláccida, que en los sobacos se habían formado estrías y que sus nalgas parecían exageradamente obedientes a la ley de la gravedad. La antracita había prendido y conglutinaba palabras. Las voces primitivas se escucharon en la habitación sin sufrir alteración sensible de las respectivas formas y el hombre, al mismo tiempo que comenzaba a entender lo que diría al escritor, dejaba de preocuparse por su apariencia, pues ocurriría lo de siempre, una rápida recuperación y el miembro viril resurgiría incansable en su deber. Sin olvidar las turgencias de la rubia de la vitrina fue sintiéndose niño envuelto en su lanugo y pudo escuchar el sonido al que muy pocos tenían acceso. El día siguiente era el día siguiente, demasiados días siguientes se dijo, pero creyó estar listo para el convencionalismo del tiempo y se aprestó a soñar, como cualquiera. El escritor le prometía sacarlo del anonimato, lo que rechazó gentilmente; el escritor le prometía abrir el debate sobre el conocimiento antiguo, lo que le pareció interesante; el escritor preguntaba y él respondía y a medida que lo hacía tenía la sensación de estar revelando más de lo debido. Se movía inquieto en la cama y, ante la imposibilidad de despertar, el sudor comenzó a empaparlo. Se sentía acusado por las imágenes de todos sus antecesores que lo señalaban con el dedo y con miradas de reproche. Cuando creyó ver la estatua de Fontainbleau hacerse de carne y hueso y dirigirle palabras reprobatorias lanzó un grito y se sentó en la cama percibiendo a plenitud que estaba como recién salido de la ducha. La oscuridad persistía. A tientas alcanzó el reloj sobre la mesa de noche y constató que aún la madrugada no estaba cercana. Se dirigió al baño y decidió ducharse. Algo reconfortado regresó a la cama, pero las sábanas estaban completamente bañadas. Encendió, entonces, la lámpara del pequeño escritorio y colocando la cabeza entre las manos comenzó ese proceso de recordar que tanto detestaba. Trató de evitarlo con alguna imagen refrescante, pero la rubia de la vitrina se le antojó detestable y volvió a un proceso que rechazaba tanto como el primero, el de mirarse las manos y pensar en la habilidad que algún día tuvieron para crear los objetos más preciosos y deseados. Sintió hambre, pero aquél no era un hotel que pudiera permitirse servicios de restaurante a esas horas. Entre sus dedos sintió un salero y la imagen de aquella mujer escandalosa y apasionada gritándole desavenencias y recriminaciones. Sonrió, no obstante, al recordarla junto a sí en el lecho, luego de las largas faenas de creación. Se levantó y caminó unos pasos. Hasta las maneras de evadirse eran en él siempre las mismas y antes que cumplir con el objetivo para las cuales las llamaba se convertían en una vía alterna para regresar al pasado. Las mujeres eran para olvidar o evadir, se dijo, mientras regresaba al escritorio donde comenzó a jugar con la lámpara, apagándola y encendiéndola. Recurrió a la salamandra, al juego anatómico de los anfibios con cola, pequeñas y esbeltas, femeninas en este su idioma, animal masculino en algunos otros. Aquéllas gigantes de China y Japón y la activa por la noche y en ella buscó inspiración para lanzarse a la actividad, pero de nuevo la mujer negra esplendorosa del café del centro de Viena se le fijó en el pensamiento arrancándole una sonrisa. Las piernas de esta mujer eran robustas, firmes y moldeadas por mano de artesano experto, contrariamente a la debilidad o a lo rudimentario de su homóloga por capricho de quién sabe quién en el juego de las sílabas y de las consonantes. Ahora el tiempo había pasado y la decisión había sido tomada de forma imperceptible: asistiría a la entrevista con el escritor. Dejó la lámpara encendida y se dirigió al armario a buscar el traje que ya había escogido en sus meditaciones sobre otra cosa, pues era siempre lo mismo, mientras pensaba en algo tomaba decisiones absolutamente ajenas a aquello en que pensaba.
   
   Amanecía cuando Benvenuto Cellini logró divisar, desde la ventanilla del polvoriento carruaje, a Florencia envuelta en brumas. La vegetación de Toscana se le había advertido en los olores y en la oscuridad desde hacía una hora y la impaciencia le había impedido amodorrarse a pesar del gran cansancio. Le preocupaban muchas cosas, desde el albergue donde pondría a descansar los huesos hasta las maneras de procurarse un ingreso. Dinero tenía para unos meses, pero no era cuestión de entregarse al ocio. Hacía ya mucho tiempo que faltaba y la memoria de los hombres es frágil, sobre todo la de aquellos que nos han conocido de cerca, se dijo, mientras se desperezaba animado por los rayos de sol que se abrían paso. Tal vez movido por el cansancio se juró que éste sería su último cambio de residencia, que Florencia debería retenerlo hasta el final de sus días, que nunca más debería escapar a escondidas; lo último le sonó como un propósito de enmienda, pero se respondió a sí mismo que algunas excepciones habrían, dado que vida sin mujer no era vida. Tal vez debería cuidar en que faldas se enredaba, especialmente si las mismas se paseaban por los corredores del poder o, peor aún, si caían por tierra en la alcoba del propio soberano. Con coquetería pasó la mano por los cabellos buscando un acicalamiento imposible vista la gran cantidad de polvo que le cubría de pies a cabeza. De todos modos el gesto le proporcionó confianza y una fuerza le sacudió la boca del estómago. Tenía hambre y un optimismo razonable. En la ciudad de los Médicis las ruedas volverían a funcionar, firmes e irrompibles, en la conducción de la vida. Sólo pensó en la prima colazione que estaría esperándolo en cualquiera de los albergues y se aseguró que, a pesar de lo temprano, ingeriría un buen trago de vino tinto para calentar el ánimo y acumular fuerzas. Tuvo suerte, pues en el primer sitio donde solicitó posada le respondieron positivamente. Que un caballero había partido muy temprano desocupando una habitación, le fue explicado por el somnoliento encargado. A la solicitud de desayuno se le respondió que subiese el equipaje y bajase súbito. Explicó lo que quería, pero a mitad de la escalera ordenó agua para el imprescindible baño. El hombre gritó el nombre de una mujer, seguramente la suya, y le explicó lo que el visitante quería. La mujer limpió en el delantal unas manos gruesas cuyos dedos parecían tapones de corcho, miró al interesado con cierta rabia y luego de un gruñido dio la espalda dirigiéndose a sus cuarteles privados donde seguramente gobernaba a su leal saber y entender. Cuatro viajes hizo Benvenuto, con sus baúles entre a cuestas y arrastrados, entre la callejuela anegada y la habitación otorgada sin que el encargado se dignase dirigirle una mirada. Afortunadamente eran unos pocos escalones y la madera estaba tan gastada que parecía hecha a propósito para equipajes voluminosos y falta de ayuda. Cellini se preguntó si aquella especie de vereda, lisa y tolerante, no era el resultado de los esfuerzos de viajeros como él a lo largo de los años y, agotado, no dejó de pensar en el primero que hizo el esfuerzo, pues además del peso seguramente hubo de soportar los reproches por agredir los filos de los escalones. Lanzó la ropa al piso y se tendió desnudo en la cama. La mujer entró, sin llamar, con un par de baldes de agua caliente, sin mostrar el menor interés por la desnudez del huésped, vertió el líquido en la bañera, colocó un par de toallas sobre una silla destartalada y con un gruñido salió dando un portazo. Tal como en la juventud, pensó Benvenuto, recordando aquellos días de Siena, el primer exilio, cuando Florencia se le hizo pequeña y la prisa de la huida comenzó a marcar su vida. Tenía 16 años y una pasión desaforada por las mujeres ajenas. Aquél comerciante ha podido apuñalarlo si no hubiese lanzado sobre él un tonel de vino fracturándole las piernas. Como entonces estaba desnudo sobre un catre mirando el techo corrompido. Como entonces la paja seca le molestaba la espalda; ya no tenía el lecho mullido y las suaves sábanas de seda de París ni el sirviente cómplice traía hasta la cama el vino y los manjares para él y su amante. Ahora una anciana bigotuda y torpe era su única visión de lo femenino. Por momentos lo invadió la depresión, interrogándose si lograría salir de esta cueva donde su propio comportamiento lo había metido. El ruido de los caballos y el griterío de la multitud lo desviaron de la aproximación al abismo. Había visto, en aquella plaza curvada como el tiempo, el Palium. Había sido un regalo de bienvenida que jamás olvidaría. Cuando llegó apenas con una mochila y un pedazo de pan duro y pudo ver los desfiles de las banderas que hendían el cielo comenzó a entrever su futuro. Cuando pudo memorizar los colores y las insignias de cada cofradía entendió que memoria no le faltaba y en los colores que los portaestandartes manejaban con habilidad singular entrevió que las combinaciones eran infinitas y el cielo un receptáculo pronto a recibirlas. Logró abrirse paso hasta una posición de privilegio, hasta aquélla donde el primer caballo perdió las vísceras al estrellarse contra la pared despintada y el jinete salió despedido hasta el centro mismo de la pista donde los demás competidores ensayaron los duros cascos contra quién había tenido la mala fortuna de caer. Poco le importó el resultado, pero a los vencedores se sumó recogiendo del suelo un ejemplar de la bandera triunfadora y envolviéndose en ella siguió al animado público. Atravesó el centro de Siena aprendiendo que la ciudad no era difícil de dominar y que en el mercado que comenzaba a animarse habría siempre la posibilidad de una manzana, que las alcachofas eran grandes y gruesas como para acompañar a un abundante plato de pasta y que en las tabernas, en esta época de competencia, no había diligencia o prisa por intimidar a los consumidores con engorrosas cuentas. Como uno más se dirigió hasta el quartiere de los vencedores y, como uno más, alzó la jarra de metal rebosante desde la que el vino se hacía lluvia antes de saciar las gargantas. Se preguntó qué clase de artesanos poblaban aquella preciosa ciudad en cuya plaza central las paredes mareaban por curvatura y belleza. Notó que la mujer que dirigía la fiesta lo miraba con insistencia y, sin vacilar, se acercó a ella. Tendría unos 40 años, pero mostraba unos espléndidos pechos y debajo del delantal podían adivinarse unas maravillosas caderas. "Benvenuto", alcanzó a gritar cuando fue preguntado sobre su nombre y quiso creer que tal vez la suerte comenzaba a sonreírle. "Benvenuto", repitió la mujer con un gracioso mohín para hacerle entender que era de su agrado y que era bien acogido. Cellini se dijo que su vida siempre sería así y participó alegre del baile, sin olvidar una mirada de complicidad. Con la jarra vacía se dirigió a ella que la llenó con rapidez. Despertó en la cama de la mujer cuando el sol implacable venció las cortinas blancas de la buhardilla. Ella estaba a su lado, espléndida en su madurez, negros los pezones, poblado el sexo como de una hiedra vengativa. Cuando la mujer despertó Benvenuto pudo medir su inteligencia. Siempre había sabido que era florentino, le dijo, por el vestido inconfundible de aquellos lares y por alguna erre salida de la garganta. "Benvenuto no tiene erres", le había dicho. "Pero amor sí", le había respondido la mujer mostrando una dentadura de tal blancura que Benvenuto pensó era de perlas y si no hubiese concluido que la mujer le atribuiría un comportamiento extraño hubiese tomado aquellos dientes entre sus dedos para examinarlos con detenimiento. Aquél material parecía digno de un salero para un príncipe, pensó, regodeándose con los pechos generosos de la dueña de la taberna. Sí, buen tiempo el de la juventud, se dijo Cellini sin quitar la vista del techo y de una araña que había hecho su trabajo por mucho tiempo sin molestia humana, dado el anchor y el grosor del tejido que casi parecía una red de pescador. Sí, se repitió, pero el de la madurez también, puesto que la fortaleza del miembro viril de aquellos tiempos iniciales conseguía en la habilidad y en la maña un buen complemento, para no hablar de sustituciones, dado que, en su caso, erección conservaba. Cellini recordaba como había comenzado a escudriñar Siena, a pesar de la tabernera que prefería mantenerlo en posición horizontal la mayor parte del tiempo. Cerca de la plaza del mercado se había quedado extasiado frente a los cristales de una trattoria. La variedad de colores y la forma en que los pequeños trozos habían sido ensamblados le había producido tal impresión que no vaciló en preguntarle al dueño por el autor del prodigio quien se lo señaló en un rincón del local luchando con un abundante plato de mariscos. Benvenuto Cellini supo de las maneras de colorear y de cortar, de pegar y estabilizar, de transparencias y perspectivas. Había agradecido al artista y tomado la calle con los ojos extraviados. Existían maneras de cambiar la realidad más allá de la pintura. A él le atraía la posibilidad de un cuerpo táctil, aunque admitiera que en su Florencia pululaban grandes artistas y que, por toda la Toscana, era fama conocida la de algunos que vivían en Vinci o en algunos otros burgos, como aquél conocido como el hijo de Francesca. Pero lo suyo eran los objetos, se repetía mientras andaba, sin mayor intención, hacia la hermosa plaza donde había visto por vez primera un Palium. Vacía le sorprendió aún más. Las fachadas ondulaban como el mar, los balcones eran como los pedazos de cristal del mural pero con movimiento y corporatura. Giró en redondo percibiendo una sensación de pequeño cosmos hasta que el mareo lo obligó a recogerse en cuclillas. Cada uno de aquellos balcones era una estrella en el firmamento y el hombre un observador eterno de lo maravilloso. Allí lo había sorprendido la noche, indiferente a quienes lo miraban con extrañeza y hasta a alguna mujer que se había asomado adosando al conjunto su belleza como de luz extraña. Benú había recriminado la tardanza, pero también había añadido en suspiro: "Mi pequeño es un artista". Un artista, y de los grandes, se dijo Cellini sintiendo que el agua se había enfriado y que era mejor dar por terminada la remembranza si no quería pescar un resfriado. Desayunó copiosamente, como sólo puede comer quien de largo viaje viene y a largo viaje va. Iría a Piazza della Signoria, que transformada debía estar luego de tanta ausencia. Allí se sentaría a pensar, un oficio que siempre le había dado respuestas.

   Viena seguía bajo un frío implacable. Ajustó el abrigo, enterró el recién comprado sombrero hasta las orejas y se dirigió de nuevo al café del centro. En algún momento tendría tiempo para volver al Kunsthistorisches Museum a ver el salero, tal vez hoy mismo, si la entrevista resultaba pesada o angustiante. Llegó primero que su contraparte, como era su hábito, y el mesonero se presagió un día interesante. Pidió chocolate y coñac y se dispuso a ordenar sus pensamientos. Una vez que terminasen sus ocupaciones en Viena debería dirigirse hacia otro lugar. Si bien no tenía planes al respecto sospechaba que, como siempre en la indecisión, terminaría por entrar en territorio italiano, tal vez por Milán y de allí bajar a Siena y a Florencia, tal vez directamente a Roma para recomenzarlo todo con una larga caminata por el lungotevere y una buena inmersión en Via Giulia. Dependería de los horarios, pero, en cualquier caso, incluiría a Roma, ciudad de la que faltaba hacía ya mucho tiempo; por Via Giulia entraría al barrio judío, a la librería que estaba en la esquina cerca de la explanada, justo donde los jóvenes acostumbraban reunirse desde tiempos remotos. Tal vez podría realizar el viaje por tren y tomar en Milán el superrápido, sólo que debería devolverse luego, puesto que el expreso era directo. Mientras cavilaba sobre itinerarios y pasajes vio a un hombre asomándose a la vidriera del café y supo que era el escritor. En los instantes transcurridos desde la visión en la vidriera hasta que abrió la puerta, examinó al visitante con precisión de cirujano. Estaría apenas sobre los 50, estaba elegantemente vestido como para impresionar o reencontrarse con el espíritu propio. Alzó los ojos y lo vio venir directamente a su mesa. Le extendió la mano como si le conociese de siempre y se sentó, haciendo de seguidas un gesto al mesonero quien, sorprendido de que en esta ocasión no se tratase de una mujer hermosa, corrió a atender las exigencias del único cliente que le deparaba emociones. El escritor ordenó una bebida húngara de esas reservadas a disolver la grasa luego de un almuerzo excesivo y le dio las gracias por haberle concedido la entrevista.       
-- Hay muchos clientes sentados solos, sin embargo usted no vaciló y vino directamente hacia mí - le dijo al escritor.
-- Conozco perfectamente sus rasgos - fue la respuesta.
-- ¿No he cambiado? - ripostó.
-- Por supuesto que sí, pero no en lo fundamental. Bien sabe usted que cada época tiene su estilo y peculiaridad, de manera que se modifican la manera de llevar los cabellos y los trajes y hasta la manera de sentarse a la mesa de un café, pero su cabeza de bronce será por siempre usted. Hablemos del motivo de nuestra reunión - exigió.
-- No hoy - respondió - ha sido un placer conocerlo, me es simpático y conversaremos a largo. Déjeme su e-mail y le prometo que a la brevedad me comunicaré. Tendrá su libro - concluyó tajante.
   El escritor lo miró fijamente, con una mezcla de decepción y esperanza. El tono no dejaba lugar a dudas, el hombre no hablaría hoy, pero estaba convencido de la sinceridad de sus palabras. Al menos había ganado su confianza; de cualquier modo, el hecho de haberlo tenido frente a frente era un paso de avance y con eso debería conformarse. Lo que le preocupaba era el tiempo. Aquél hombre tenía una concepción absolutamente diferente de la suya y cuidado se equivocaba y lo hacía esperar indefinidamente. Pareció entender la preocupación del escritor, pues con una sonrisa le aclaró que, si bien eran distintos, sabía comprender las urgencias humanas. El escritor lo vio salir por la puerta del café y, por un instante, pensó en seguirlo, en establecer una vigilancia estricta que le permitiese conocer hábitos y destinos, pero rápidamente frenó el impulso que lo había hecho levantarse de la silla. Cualquier intento en tal sentido resultaría vano, el hombre lo burlaría y perdería la promesa de un próximo encuentro cargado de noticias. Resignado observó su copa vacía y con un gesto ordenó un nuevo trago del áspero licor húngaro que le había acompañado durante la entrevista más extraña y sensacional que hombre de letras alguno hubiese obtenido en siglos. ¿En siglos?, se preguntó sonriente, mientras el hombre desaparecía en el extremo norte de la antigua calle del centro de Viena.
   Benvenuto se sintió satisfecho, pero cansado. Ahora admitía que había estado tenso durante la entrevista, aunque cordial y hasta bromista. Vaciló si dirigirse al museo o al hotel, pero finalmente optó por este último destino ante la proximidad de la hora del almuerzo. Se tendió sobre la cama y medio adormecido se percibió de nuevo recordando. En Siena había sentido el primer toque de su sensibilidad artística, pues cuando en Florencia se había iniciado como orfebre a los 15 años miraba aquello más como un oficio para ganarse la vida que como arte. Tenía deudas con Siena, aunque las exigencias de la tabernera le habían hecho partir hacia Roma un atardecer atraído por la fama de un gran artista que allí estaba prestando su servicio al papado y, admitámoslo, por informaciones picarescas sobre el comportamiento de las romanas descubiertas en algunos libros que algún comerciante del mercado escondía debajo de las hortalizas. Echado desnudo sobre la cama recordaba muy bien que había llegado a Roma un mediodía de octubre. La ciudad marrón, hecha de mármol travertino envuelto en el polvo que las bestias levantaban, le había fascinado. Un sol firme y un frío sostenido se entremezclaban produciendo una luminosidad esplendorosa y desde el espectáculo de la isla Tiberina el viento semejaba un abrazo divino que le daba la bienvenida. Había vagado por las tabernas vecinas a Castel Sant´Ángelo y la visión del poder del papado le había hecho comprender que allí debía buscar su destino. Agotado, había probado suerte en una taberna judía en Via Giulia, sabia decisión por la que amaría eternamente aquella callejuela. Sí, se recordaba sentado en Piazza della Signoria añorando a Roma. La mujer estaba recostada sobre una mesa, el codo como un pilar y la mano como platabanda. Con desdén aparente lo vio entrar, pero apenas el joven Benvenuto mostró el aturdimiento que en ese instante le dominaba, se le aproximó y le dijo:
-- Tu primera vez en Roma debe ser todo un acontecimiento.
   La había observado como sabía hacerlo, reconociéndola toda hasta en los más ínfimos detalles, pero sin aparentarlo. La mujer le había parecido de una belleza exótica y, creyó, mucho tiempo después lo sigue creyendo, que estaba allí nada más que para esperar su arribo. Convencido de ello se sintió a salvo. Percibió que nada debía decir puesto que la mujer lo sabía todo. Se dejó llevar, entonces, a la mesa y a su destino. No obstante su convicción, habló de arte, de sus propósitos, de su pretensión de belleza. La mujer lo escuchó con embeleso y estirando la mano le acarició el rostro.
-- Has venido al lugar justo en el momento justo. Hay un gran maestro con el que te debes poner en contacto. Frecuenta este lugar un mancebo que me ha hablado de Miguel Ángel, que así se llama el grande que te refiero. Además, si buscas belleza, la has encontrado - dijo la mujer con un gesto entre conspicuo e irónico.
-- He oído hablar de él - respondió Benvenuto - pero también del interés del papado por los artistas. Además he leído sobre las romanas.
-- Yo no soy romana, - respondió la mujer - en realidad pertenezco a un lugar llamado en ninguna parte.
Vio la noche caer sobre Roma y a la mujer caer sobre él.

--¿ Es usted aquél a quien nombran Miguel Ángel?
   El interrogado no se dio por aludido. Continuó con el martillo y el cincel, con parsimonia y con rabia. Benvenuto observó la enmarañada cabellera, los pies desnudos y la espalda que mostraba, cual resultado de una inclinación perenne, el asomo de una giba. Miró asombrado el bloque que el hombre trabajaba y, más asombrado aún, los otros que, a lo largo de las paredes, se mostraban inconclusos. Benvenuto jamás pudo precisar cuántas horas tuvo ante sus ojos las espaldas de Miguel Ángel. Recordaba perfectamente el esfuerzo que había hecho a través de Trastevere para localizar el lugar preciso en que encontraría al maestro y la reticencia de los vecinos que como adiestrados cancerberos lo miraban de arriba abajo respondiendo apenas con una señal de la cabeza que él siempre entendió como "un poco más adelante". Pues un poco más adelante iría hasta que una vieja romana de delantal manchado hizo el gesto hacia arriba, lo que parecía indicar, con la ayuda de andamios que brotaban por las ventanas, que allí estaba el estudio de un artista. Había empujado el portón no sin temor y el par que lo examinó de arriba abajo le precisó que los extraños no eran bienvenidos. Explicó el propósito de su visita ante la mirada recelosa de los guardianes que una vez más hicieron hacia arriba la señal, no sin mascullar alguna frase entrecortada sobre los jóvenes aprendices que fastidiaban con frecuencia inadmisible.
-- El brazo ese que usted talla es más perfecto que cualquiera humano - dijo con los ojos enrojecidos y la boca seca.
-- Es el de un profeta - sonó la voz cavernosa.
   El joven sintió que el miedo se le alojaba en todo el cuerpo y un temblor lo despojaba de peso haciendo de las palabras escuchadas un huracán presto a llevárselo hacia lo perdido. Cuando el hombre comenzó lentamente a girarse creyó que la tormenta lo fulminaría y cuando los ojos enterrados lo fijaron ya fue pánico lo que sintió. Los pelos de la barba eran gruesos como su temor y las virutas que allí se incrustaban parecían rendijas. El cincel se hacía un piccolo mondadientes entre tan feroces dedos y el martillo un botón caído de la túnica de fibra. Jamás aquéllas brasas despejarían espacio en su memoria. Miguel Ángel lo había estudiado por breves segundos, habíale dado de nuevo la espalda y regresado a su trabajo. Al menos no lo había echado. Avanzada la noche, y sin mediar palabra, Miguel Ángel había suspendido el trabajo. Miró al joven que permanecía inmóvil. Se sentó en un rústico banco de madera y sin previa orden los dos cancerberos de la parte baja subieron una hogaza de pan, una jarra con vino, duraznos y uvas. Benvenuto le observaba extasiado.
-- Vienes de Florencia, huyes y tienes hambre, desgraciado mozalbete, imberbe de mierda, no me has agradecido la primera lección y ni siquiera quieres compartir la mesa - exclamó Buonarroti.
   Benvenuto recuerda que atacó los duraznos con saña, el pan anegó en vino, las semillas de las uvas anidó en su estómago y los ojos de Miguel Ángel en su corazón. Ninguna orden fue impartida, pero los sirvientes portaron igual ración, una que Benvenuto creyó acompañada de una buena dosis de prudencia aunque su precoz intuición le indicaba que en la mano del ogro estaba ya extendido un pergamino de aceptación y detrás de la fachada de piedra un convite a mirar las transformaciones mágicas de la materia.
   Un eructo compartido cerró el frugal banquete. Miguel Ángel limpió los restos de comida de sus manos sobre la aridez de su vestimenta, cerró los ojos y demostró con sus ronquidos que todo lo de su garganta parecía de caverna surgido. El joven Benvenuto permaneció largo rato sin tomar decisión. Temía despertar al hombre si algún ruido producía el banco en que estaba sentado o si algún recipiente caía por tierra o si un respiro profundo le brotaba debido a la somnolencia o un eructo debido a la digestión. Fue moviendo las piernas con lentitud, no sólo para sacarlas de debajo de la mesa sino para alejarlas de posibles hurtos y sobre todo de entumecimientos que le hiciesen trastabillar si tomaba la decisión de levantarse. Giró el cuerpo a la derecha temiendo, incluso, que el roce del culo con la madera sonase como una bombarda e intentó un suave alzamiento, pero, para su sorpresa, la bombarda estalló y con olores indebidos. Permaneció arqueado e inmóvil, los ojos fijos en la respiración pausada del maestro, pero aquél parecía habituado a los ruidos fuertes, por lo que terminó de alzarse. No tenía adónde ir. Era tarde noche y los bandoleros en Trastevere podían cobrarle caro no tener nada que robarle. Hacía frío y no tenía ni menos una cobija de lana. Observó la cama del maestro y los bloques a medio trabajar. Si Miguel Ángel dormía sentado, pues ocuparía la cama; si ocupaba la cama, como le parecía lógico en su forzada inmovilidad, pues entre rostros y miembros a medio esculpir conseguiría desalojar la humedad y la tramontana. Benvenuto tenía diecisiete años, pero ya había intuido que las decisiones equilibradas de los extremos eran las mejores, por lo que se dirigió a la cama, sacó de ella una de las coberturas y, envueltos sus huesos en un reconfortante calorcillo, entrometió su cuerpo de viajero florentino sin dinero entre dos esculturas inconclusas.
   Vestido con la elegancia de los restos del naufragio Benvenuto Cellini rememoraba en la Academia delante del David. Lo había despertado el ruido del cincel. Era media mañana puesto que la claridad inundaba el estudio y el montón de virutas a los pies desnudos de Miguel Ángel indicaba un largo trabajo. Se restregó los ojos y el estómago avisó del bien de la cena pero también un par de cuernos habían surgido del mármol y unos restos de pan y frutas, como apartados para él, permanecían en el tablón. La voz cavernosa se dejó escuchar:
-- Te has perdido de la aparición de los símbolos.
   Benvenuto dudó entre la estatua y la comida, pero escogió la prudencia. Miguel Ángel trabajaba en la barba que surgía enmarañada de la materia y, por momentos, más pudo la maravilla del arte que la necesidad corporal. Se quedó extasiado contemplando los dedos gruesos que peinaban los pelos y se dijo que aquél hombre trabajaba con materia viva. Se llevó la mano a su lampiño rostro y no pudo evitar que sus ojos se humedecieran. Sin quitarlos de la estatua caminó de lado hasta el tablón, recogió el alimento, se sentó en cuclillas y, al mismo tiempo, alimentó cuerpo y espíritu.
   Debía conseguir la manera de acercarse a Cosme I de Médicis. Si bien las monedas aún hacían peso en la bolsa que bien asegurada llevaba atada a la cintura con dos cintillos de cuero, no era como para un largo esperar, especialmente cuando no sólo las ansias de dinero, sino también las de arte, le empujaban a la acción. Se colocó debajo del mentón del David y se llamó a sí mismo impaciente, puesto que apenas había arribado. No había podido evitar la tentación de atravesar el Arno para ver qué cosa hacían los artesanos locales y dirigirse a la Academia. Rodeó la estatua y se dijo a sí mismo que este mundo era no-presencia y no-verdad. Si el alma de Miguel Ángel no estaba allí sería por repartida en sus maravillosos logros, incluso entre aquellos bloques de mármol apenas tocados e inconclusos entre los cuales se había protegido en la lejana época de una de sus juventudes. Había conocido el modelo de esta estatua debajo de la cual ahora estaba. Era tan bello como la obra acabada, aunque la quietud de la materia transformada le hacía pensar en un himen, en una membrana delicada envolviéndolo todo y de la cual el David asomaba cual vapor de sueño. Había aquí un pasearse entre la encarnada realidad del amante y el cumplimiento de una idea. Benvenuto Cellini comprendió en aquel instante que se puede rememorar en el futuro, tal como él lo había estado haciendo con el pasado. Esta estatua no era un presente, un estar aquí, era algo puesto fuera, ausente, un canto voluptuoso. Tal vez una ilusión perpetua.
    Los cascos del caballo sobre las piedras de la calzada los había podido presentir desde el brote fascinante de aquel objeto que de inanimado se alzaba de las manos del maestro por encima de la vida. Pudo adivinar que el sudor de la bestia se dirigía al estudio de Miguel Ángel Buonarroti. El apresurado jinete hizo una venia y en voz muy baja, tan inaudible que sus oídos habituados por necesidad y precaución a oírlo todo no pudieron captar, comunicó el mensaje. Miguel Ángel asintió e hizo el habitual gesto de pasarse las palmas de las manos sobre la vestimenta como si tuviese en ellas restos de alimento. Tampoco esta vez tuvo necesidad de dar orden alguna, pues los cancerberos parecían ya saber que el patrón saldría. Benvenuto sintió la orden en la mirada del maestro y una voz interior le dijo que estaba delante a un suceso inusual que podría contar algún día. Sin mediar palabra el maestro descendió y con él el aprendiz. Montaron los cuatro y comenzaron a atravesar Roma batida por un sol meridiano y por un frío agradable. De los cuchicheos de los sirvientes dedujo que el viaje era hacia el Castel Sant´Ángelo y que el llamado provenía del propio Julio II. En efecto, la redondez del castillo se veía en línea recta, pero Benvenuto no lograba explicarse porqué se dirigían allí si la cita era con el Pontífice. Comprendía, ya se lo había informado la tabernera vecina a aquel sitio, que la fortaleza era controlada por el papado, pero la ciudad parecía tranquila, no había soldados recorriéndola, no podía adivinarse una amenaza contra el representante de Cristo que lo obligase a buscar refugio en aquél emplazamiento de fácil defensa. Los guardias del castillo no preguntaron y apenas divisaron la comitiva atravesando el puente sobre el Tevere abrieron las rejas. Descendieron en el patio y un oficial les indicó inmediatamente que debían proseguir. Una gruesa reja oxidada fue abierta. Miguel Ángel ordenó a los sirvientes esperarle allí. Luego se había dirigido a él, al pequeño Benvenuto, lo había atrapado por la pechera y lo había empujado delante de él en la negra boca apenas el oficial había encendido una antorcha. Era un túnel, un bendito túnel repleto de ratas que atravesaba el corazón de Roma. Los animalejos chillaban al paso de los tres hombres, pero aún más el corazón del muchachito florentino aventado por el azar del destino a las entrañas de la Ciudad Eterna. El agua llegaba a los tobillos de los hombres, pero ninguno emitió queja alguna. Benvenuto se preguntaba por las veces que los pontífices debieron transitar aquel intestino. Subieron una escalera y se detuvieron en un salón ricamente ornamentado. "Su Santidad espera", escuchó decir y se sintió clavado en tierra. El empellón de Miguel Ángel apenas alcanzó a moverlo. Debajo de un inmenso crucifijo y envuelto en sábanas de seda reposaba un anciano de barba blanca rodeado por otros que lucían cinturones púrpuras. Miguel Ángel se inclinó respetuosamente y escuchó la orden: "Ha llegado la hora; ocúpate de mi tumba". El maestro dejó caer la barbilla sobre el pecho, tomó la mano del anciano y la besó. Retrocedió con los ojos cerrados y Benvenuto Cellini jura ahora, en este presente que tal vez es pasado, que vio lágrimas surcar el rostro de aquel hombre de piedra y que esas lágrimas se aposentaron en su barba. Esta vez el maestro no necesitó empujarlo. Con él atravesó el cortile, con él pudo ver una entrada secreta a la basílica y con él se encontró ante numerosas tumbas que de pontífices eran pues llevaban la tiara y los símbolos grabados en las lápidas. Miguel Ángel se detuvo ante el nicho señalado. Midió con los ojos, los paseó por las otras tumbas y decidido salió. Una vez más el túnel y las ratas, una vez más el castillo, una vez más Roma, esta vez amordazada por la pesadilla de la siesta doppo pranzo. Otra vez la cabalgata y el asombro. Miguel Ángel escarbaba aquí y allá en busca de otro material y de otra tarea.
   Sí, esta estatua tenía otra estatua ausente. Cellini sabía que se acercaba la hora de cierre de la Academia, pero no podía despegarse. El David era un medio puro de ficción, el azar vencido golpe de cincel por golpe de cincel. La estatua se describía en sus trayectos, se devolvía en sus ángulos y enroscamientos. Se dijo que era una copia en ella. La estatua ya había ocurrido en este momento, pero mirando en el presente el pasado, sentía la reconstrucción del mencionado presente como una deliberación de Miguel Ángel de plasmar aquel efebo como una investigación del arjé, del ésjaton y del telos. Así, la estatua no ilustraba nada, era sólo la escena que sus ojos divisaban. Apenas subrayaba la nada. Pudo verla en el futuro, en el presente del futuro y, más tranquilo, atendió la orden del guardián que señalaba el fin de la visita.

   Debía regresar a Roma. La ciudad seguramente lo había olvidado, en verdad jamás lo había reconocido, pero él conservaba el marrón que la envolvía casi como una retícula adherida a sus iris. La persistencia del recuerdo le indicaba que la hora estaba próxima. Sin embargo- se dijo- si alguna hora era presente era la de liquidar los asuntos que lo mantenían en Viena. El mesonero del café vino a su mente y con una sonrisa se preguntó si estaría recordando al hombre del chocolate y el coñac. Los llamados a la puerta lo sacaron del ensimismamiento. Era ella. Como siempre, era ella. Esta escena se había repetido muchas veces, una escena múltiple que no ilustraba nada fuera de sí misma. Sonrió cuando la mujer le preguntó si quería un coñac mostrándole una antigua botella, tan vieja que el vidrio se había deformado y adherido manchas verdes. Con un gesto la hizo pasar y con otro le sugirió sirviese dos tragos en los vasos que ostentaban el nombre del hotel. La mujer lo hizo dejando ver una larga cabellera, casi una gigantesca mata que le salía de la cabeza.
-- ¿Qué haces fuera de Caramania? - interrogó.
-- Me gusta cuando estás agradable y con propensión a lo culto - respondió la mujer aceptando la ironía del hombre.
-- Está bien, - comentó aceptando ya la ineluctabilidad de la visita- disculpa por la referencia a la isla vecina a la ciudad de Adán, pero es que estás hoy tan furiosamente femenina que pareces de allí, que me haces recordar los secretos de los drusos de Siria y sus revelaciones sobre lo que puede hacerse con siete como tú.
-- Nadie me ha arrancado, querido, he venido a traerte el licor que siempre te ha gustado, especialmente de esta remota fecha. Quizás te anime a hablar de una vez por todas con el escritor - agregó comprensiva.
   El hombre tomó la copa y se sentó. Miró con detenimiento a su visita. Sabía que tenía propiedades mágicas y afrodisíacas y se le había asociado a Circe. Buscó un núcleo superficial de hojas y de flores y en la gran mata de cabellos encontró motivo adicional para sentirse atraído. Sorbió el coñac y Plinio acudió a su memoria. Recordó las advertencias de El Viejo sobre colocarse de espaldas al viento, trazar tres círculos concéntricos con una espada girando hacia el oeste y sacar de raíz. Primero había que mandar un perro para que muriera al escuchar el grito.
-- El perro que murió por mí se llamaba Erick - dijo la mujer adivinando el pensamiento del hombre.
-- Sí, lo sé.
-- Estoy a tu servicio, querido, sabes que solamente te visito en ocasiones especiales.
   Sí, lo sabía, cada visita suya había sido seguida por acontecimientos importantes. Esta no sería una excepción. La había visto en una taberna de Siena y en una taberna de Roma, casi siempre en una taberna, se dijo llevándose el coñac a los labios. La observó nuevamente y desechó la tesis del homúnculo. No era en Plinio que había encontrado la idea, no lograba precisar en quién, pero lo recordó, recordó que una de sus procedencias podía ser la del semen de un ahorcado y extrayendo el pene le pidió suavemente se desnudara. La mujer no vaciló y sobre ella vertió su orina. La mujer preguntó si también sangre menstrual le echaría, mientras restregaba las manos sobre su cuerpo procurando embadurnarse. El hombre recordó entonces donde lo había oído, en Emporion, donde se le había explicado que debía colocarla sobre tierra roja como sangre, cortarle los ojos e incrustarle en su lugar frutos brillantes o rojos que semejasen ojos y boca, meterla en un recipiente de vidrio y dejarla al sol para que tres días después fuese un ser vivo y a los 40 una hembra completa a su servicio.
-- ¿Acaso no he estado ayudándote siempre? - preguntó. -- Tú no lo hiciste, lo que quiere decir que alguien lo hizo por ti. Como ves ese viejo conjuro no requiere de intervención personal - agregó llevándose las manos al poblado pubis.
   El viejo adagio "el miembro viril debe surgir incansable en su deber" le nubló la vista e introdujo el pene en la boca de la hembra. El lindero estaba roto, derrotada la mítica Linda que circundaba el espacio consagrado del universo. "Todo es una vibración sonora", se dijo al tiempo que la decisión ya tomada de encontrarse al día siguiente con el escritor se alejaba hacia el presente del mañana.
   
   Benvenuto contempló Florencia al atardecer. Pensó en su vida como una obra dramática, vio todas las exterioridades de sus actos y concluyó que al final de cuentas nada había ocurrido. El cielo parecía una lágrima suspendida en formación. Se interrogó sobre el mañana, algo que veía como un sobrescrito sobre la escritura de su vida y tuvo memoria del presente del futuro. Lo significante no tenía significado, el hombre bajo el atardecer florentino era un signo sin referente. Tal vez sí era un imitado con imitante. Pasó de largo frente al palacio de los Médicis y su pensamiento no se detuvo. Habría un mañana, siempre lo había, pues allí estaría a la espera Cosme I dispuesto a encomendarle las tareas del presente del presente. A medida que la luna se reflejaba sobre el río volvió a la ilusión perpetua y se dijo que no podía romperla. Todo era ficción y entre los árboles de los jardines de Boboli comenzó el dictado para el escritor. Le hablaría de la prolongación de la vida, de la transmutación de los metales, del conocimiento de lo que ocurre en los lugares alejados y de la aplicación de la ciencia oculta al descubrimiento de los objetos más escondidos. "Hice un busto en bronce de Cosme I que estará aquí mismo en un museo que aún no existe y se llamará Bargello", dijo, pero los tiempos verbales se le confundieron y con ellos las ciudades y rápidamente trató de enmendarlo pues en el presente del futuro hablaba. Los secretos ya no lo eran para él y se lo dijo al escritor, reiterándole que la ciencia tardaría en descubrirlos muchos de los años de la medición convencional del tiempo. Se extendió sobre el objetivo final de la investigación que no era otro que la transmutación del propio operador y alzó la vista indicándose. Soy quien soy porque he manejado una psicología de las alturas que me ha convertido en un hombre del cosmos. No existe espacio ni tiempo y ante los dolores no he hecho como usted, le dijo, que acostumbra en sus textos curarse con saliva. Yo he usado un anestésico infalible que es el vino de mandrágora y que anoche mismo probé en el cuartucho del hotel vienés donde me hospedo. La bañé con mi orina y de allí sobrevino la fermentación. Eso es mejor que los químicos de la ciencia, mejor aún que el extracto de cáñamo índico. Yo he sido grande desde que vi a Miguel Ángel pasando sus manos por el mármol bajo la convicción de que era con ellas que pulía, sin instrumento sólido o líquido y desde cuando aprendí la coloración roja del vidrio mediante la introducción del oro en el momento de la difusión. Estoy dispuesto a revelárselo todo, incluso los detalles del crucifijo de marfil que Cosme I me encargó para regalárselo a Felipe II de España y que terminó en el trascoro de la iglesia de El Escorial. Pues bien se lo diré: se trata de fuego griego que es aceite de lino coagulado en gelatina aplicado sobre el vidrio considerado metal flexible y aplicado bajo la luz fría. Así fue como pude lograr esas piezas inmortales; a usted le digo hasta como titulará su libro: El indeterminado de cabeza de bronce. Un escritor grande que aún no ha escrito, o mejor, un escritor grande que escribió en el pasado, qué sé yo, lo dijo: "Los acontecimientos venideros proyectan su sombra por adelantado". Goethe, era o será o es, su nombre. Como prefiera. Pero le hablaba de la exclusiva. Siempre hay que tener un mortero de ágata. Siempre hay que tener pirita arseniosa con antimonio y arsénico, claro está, mercurio y ácido tartárico. Se debe calentar siempre en un crisol hasta que aparezca una formación de cristales en forma de estrella en la superficie del baño en el que se refleje la Vía Láctea o todas las constelaciones, mejor aún. Luego debemos llevarlo todo al aire y a la humedad hasta que aparezca la preparación de las tinieblas. Todo se cierra en cristal de roca. Siempre azufre, siempre carbón, siempre nitrato. Se obtendrá una esencia, un fluido llamado "ala de cuervo", expresión que se hará famosa en otro tiempo a través de unos libros. Pues bien, este fluido, de color azul-negro, es el alma que precede al huevo alquímico. Se abre al líquido fluorescente y se solidifica y se separa. Yo logré mi propia transmutación bajo la influencia de fuerzas emitidas por el propio crisol, fuerzas que son radiaciones eyectadas por núcleos que sufren cambio de estructura. Es así como se entra en otro estado, en este mío, señor. La vida se prolonga, la inteligencia y las percepciones alcanzan un nivel desconocido para los mortales. Yo transmutado vivo en otro estado del ser. Estoy izado a otro estado de conciencia. Me siento despierto con la impresión de que los demás hombres siguen durmiendo. He escapado así a lo humano ordinario. Para mí esto no es más que un minuto de verdad. Vea pues como las manipulaciones de la materia en el crisol transmutan todas las células del adepto, hacen de él un despierto, un hombre a un tiempo aquí y al otro lado, un ser viviente. ¿La piedra filosofal, pregunta usted? Es el primer peldaño que ayuda al hombre a elevarse hacia el Absoluto. ¿Qué le explique la idea, me pide? Tiene delante la forma de la cosa misma, la copia en mí, lo que usted piensa y representa de mí. Estoy con usted aquí, soy presencia. Usted es el escritor, imíteme, expréseme, descríbame, represénteme, ilústreme. Soy eidos, como quiera, la figura de la cosa, lo que subjetivamente piense que soy, todo lo que usted quiera. En cualquier caso, se lo recuerdo, usted escribirá una ficción, esta entrevista jamás tuvo lugar, es ya memoria de cierto pasado. La entrevista ya ha ocurrido y usted lo único que tiene es memoria de su libro El indeterminado de cabeza de bronce. Hablará usted de un fantasma que no lo es de ninguna carne, sin pasado, presente o futuro. Véame como quiera, idea, forma o materia. Lo que usted escriba no podrá ser verdad. Esto que estamos representando no es más que una escena. En realidad su libro estará en blanco, pero puedo asegurarle que alguien sabrá leer esos espacios sin letras si los deduce de aquellos que sí la tienen, pues el blanco tiene más significados que lo escrito. Usted ahora tiene visibilidad de mí, sus lectores no sé que tendrán, a menos que se lo tomen como teatro. Le aseguro que este momento no es nuestro presente. El pasado y el futuro son modificaciones de lo inexistente. ¿Me sigue? ¿Hará de El indeterminado de cabeza de bronce lo que le digo? ¿Se aburre usted? ¿No? Pues bien, escriba para anticiparse, haga de mí imagen y modelo, es decir, nada. Haga de mí elemento, éter, médium, nada más que ficción. Nadie podrá decir de su libro, nadie que sepa, que es verdad o falsedad. Nadie tendrá que imaginar nada, la verosimilitud es cosa del pasado. Si alguien se preguntase que hay detrás de usted lo hará por estúpido. No se interese por la apariencia de los lectores de El indeterminado de cabeza de bronce, mejor no se interese jamás por ninguna apariencia. Deje que corran huellas, anuncios imprecisos y recuerdos no se sabe si de antes o de después, pero tenga cuidado, que no puedan ser ordenados. Niéguese al tiempo y niegue su libro; responda a los críticos que se trata sólo de una apariencia falsa, así no lo estarán interrogando con paradojas necias sobre lo que usted diga del presente, del presente del pasado, del presente del futuro y todas las combinaciones posibles de esas palabrejas de las cuales los no transmutados hacen escollos. Consiga que todo se intime y se vaporice. Haga de mí en El indeterminado de cabeza de bronce un suspenso, un equilibrio de la euforia. Los equilibrios acertados son lo mejor. Pero, ¿acaso le estoy dando instrucciones? No, no lo creo. No soy perentorio. Desplácese usted por este campo transformado. La problemática es suya a medida que escriba. Le será fácil porque su libro no tendrá tema, sólo efectos de temas que serán el tema. Es decir, al no haber un tema su libro será legible. Eso me alegra, pues presiento que usted sabe modular. Aliméntese de mi vida o de mi muerte continua, como prefiera llamarlo. Hágame fatal, reflexionado, voluntario. Renazcan las palabras, mi aislamiento no tiene remedio, pero el suyo podría tener uno al rehacerme, puesto que acabaría con el aislamiento de mi habla, es decir, de la suya. Diga palabras totales, busque dejar de ser eco de mí. No busque sentidos verdaderos. Pierda la verdad de este encuentro y de lo dicho. Cree extrañezas. Haga que su libro se anule. Repliéguese. Anule las distancias. Escriba El indeterminado de cabeza de bronce no escribiéndolo, es decir, fínjalo. Deje dispersarse el ordenador del juego. Ahora es invierno, aquí y allá, en el pasado y en el futuro. Participe y aíslese de la tormenta. Déjese llevar por el viento y protéjase. Deje mi voz registrarse sin fin. Así, nada será libre ni visible ni oculto. Permítame ser una permutación desarreglada. Deje que una ramificación se extienda y no me ponga nombre, o póngame muchos, pues él o todos ellos van con mi ser. No le importe cambiármelos, pues siempre seré yo, es decir, nadie. Si usted relata en su libro nuestra relación va a perderse. Usted es el escritor y puede cambiar, permutarse, hacerse simulacro. De lo contrario se hundirá ¿Le aburro? Ordenemos otro coñac. No me ponga el nombre o los nombres sobre mi rostro o mis rostros. Esto que hoy vivimos es una ficción, al igual que su texto, entre ambas manéjese. Considere esta entrevista como un comentario a su texto ya escrito. Así el libro le quedará como una rotura ininterrumpida. Piense que lo que hacemos son sobreinscripciones lo que le permitirá abrir la literatura futura. Muestre todos los secretos que le he dicho, así el libro no podrá ser acusado de contenerlos. No hay nada ni delante ni detrás. Ciérrelo para que se abra. Sea arrítmico para que El indeterminado de cabeza de bronce se reforme sin tregua. Lo que quiero decirle es que debe ser minucioso, incansable, desigual, inútil. No pretenda decir nada, eso queda para los idiotas que se afanan en representar una realidad, como si existiese. Hágalo indescifrable para que se entienda, para que sea legible. Eso se lo agradeceré de manera especial. Si usted logra que el libro desaparezca, que retroceda, que se borre, que se consuma, pues habremos logrado el objetivo. Piense que quien lo lea no puede ser denominado observador, pues es la frase la que observa. Hágase múltiple, como yo, e irreconcílielos todos. Lleve la alteridad hasta los límites para que el libro pueda tener comienzo allí donde termina. Haga atmósferas, pero siempre en diversos presentes inexistentes y ponga allí a rotar las palabras, las frases, las páginas en blanco, lo negro y lo blanco. Le digo yo que no hay como un futuro anterior. El que sepa que busque detrás de la multiplicidad y de las apariciones mías y de ese líquido anestesiante que le he descrito como fermentado de raíz. Haga que ese libro no me pertenezca ni le pertenezca ni cuente las páginas pues lo mejor es que la extensión sea indeterminada. Eso sí, describa mis cópulas, pues allí la imagen se refleja. Haga de lo que refleja el meollo del asunto. Consideremos que hemos jugado el juego. Le he contado de mi transmutación, pues bien, ponga su texto más allá de esto que los hombres llaman todo, lo que no quiere decir ponerlo en la nada, dado que todo lo profundo bien puede ser nulo pero también infinito. ¿Un último coñac? Lo engulló de un solo trago. Miró al escritor y se hundió en la oscuridad de la noche de Viena.

   Benvenuto fue directamente a palacio. No hubo sorpresa. Cosme I ya sabía, bien entrenada estaba la policía de los Médicis, de su presencia en Florencia.
-- Benvenuto, Cellini, a tu patria - exclamó gozoso, marcando la diferencia entre nombre y apellido.
Pasó el brazo por los hombros del artista y lo arrastró hacia las recámaras interiores contándole emocionado de artistas y obras, de proyectos y encargos. Así recorrieron buena parte del palacio hasta que Cosme mostró a Benvenuto lo que sería su habitación. Estaba ricamente ornamentada con rasos y terciopelos, el camón al medio con las cuatro columnas cubiertas con sedas.
-- No tengo amantes, Benvenuto, estoy demasiado viejo para ello - comentó con sorna.
-- Damas habrá en la corte - respondió el aludido con una leve inclinación, comprobando que Cosme estaba bien enterado de sus andanzas de faldas.
-- Mi hija menor, a quien respetarás, - dijo el viejo alzando el dedo en advertencia - quiere una salamandra. Ese será tu primer trabajo.
   Benvenuto se detuvo sorprendido. Un estremecimiento recorrió su espalda. Vio en sí un fuego. Cosme notó la sorpresa y lo fijó con la mirada. Pensó que el orfebre estaba cansado y lo animó a reposar. Cellini seguía paralizado. "Descansa", sugirió de nuevo y abandonó la habitación. Benvenuto miró el lecho y se echó sobre él vestido, sin quitarse las botas ni el puñal del cinto. Sudaba y no podía conciliar el sueño. Por horas giró entre las sábanas hasta que un pesado sopor comenzó a invadirlo. La mujer estaba delante y se hacía ave. Vio el plumaje violeta y carmesí, la vio con el huevo de mirra volar hacia Heliópolis y los sacerdotes que la esperaban. La vio hacerse de nuevo hembra y le pidió le ayudase a alzarse de las cenizas. Una vez más se sintió atraído y la tomó de la mano pidiéndole el supremo sacrificio de permanecer con él hasta que la muerte cobrara su cuota en venganza por el incumplimiento del viaje.
--Benú, la salamandra estaba en el fuego - dijo el hombre mirándose las manos.
   La mujer lo observó con expresión indefinida. Con lentitud se alzó de la silla tapizada en terciopelo y con un giro del torso a la derecha reunió fuerza para estrellar su mano en la mejilla del hombre. La bofetada resonó en la pequeña recámara con la potencia de un trueno. Estupefacto interrogó con los ojos.
-- Es para que no lo olvides de nuevo - explicó la mujer.
   Sintió la garganta reseca y un nudo en el estómago. Benú percibió las sensaciones del hombre y se movió como quien se apresta al vuelo.
-- Seguramente tal proceder tiene una explicación - susurró él.
   La mujer dejó ver unos dientes de extremo brillor tras unos labios perfectamente delineados.
-- ¿Puedes decirme por qué una bofetada para fijarme el recuerdo? - insistió recuperada la calma.
-- Porque ya una vez te colocaste salamandra en el fuego de mis manos y lo olvidaste. Desde ahora en adelante el olvido no será tu causa.
   Permaneció en silencio.
   Benú arqueó los brazos y una luz intensa se apoderó del aposento.
-- Eres un privilegiado - observó.
   El hombre miró extasiado el vistoso plumaje en parte dorado y en parte púrpura o carmesí. "Lactancio, `Carmen de ave Phoenice", alcanzó a murmurar.
-- No has sentido el olor a mirra - dijo ella desde sus labios vueltos a la perfección humana - porque aún no he de partir. Te escuché mencionar a Lactancio y el gran poema que escribió para mí y estuve tentada de hacerme toda púrpura en tu honor, phoeniceus, como él lo hubiera dicho. Sólo parto cuando mi padre muere, y tiene la desgracia de volver y morir de nuevo, siempre.
-- ¿Por qué me has concedido este privilegio? - atinó a preguntar.
-- Porque sabes de salamandras en el fuego y de mi asociación con él.
   El hombre prefirió no decir nada, pues bien sabía que la mujer continuaría sin necesidad de interrogarla.
-- ¿No lo crees? - deslizó suavemente desde sus labios carmesíes.
    Un ligero temblor recorrió su espina dorsal.
-- Si quieres medicinas que tranquilicen tu ánimo, - acotó Benú acompañando la afirmación con un femenino gesto - anota estas: aurum potabile, tinctura rebis, tinctura provedens y elixir tinturae. Si tienes dudas sobre las formas lee "Occulta philosofia de lumen naturae" de Agrippa von Nettesheim.
-- No presumas la ignorancia en mí - ripostó el hombre mostrándose alterado.
   Benú observó el cambio con satisfacción.
-- Sabrás, así quiero pensarlo, que la salamandra es azufre incombustible y tú un indeterminado.
-- Tú recordarás - respondió - que los peces viven en el agua pero no ven el agua.
-- Buen punto a tu favor recordarme a Paracelso; me hace venir a la memoria Opera Omnia, De Vita Longa, Paragranum y Scientia Alchimiae, y una frase que en alguna parte está: Alterius non sit, qui suus esse potest.
-- Todo se relaciona, - dijo el hombre mirándola profundamente a los ojos - y desde que el mundo fue creado en el agua y el hombre es un extraño, nos atacan estas enfermedades que hemos procurado resolver extrayendo el alma al mundo.
-- Algunos han intentado - recalcó la mujer - la separación de la Prima Materia del Caos, para reunirlos después en la conunctio, tal como el Sol y la Luna en su boda ritual. Lo compruebo cada vez que voy al Sol.
-- Cierto, pero eres tú la que logra alzarse de las cenizas.
-- Observemos los arcanos y veamos si la arena de Perlín, el maná y la uña olorosa se convierten en bálsamos, si la piedra olorosa en jacinto, si la piedra hepática en alabastro, si el sílex en almandina, si la arcilla en silicato noble. Desenrollemos, si necesario, el Papyro Ebers, del Antiguo Egipto sabes, al que muchos atribuyen mi nombre de mujer y procuremos guiarnos por el sabio principio de que "quien nada sabe, nada ama".
   Despertó empapado en sudor avanzado el día. El desayuno estaba al pie del lecho, símbolo inequívoco de órdenes precisas de Cosme I en su resguardo. También había agua, aún tibia, en la bañera de madera. Optó por el baño y en el agua se sintió profundamente cansado. Creyó ver plumas en el piso y un olor a canela e incienso le revolvió el estómago. Era casi mediodía cuando decidió tomar el desayuno. Sobre una silla encontró ropa nueva a su medida, se vistió sin prisa y salió al pasillo. Un sirviente lo esperaba y con una leve inclinación le pidió lo siguiera. Las paredes estaban repletas de pinturas y Cellini pudo identificar a algunos de los más renombrados autores toscanos. Uno que otro era milanés, uno que otro veneciano, entre las armaduras y los trofeos, uno que otro oriental llegado seguramente a La Serenísima y transportado a Florencia. Se detuvo a la entrada de la biblioteca y se aseguró a sí mismo que nunca había visto una con tantos volúmenes. Trató de calcular cuántos eran, pero el intento fue en vano, deslumbrado por las tapas en cuero y las letras doradas. La biblioteca tenía un olor a viejo, a sagrado, parecía la bóveda de toda la arquitectura, tornasolante, múltiple en gamas, como protegida en un envoltorio invisible de las roeduras del exterior. Aún así, parecía tener ventanas que dejaban ver entre los abalorios. Sólo la insistencia del criado lo sacó del ensimismamiento, pero supo que buena parte de su tiempo lo pasaría allí dentro. Apresuró el paso y comprendió que se dirigían a los aposentos íntimos. El sirviente le rogó esperase y le indicó un sillón. Por doquier había salamandras realizadas torpemente con cuencas. Una, en especial, llamó su atención pues parecía salida de manos de una niña. Estaba atada de la cola a un gancho con un corto cintillo de seda, el mismo que la recorría desde allí hasta la cabeza; los bordes eran rosados, las puntas de cola y cabeza morados, las cuatro patas terminaban cada una en tres cuencas azules. Acercó su mano y la desenganchó. No había notado desde lejos que los ojos eran verdes. La cola una hilera de cuencas una a una, dos para comenzar el torso hasta seis en la parte más ancha, la cabeza de dos, cuatro sumando los ojos, una al final. La colocó sobre la palma de su mano, determinó que los orificios habían sido taladrados con esmero y la alzó de nuevo hasta el gancho.
-- La hice cuando niña, ¿le gusta?
   Benvenuto se giró con presteza. Ante sus ojos estaba la mujer más bella que hubiese visto jamás y sus ojos habían visto muchas. Ella atendió la turbación del orfebre y procuró calmarlo mirándole con ternura, pero Cellini seguía sin articular palabra, los labios semiabiertos, los ojos asombrados.
-- Ya no las hago tan sencillas- continuó- pues las he estudiado y con ellas las técnicas, nada comparable, por supuesto, a un objeto que salga de sus manos, maestro - agregó con manifiesto respeto.
   Benvenuto efectuó la inclinación de rigor despojándose del sombrero, tomó la mano de la mujer y aproximó los labios sin tocarla con ellos. Dijo estar agradecido de la hospitalidad de los Médicis, del honor que representaba para él poner su pequeño arte al servicio de tan respetados gobernantes y la alegría inmensa que le causaba estar de nuevo en su patria.
    La mujer lo dejó pronunciar el corto discurso y le invitó a seguirla. Salamandras había por doquier, en metal y en marfil, en oro y en plata, pero el orfebre se dijo que para aquella mujer haría la más bella que hubiese jamás respirado el aire de esta tierra, fuese animal o arte, de carne o de lapizlázuli. Ella parecía tímida dentro de aquella dulzura que ponía a su belleza natural el mejor de los barnices salido de todas las alquimias.
-- Dimmi il tuo nome - se atrevió Cellini.
-- Benú - respondió la doncella.
   Las manos le sudaron y en sus mejillas sintió una doble bofetada. "De nuevo he visto una salamandra en el fuego", se dijo, y sin poder disimular su nerviosismo prometió a Benú que se pondría a trabajar de inmediato, pero requería de información por escrito, de un estudio pormenorizado del animal; iría a la biblioteca en busca de información. La doncella asintió con la mejor de sus sonrisas y le prometió que lo visitaría allí cada vez que pudiese, lo que sería a menudo, pues sus deberes en palacio eran pocos y se aburría. Cellini hizo la inclinación de rigor y se adentró en el corredor por donde había llegado. Una mezcla de deseo y miedo lo dominaba. Esta esplendorosa mujer lo había sacudido, pero el peligro era demasiado grande y el precio a pagar proporcional a él, puesto que se trataba de la hija de Cosme I quien ya había advertido sobre un trato respetuoso. Quería quedarse en Florencia para siempre y una relación de alcoba podía impelirle de nuevo al exilio, si es que lograba escapar de los Médicis, cuya crueldad, si resultaban provocados, podía ser proporcional a la generosidad que derrochaban. Se andaría con los mecanismos de defensa al máximo, se encerraría en la biblioteca para aliviar la carga pasional que la doncella le había inyectado. Le prohibiría visitarlo allí y en cualquier otra parte, estaría atento a escapar de su presencia si divisaba su ternura en la proximidad o en la lejanía, saldría de palacio a recorrer Florencia cada vez que el trabajo se lo permitiese. Encontraría las maneras de no verla, de hacerse invisible para que la doncella interrogase a los criados y estos no pudiesen dar razones suyas, se consumiría sin hembra ni solazo en la habitación. Buscaría los burdeles florentinos de cuando en vez - se dijo corrigiéndose- como aquellos que frecuentaba en París pero solamente cuando apremiase la necesidad. Mandaría la salamandra con el padre o, mejor aún, la comenzaría pero nunca la terminaría. Hablaría con Cosme para sugerirle trabajar en dos cosas a la vez y así complacer al mandatario con otra virtuosa pieza salida de su genio. Encontraría excusas para lo del animal y Cosme no protestaría deslumbrado por un obsequio que enriquecería su palacio. Casi a las puertas de la biblioteca fue interrumpido por un mensajero. Era requerido en la sala de audiencias. Allí se dirigió para escuchar los pedidos de un busto en bronce del gobernante y una estatua de Perseo, también en bronce. Cosme debió pensar que había adivinado los gustos de Cellini pues este dio tales manifestaciones de contento que todos se contagiaron y dijeron al Médicis que parecía existir una maravillosa simbiosis entre el poder y el arte ya que el artista daba muestras de una identificación total con el encargo. Cosme sonrió ampliamente y comenzó a soñar con el busto que saldría de las manos de uno de los más reputados artistas. Con mil agradecimientos Cellini abandonó la sala. Estaría muy ocupado, no podría pensar, la investigación se alargaría, debía estudiar los retratos hechos a Cosme, algunos de los cuales estaban en la biblioteca, debía saberlo todo de Perseo, debía, y de nuevo la angustia le atenazó la garganta, saberlo todo sobre las salamandras. Sintió los largos dedos de la doncella como estrangulándole y los ojos de viveza indescriptible como brasas. Daría a Cosme las dos piezas más estupendas que ojos de Médicis hubiesen visto, pero éste a su hija jamás la autorizaría a vincularse sentimentalmente con un artista, pues dedicada estaba, con certeza, a un príncipe veneciano o tal vez a un rico comerciante de Constantinopla o tal vez a un gobernador de ciudad intermedia como Mistra o Creta o Adrianópolis o aún más allá más lejos a uno de la tierra de Ancira. No, el arte no bastaba para engullir doncella con vestes de princesa. "Pero si las mujeres las he querido no más que para el lecho", se dijo a sí mismo al constatar el curso que tomaban sus pensamientos. Decidió emborracharse, primera decisión sabia que tomaba desde su entrada en palacio, y para ello ordenó al sirviente portase un buen odre de vino. "In vino veritas", se le escuchó decir evidentemente avanzado en el consumo.
   Despertó temprano. No había visto a nadie copiando libros en el inmenso espacio de la biblioteca. Entendió que debía existir otro local destinado a tal fin. Lo averiguaría. Se lavó con prisa, desechó la ropa nueva que había lucido el día anterior prefiriendo la que portaba a su ingreso bajo el poder de los Médicis y se dirigió a la biblioteca sin probar bocado. El silencio era total. Por los vitrales se colaban algunos rayos de sol, no suficientes para permitir una buena visión, pero pudo comprobar que existían escaleras corredizas para llegar a los estantes más altos y se dijo que esta visita inicial sería de reconocimiento, de información sobre los tesoros que seguramente allí estaban. Empezar por lo más alto no era algo que hubiese desechado en su vida y así probó llegar a los volúmenes colocados a ras del primer piso, pues una escalera de piedra conducía más arriba, a otro piso según podía confirmar, sin que ello negara la existencia de algunos más. Ya lo averiguaría. Tomó uno al azar, atraído tal vez por el cuero cuarteado que lo cubría y leyó en alta voz: "En el catecismo secreto de los drusos de Siria - leyenda que es repetida palabra por palabra por las tribus más antiguas en las cercanías del Éufrates- los hombres fueron creados por los `Hijos de Dios´ que descendieron sobre la tierra, y que después de reunir siete mandrágoras, animaron las raíces, que se convirtieron en el acto en hombres". Eso él ya lo sabía, "de primera persona", se dijo colocando el volumen en su sitio no sin extrañarse del primer hallazgo. Trató de tomar otro, pero la sacudida fue espantosa. Los murciélagos perturbados se movieron rápidamente, revolotearon sobre sus hombros y se marcharon al otro extremo donde suponían manos humanas no irían a hurgar. Ya sabía Benvenuto de murciélagos cuidando bibliotecas, puesto que descendían de noche en toda que se preciara de tal, a un proceso de limpieza del polvo y de los insectos. Ya había notado las gruesas lonas enrolladas en los rincones para proteger las mesas de la mierda de los hacendosos limpiadores volantes. Esperó no encontrarse algún rezagado y sacó de la hilera otro volumen. Occulta philosofia de lumen naturae, pudo leer y no necesitó mirar el nombre del autor. Ya se lo habían recomendado: era Agrippa von Nettesheim, bueno para cuando se dudara de las formas. Todo parecía apuntar hacia el presente del pasado, o tal vez era del futuro, se interrogó dubitativo el orfebre explorador de libros. Empujaba distraído la escalera sobre los rieles fijados a la madera cuando sintió en la nuca una mirada. Pensar que podía ser Benú lo hizo trastabillar, pero se aferró con fiereza al travesaño hasta verse palidecer los nudillos de las manos. Lentamente se giró hasta unos ojos grandes y brillantes que parecían tener horas siguiéndole en sus movimientos por los escondites de los murciélagos. Era un muchacho. Benvenuto volvió a su quehacer, pero la curiosidad lo impulsó a bajar. Se aproximó al joven y lo saludó con una reverencia, presentándose. "Soy Cellini", le dijo. Este, entre dulce y arrogante, no bajó la mirada ni pronunció palabra alguna. "Soy nuevo aquí", insistió el orfebre. El muchacho persistió en su silencio. "Soy artista y trato de guiarme para mis investigaciones, pues debo cumplir varios encargos para nuestro protector", dijo sin esperanza de escuchar algún comentario. "Dime quién eres tú, pues si conoces los laberintos de esta biblioteca podrías ayudarme mucho", agregó. El muchacho respondió: "Puedo ayudarte". "Bene, grazie", dijo Cellini sin ocultar un gesto de burla por haber logrado romper el silencio. "Sígueme", dijo el muchacho y por largas horas hizo conocer al artista donde estaba cada tomo de historia, de filosofía, de arte. Cellini lo observaba y medía su edad con sus conocimientos. No había dudas, este joven era el más estudioso de todos los que había conocido. Lo elogió repetidas veces sin que se oyeran expresiones de agradecimiento o de humildad o, en cualquier caso, ninguna de soberbia. Cellini preguntó por el espacio donde se copiaba y el muchacho respondió que existía. Pidió se le mostrara donde estaba lo referente a la mitología y allí fue llevado. Interrogó sobre los bestiarios y con un gesto de la mano le señaló el lugar. "Me interesan las salamandras", dijo Cellini. El joven subió un par de peldaños la escalera lateral, tomó un volumen y se lo dio. "Lee tú", ordenó el orfebre procurando enterarse de la pronunciación del muchacho y de la lengua en que leía. El joven abrió el grueso volumen y lo complació: "Salamandra, nombre común de algunos miembros de un orden de anfibios con cola- y, por lo general, con cuatro patas- que engloba nueve familias; muchos son similares a los lagartos. Las salamandras son normalmente inofensivas para el ser humano". La pronunciación en latín era perfecta, pero Benvenuto decidió probarlo: "Preferiría escuchar en toscano, pero otro texto. ¿Puedes traducirlo?" El muchacho leyó: "Las salamandras son tímidas y un tanto torpes de movimiento. Muchas salamandras son terrestres y sólo viven en el agua durante la fase larvaria, aunque regresan a ella a poner sus huevos. El muchacho cerró el libro y ya sonriente observó: "Un poco como tú". Cellini soltó una carcajada y confió al muchacho que quería probarlo. "Conozco varias lenguas", respondió éste. "Pues entonces diré a mi patrón que he conseguido un magnífico ayudante", celebró el orfebre. El muchacho aprobó con la cabeza. "Dimmi il tuo nome", solicitó agradecido. "Me llamo Lorenzo", respondió quedamente. Benvenuto lo observó con ternura. Conque aquél era el famoso nieto, el príncipe elegido, el que había sido educado con esmero para algún día gobernar política y negocios de la familia. Pues bien, lo había impresionado y no sólo por su talento, también por su belleza física. Era de una finura casi rayana en lo femenino, los largos cabellos rubios enmarañados, la larga nariz como recostándose, la barbilla hundida, los labios coquetos dando ternura a su rostro. Gozzoli así lo pintaría en el Cortejo de los Reyes magos y así estaría por siempre en el Palazzo Riccardi para que la humanidad lo recordase como "el Magnífico", se dijo Benvenuto al tiempo que sugería al muchacho lo llevase a una entrevista con su abuelo.
   Cosme no se inmutó ante la inesperada visita. Evidentemente estaba habituado a que los artistas que protegía entrasen al salón de gobierno, manteniendo sí un poco de discreción, pero al menor respiro se les acercaba y preguntaba sonriente qué nueva idea bullía en sus mentes. Esta vez el mandatario tomó del brazo al viejo con quien conversaba y lo presentó:
-- Benvenuto, te hago conocer a Luca Pitti. Si no lo sabes, fue mi gran aliado en la transformación de Florencia cuando regresé del exilio que me impuso Rinaldo degli Albizzi.
   Benvenuto se inclinó. Pitti lo alzó de inmediato:
-- Si nuestro gran jefe me deja oportunidad quisiera algo tuyo, Benvenuto, aunque fuese algo pequeño.
   Cellini realizó las promesas de rigor y, entendiendo la mirada interrogante de su protector, dijo algo sobre los costos de la estatua de Perseo. Cosme le aseguró que no se preocupara por costos. La familia Médicis, le dijo, no sólo tenía el poder político, sino también el económico. Lo primero, casi, era un derivado de lo segundo. Habló de la banca, de la casa comercial, de la alianza con los Sforza de Milano, de sus vinculaciones económicas con el papado y con los reyes de Francia e Inglaterra. Cosme estaba locuaz y Pitti lo miraba entre extrañado y burlón, quizás preguntándose si su amigo acostumbraba hacer discursos sobre economía a todos los artistas que protegía. Pero el gobernante cambió de tono y pareció de pronto un inversionista cultural haciendo balance de las obras y artistas disponibles. Nombró a Donatello, a Fra Angélico y a Michelozzo empeñados en proyectos como el Duomo y las puertas del Baptisterio. Habló con orgullo de la Academia Platónica dirigida por Marsilio Ficino. Benvenuto escuchó impasible, introduciendo de repente el encuentro en la biblioteca con Lorenzo. Cosme parecía haber escuchado su tema favorito, pues se internó en una larga explicación familiar. Ciertamente, aquel bello muchacho era hijo de su hijo Pedro y estaba destinado a lo mejor. Por supuesto le parecía muy bien que lo ayudase a investigar. Pero, como si hubiese recordado de repente, apuntó a Cellini que su mimada hija menor esperaba por la salamandra. El orfebre asintió, no sin un estremecimiento. Miraría de nuevo a Lorenzo adolescente, lo haría antes de que el viejo de Roma, el de la voz cavernosa, lo encontrara de hombre y le levantara aquella estatua majestuosa destinada a permanecer en la capilla Médicis.

   La noche lo absorbió con avidez. Lo había dicho todo, o casi todo, admitía, pero debía reconocérsele que jamás antes había hablado de manera tan extensa. En el fondo todavía tenía dudas. El escritor había oído con inteligencia y respeto, pero, tal vez, llevado por alguna reserva no transcribiría con exactitud y diligencia todo lo dicho. La duda lo impelía a Italia, no porque allí pudiese hacer regresar las palabras a sus labios, sino porque el reencuentro con el lugar donde su vida había estado podría quizás tranquilizarle. Había cosas por hacer en Roma y también en Florencia. La descarga emocional que la conversación había representado le permitía ahora recordar con más urgencia las tareas pendientes. No todo eran entrevistas con escritores o visitas a sus viejas obras depositadas en los museos ni encuentros femeninos que, al fin y al cabo, donde estuviese se producirían. El presente del pasado lo agobiaba y le impedía dirigirse al presente del futuro. Debía terminar con los asuntos pendientes en Italia, debía saber si alguna vez había terminado la salamandra y pagar algunas deudas éticas contraídas con Antonio Pollaiolo en Roma, con Giuliano da Maiano en Nápoles, con el Verrocchio en Venecia. Debía verificar si Leon Battista Alberti había terminado la tarea en la Academia Platónica. Debía averiguar si el Médicis del que había recibido noticias realmente existía, pues el último que le constaba era Fernando II, aquél irresoluto que fue incapaz de proteger a Galileo cuando el clero quería cortarle la cabeza. Sí, supo de Anna Maria Luisa, pero jamás tuvo oportunidad de verificar su existencia. En el fondo era este uno de los asuntos fundamentales del viaje a Italia, superar esta laguna injustificable que lo atenazaba. El parecido de aquella mujer con él le había sido informado en diversas ocasiones. Cuando Benú desapareció de su vista y fue confinado a palacio, cuando apenas las visitas de Lorenzo lo consolaban de la soledad, se preguntó si lo sucedido había tenido consecuencias. Muchas veces dudó si era víctima de una conjura política o si se había descubierto su relación con la doncella. En verdad no estaba seguro. Cuando la depresión lo dejaba exhausto y se sentía morir había ido a consultar en sueños, como la última vez, con aquélla que lo había enamorado en minutos con sus transformaciones alucinantes de ave-mujer. Pero, ¿había sido esta en realidad la causa de aquel enamoramiento o las similitudes físicas? Ni siquiera alguien como él tenía todas las respuestas. Cuando había pasado aquellas largas décadas escribiendo debió omitir el asunto para no incurrir en imprecisiones, pensando siempre que el tiempo futuro le permitiría desentrañar el misterio, pero el presente del presente le había exigido tanto que carecía de fuerzas para dirigirse al presente del futuro y la fuerza ciega lo empujaba hacia el presente del pasado.
Había llegado al hotel sin darse cuenta. A las informaciones solicitadas le fue respondido que hasta media mañana no habría vuelo a Roma, dado que la instantaneidad de los viajes estaba suspendida por algún desperfecto no informado por en las antenas orbitales que controlaban el proceso. Se interroga. ¿Debo interrumpirme, replegarme o debo dejar correr estas voces de presentes como un registro sin fin? ¿Puedo, acaso, detener el mecanismo que eché a andar y que conectado a mí no deja nada inmóvil y todo lo quiere revelado? Es como una cinta transportadora que me lleva y vuelve, que me repite y vuelve, que me dice pero no me descifra, que me muda en un relato interminable sin que asome una resolución o un desenlace. Si pretendo interpretar este proceso me anulo. Me deslizo, me corto, me aproximo, pero el centro no aparece y mucho menos una finalidad. Vienen muchos, pero estoy solo y en el fondo tiemblo en este invierno vienés que es igual al de Roma ahora donde la nevada impresiona o a los témpanos de hielo que cuelgan de las ramas de Florencia o al invierno en cualquier parte que es como decir en ninguna. Creo que estoy basado en mí mismo, es decir, en nada. Sé de vidrio, el mismo que me ha ido mostrando como ventanas, que se hace espejos aquí y allá. Creo que roo desde mi propio interior, pues la membrana me protege del exterior y afuera veo los deslaves, pero aquí dentro me reflejo. Creo que me anulo cuando pretendo interpretar, pero si no interpreto creo haber perdido la última de las capacidades de estar aquí. No quiero estar aquí, pero no hay más donde estar. Dudo sobre añadir a este relato, pero si no añado termina. Añadir es darlo a leer y si lo hago me repito. Creo que mientras lo haga perderé, pero si no lo hago lo daré por perdido. No ilustro nada, no hay realidad que me sustente. No soy más que alguien que rememora. Creo que soy una alusión perpetua. Es por eso que no ocurre nada, pues lo que estoy mostrando son las exterioridades de mis actos, empeñado como voy en rememorar falsos presentes. Carezco de sentido, por lo tanto soy inteligible para mí. Yo soy la forma de mí mismo, la copia de mí, multiplicada por los espejos en este sueño. Soy la imitación de una figura, la figura que he ideado. Creo que soy producto del escritor ante el cual me he confesado, inútilmente, pues el libro ya está escrito. Creo que soy el escritor de mi silencio y mi profesión es la de traductor. Sí, en verdad lo único traducible es el silencio. Soy la actividad sin centro para que el libro se escriba. Estoy representando una obra para que se me pueda otorgar un rol. Sí, eso soy, memoria. Reconstruyo en el presente la deliberación que me preparó. Soy una referencia sin referente, ahora mismo no tengo nacimiento ni muerte. Soy ficción pura. Ello debe permitirme algunas libertades: capacidad para moverme en lo blanco donde el significado estará en los ojos de quienes tengan la habilidad de leer lo no escrito. Todo esto no es más que el teatro de la nada. No tengo presente, aquéllos que inventé o me fueron inventados son modificaciones. Por ello les estoy otorgando tanto verismo, haciendo un gran esfuerzo por despojarlos de ilusión. Así mi prisa y mis supuestos compromisos pueden seguir dormitando en este anuncio perenne. Tal vez lo que desee es no despertar, mantenerme en este equilibrio. Si despierto todo puede terminar. Si inactivo me mantengo el tiempo puede rechazarme. En verdad es lo que he estado haciendo, reconociendo la irrealidad y por ello, ya lo he dicho, he concedido tanta importancia a lo que me he otorgado o me han otorgado. No sé si sueño o si sueño el sueño o si actúo el sueño, en efecto puede ser todo o nada. Estoy cansado de escoger. Lo único que sé es que aquí es donde se me anuncia y se me olvida, se me presenta y se me retira. Yo escribí al escritor y el escritor me escribe a mí. Percibo, recuerdo y anticipo, no percibo, no recuerdo y no anticipo, es lo mismo, pero permanezco, escribo sueño, por lo que no tengo apariencia. Restos son los que están quedando.

   El tren de alta velocidad tiene aún la estación en Piazza Vescovio. Esta es la ciudad de las plazas. Piazza Acilia, Piazza Verbano, Piazza Istria, Piazza Bologna, todas las referencias son plazas, con vagos podridos de droga, con ramas secas, con Piazza Gerani, con Piazza Monte Savello, con oscuridad de invierno y una luna que no se quiebra, con barroco encendido del viejo de la voz cavernosa aunque el Bernini ande en columnas y estatuas, en bocas chorreantes y en peces terrestres, Piazza Capecelatro, Piazzale Clodio, estación aeroespacial Leonardo da Vinci, falto desde hace mucho, la Stazione Termini es una inmensa cúpula de cristal donde las luces de los trenes son rayas a Rebibbia, a Lepanto, a Tiburtina, a Adis Abeba, a Saxa Rubra, a Anagnina. Provoca decirle a Vulcano que en el templete a la orilla de la autostrada donde se amontonan los vehículos unipersonales de alta velocidad Venus se sigue revolcando con Marte y que más allá aún se mete la mano en la boca de la verdad. Magnificente esta ciudad donde todavía hay bocas y la palabra verdad se pronuncia. Quiero ir a Via Laurentina a recoger las piñas de los pinos y a sembrarme en agua sulfúrica, pero ahora veo que es casi imposible pues sobre Via Pontina marcha la raya de luz y lo otro permanece quemado, oscuro, ceniciento. Me desplazo. No se me alivian las tensiones por haber llegado. No hay pues placer en mi visita. Anna Maria Luisa podría estar sentada en los cafés vecinos al Panteon o semiescondida entre los caramelos tendidos a lo largo de Piazza Navona. No he constituido mi desplazamiento. Si esto es vida se alimenta del pasado. El guionista se empeña en unificarme, en hacerme uno, en darme un sentido, pero vago por Roma estornudando vaguedades. Se olvida que soy por dividido. Terminará aceptándolo. Ya nada me separa de mi imagen. En alguna parte aparecerá Anfiuma con su piel negra aceitada de aire o tal vez sea Benú, puesto que lo inteligible sería que venga a auxiliarme ahora que estoy caído. Si me alejo un poco puede que logre recomenzar. Giro para que se pueda resumir en la página. Los espejos de las vitrinas están rotos a lo largo de Via Nomentana y no puedo leer los números que busco, pero la rotura se refleja y entiendo que me mantendrán ininterrumpidamente. Los números habitan las ciudades. No hay ningún secreto en esta mi caminata por Roma que dura ya demasiadas horas, de manera que no hay nada que descifrar, ni siquiera el cansancio que comienza a entumecerme las piernas y a agotar el aire en mis pulmones. Miro y creo que no hay nada detrás de los espejos. Busco obsesivamente un absurdo que me he inventado y que llamo Anna Maria Luisa, pero creo que está en el mismo marrón sucio del mármol, en los números que son esta ciudad. Mantengo la obsesión en este trabajo ficcional, una inútil, incansable, indetenible que es nada y nada dice. La última de los Médicis, nada más, descendiente de Benú, pero el resultado está en los espejos que quebrados están. Pero esto que hago ocupa sitio. Esa es posiblemente la real meta. Siempre vuelvo a lo mismo, retorcido. Si retrocedo complaceré al escritor. El drama se inicia en el momento de su término. Ahora me doy cuenta de que Roma está torcida, curvada hacia adentro. Debo entonces retirarme, enroscarme, borrarme. Así lo hago. "Benvenuto", se escuchó el llamado en todo el esplendor de Piazza Crociate. "Estoy en el mismo punto", se dijo y esperó paciente que el llamado se repitiese. "Benvenuto", volvió a llamar la voz femenina. Creyó despertar, ya que nunca había dormido. Se volteó lentamente y sólo vio una multitud abigarrada envuelta en abrigos de metal. Giró sobre sí mismo y vio el brazo envuelto en plumas proponiendo encuentro como un estandarte llamando a la batalla entre las cabezas de soldados sin nombre. Trató de mirar el color de las manos, pero los guantes de cuero se alargaban como aspas impidiéndole determinar la presencia. "Benvenuto, aquí, bebamos coñac y chocolate", tronó la mujer haciendo señas. Esta vez se decidió rápidamente por el repliegue y dando la espalda al lugar de donde provenía el llamado apresuró el paso entre la multitud. Anna Maria Luisa, de Lorenzo, de Piero, de Giovanni, de Giuliano, de Catalina, de Ippolito, de Francesco, de los Médicis. Iría a Livorno, cuando terminara con los fantasmas de Roma, claro. Fernando lo había construido, como resultado de una entente con Francia, aunque la cabeza de Galileo hubiese rodado. De Gian Gastone, donde estaba Anna Maria Luisa, princesa palatina, suya Médicis. Tomaría Via Beethoven hasta la Piazza Caravaggio. Allí pernoctaría esta noche, esta noche tan avanzada en la oscuridad y en su cerebro. "Benvenuto", escuchó entre la poca gente que tardaba en regresar a sus hogares. "Benvenuto", repitió la voz femenina. No era la misma anterior, era otra, conocida también, lo que lo obligó a detenerse. La vio venir a pocos metros, sin problemas, ya que la calle se despoblaba aceleradamente. Era Benú, la del presente del pasado. Observó sus cabellos que se movían al ritmo de la prisa, la sonrisa distendida, un abrazo asomando en el gesto que se aproximaba. Instintivamente buscó la salida. Repitió la secuencia, puesto que ya había tenido lugar y se sintió rodeado. La manera de llamarlo por este nombre era única en aquella persona, el significante tenía en él al significado, sintió que ese nombre lo esperaba, lo miraba, lo observaba, lo vigilaba. Si los nombres son múltiples se pasan unos a otros y se engendran haciéndose irreconciliables, aunque no tengan fondo y no sean negativos, pues siente como perdida la unidad en la combinación de las letras con las cuales le denominan y le llaman. Del aire vienen los sonidos, se dijo, y me unifican, es en la atmósfera donde se solidifica este presente en que Benú viene hacia mí y soy un indeterminado. En el aire se está aproximando una cita no convenida. La apariencia falsa de presente lo abrazó.
-- Vamos a tomar coñac y chocolate, - dijo.
-- ¿ Café y chocolate? - preguntó aturdido el hombre.
-- Sí, - respondió dulcemente la mujer - son tus bebidas preferidas cuando eres citado a la comparecencia.
-- ¿Nos citamos? - insistió Benvenuto aún sin reponerse.
-- Andas por el aire, - insistió ella - y eso equivale a una cita generalizada.
   No había fuga posible. Entraron al primer bar que consiguieron abierto. Benvenuto creyó encontrar una réplica del mesonero de Viena, pero sacudiendo la cabeza se dijo que el cansancio lo confundía. Si cita había no valía la pena estar si no se intercambiaban las informaciones. Si la pluralidad asomaba seguramente se encontraría la manera de extender el texto. Si todo era un enigma había que tirar de los hilos. En buena hora llegaba Benú, admitió, para prestar asistencia a la representación. La presencia que lo había alterado ahora lo calmaba. Se dio cuenta que todo estaba escondido detrás de las apariciones. Al fin y al cabo no podía controlarlas, estaban fuera de su dominio, lo mejor era aprovecharse de ellas y sentirse reunido en uno solo, decisión que tomaba, se aseguró, con fuerte determinación y para el futuro del presente. Si se acostaba con ella todo se atravesaría por sí mismo. Si hacían el amor tendría espejo.
-- ¿Anna Maria Luisa? - preguntó con naturalidad.
-- ¿Necesito responder? - ripostó resignándose al juego.
-- Deja en paz a los Médicis, - adujo ella - pues tu búsqueda de significaciones no la lograrás acumulando.
-- Busco el equilibrio, pero no logro reconocerlo, - comentó al tiempo que con un gesto llamaba al mesonero.
    Cuán parecido era a aquel de Viena, se dijo. Apostó consigo mismo que cuando ordenase coñac y chocolate pondría la misma cara de estupefacción, pero perdió, dado que el hombre atendió la orden con tal naturalidad que parecía semejante mezcla le era ordenada a cada instante.
-- Deberías abrirte al más allá - dijo la mujer sorbiendo el licor.
-- El asunto es que está más-allá del todo, de la nada, por lo que ir se anula - respondió bebiendo por turno de las dos bebidas colocadas sobre el tapete verde con flecos blancos que cubría la mesa redonda.
-- El futuro es muy distinto, es decir, el mismo - acotó la mujer tomándole de la mano.
-- Mientras el juego más se muestra, más se oculta.
-- El juego se juega, querido Benvenuto, y no puedes explicarlo desde afuera. El juego se explica desde sí mismo- agregó al tiempo que le señalaba el cristal que los separaba de la calle.- ¿Ves esas bellas muchachas que pasan? - preguntó -. Pues bien - se respondió ella misma - allí va la última de los Médicis. - ¿Has visto a Anna Maria Luisa? - interrogó -. Ante el gesto confuso del hombre prosiguió: - Es una de ellas, es todas ellas, no intentes atravesar el espejo para perseguirla, el espejo se atraviesa por sí mismo, es decir, nunca- espetó con violencia que de inmediato suavizó acariciándole el rostro con las manos.
-- Te necesito, mujer-ave, - alcanzó a susurrar- debo salir de estas cenizas.

   Entró a la biblioteca. Una réplica del busto de Cosme I estaba a la derecha. Tenía una inscripción con su nombre, pero no advertía se trataba de una copia. A su lado estaba el cuadro de Alejandro de Médicis pintado por Vasari. ¿No estaba acaso en Palazzo Riccardi? Juntas, como observándose, las estatuas de Giuliano y Lorenzo realizadas por Miguel Ángel. ¿No estaban acaso en Florencia, en la capilla Médicis? Debió explicarse que el tiempo convencional había corrido y las mudanzas, sin duda, debían haberse efectuado en algún momento. Recordó a uno de sus primeros maestros, a aquél formidable Antonio di Sandro, a quién él había comenzado a llamar Marcone y que con ese nombre había dejado piezas de orfebrería que algún día la humanidad reconocería como invalorables. Había aprendido de él de la vida más que de orfebrería, era cierto, pero, en cualquier caso, las enseñanzas habían sido válidas. Había sido aquel maestro a despegarlo de la realidad forzándole al aire de distancia. Las cosas van y vienen, no tienen la dirección que aparentan, la flecha del tiempo es domeñable, le aseguraba cuando sobre Florencia atardecía y los demás aprendices marchaban correteando alegres en busca de muchachas. Luego en Siena había comentado estos conceptos con otro de sus maestros, con Francesco Costoro, aquél que engullía cada comida como si fuese la última de su vida y había sido tan gentil con él. Sí, la técnica, la técnica se la había enseñado aquel gordiflón espectacular también dado a hablar de las cosas del universo y de la vida. Cuando le contó de las observaciones de Marcone las ratificó sin vacilar y fue más allá. Una tarde lo educó sobre las corrientes en boga que explicaban orígenes y daban respuestas. "El tiempo fluye indefinidamente - le había asegurado - sea lo que sea lo que sucede". Le había mirado con fijeza y le había pronosticado que, sin embargo, él, el tímido muchacho llamado Benvenuto Cellini, sería un indeterminado. Miró el amplio espejo en el salón de la biblioteca y vio en el espejo no su rostro sino la cabeza de bronce que había hecho de sí mismo. Eran duros los rasgos. Sí, luego lo había entendido. El tiempo y el espacio estaban relacionados y por vez primera tuvo memoria del futuro. Supo que ambos podían ser curvados o distorsionados por la materia y la energía del universo. Comenzó entonces a preguntarse por qué se podía recordar el pasado y no el futuro. El viejo Francesco no pudo entender que alguien hiciese observaciones que contradecían la ciencia de su tiempo, pero sí la advertencia de Marcone al joven estudiante en el sentido de que haría girar las ruedas al revés. Es que para aquellos maestros suyos el tiempo era absoluto, es decir, a cada acontecimiento se le podía denominar "tiempo" y todos podrían asegurar que el intervalo entre dos sucesos había durado esto o aquello. Ya se diría, pensaba ahora Cellini, absorto en la contemplación de la cabeza de bronce devuelta por el espejo, que la velocidad de la luz no variaría para observador alguno, sin importar como se estuviese moviendo éste. Aquí estaba, lejos de Florencia y de aquellas primeras reflexiones, pensando en la relatividad y del ya lejano abandono de la idea de que había un tiempo absoluto único. Él había pasado por diversos tiempos y ahora mismo visitaba la biblioteca en procura de aquella información que nuevamente había generado su perplejidad, una que aseguraba la existencia de la materia oscura tan pesada en su unidad como para superar en cincuenta veces el peso de un protón y ser, a la vez, tan sutil que podía atravesar los cuerpos sin que nada percibiesen. La física que lo había dicho estaba allí, escondida en alguna parte detrás de las estatuas y pinturas de los Médicis. Ya se sabía, reflexionaba, que cada quién tiene su propia medida del tiempo y él, el indeterminado Cellini, lo había comprobado, su tiempo era el de su reloj, el que llevaba como flecha en la mente, el tiempo suyo era un asunto estrictamente personal, relativo a él y diferente al de los demás. Quizás las dos mujeres que lo seguían o que se aparecían salían de él mismo, de su bestiario interior, pues también recordaba de los antiguos las expresiones referentes a la vida de este tipo en el interior del hombre. "Benú, Anfiuma", alcanzó a murmurar en voz alta cuando tuvo frente a sí a la doctora que buscaba.
-- Sono la dottoressa Rita - dijo la mujer extendiendo la mano con decisión.
   Cellini buscó el mejor acento toscano y reiteró los propósitos de su visita. La mujer le explicó la aventura que había protagonizado, no sin precisar que en realidad se trataba de un equipo, nada de descubrimientos personales. El hombre procuró ser prudente, pues aunque se encontraba delante de una mujer genial no sabía hasta que punto le resultase verosímil su historia, además de carecer de cualquier interés en divulgarla. Sin embargo, se tocaban conceptos que le atañían, aunque no supiese vincular la materia negra con su propia historia, si es que tal podía llamarse, de manera que escuchaba atentamente. De repente quedó aislado. Tenía a la doctora frente a sí, aunque él no estaba. Un fragor in crescendo lo invadía. Los gritos sonaban aterradores. Una batalla se libraba y él participaba activamente. Él también gritaba y también hería. Las catapultas vomitaban y el aceite hirviendo bajaba sobre las viejas piedras de Roma. Eran descendientes de Enrique IV y de Carlos X y de Felipe V. Le había tocado estar allí, en la amada Roma, en los momentos de la furia.    
-- Signor Cellini, mi sente?
   Benvenuto respondió que sí, que estaba inmerso en el discurso de la doctora, que comprendía perfectamente la tesis sobre la materia oscura, que no sabía como agradecer tan valioso tiempo. Para demostrarlo interrogó si era posible cruzarla por parte de los humanos, puesto que estaba demostrado que el ochenta por ciento del universo estaba constituido por aquélla. La doctora explicó que la ciencia no podía dar una respuesta y que lo único vigente era la convicción que existía hasta entonces para los agujeros negros, es decir, que podía cruzarse hacia otros universos a través de ellos, pero reduciéndose a partículas. En otras palabras, había que pagar con la propia destrucción. Sin desanimarse Cellini interrogó si se trataba de algo parecido al encuentro de la materia y de la antimateria lo que equivalía a una fricción disolvente. La respuesta de la doctora, reanimada por la atención y el interés de su interlocutor, fue que sí, que se trataba de algo parecido. Sin embargo, al hombre le interesaba fundamentalmente el tiempo, aunque el asunto de la materia oscura, pensaba, estaba incluido dentro del tema. Argumentó sobre la independencia de la percepción del tiempo con relación al universo y la doctora confirmó que éste conformaba aquél. "En pocas palabras - continuó con cortesía la física - puede que el tiempo no pueda ser definido antes de un cierto punto”.
-- De manera - murmuró Cellini - que no puedo retroceder indefinidamente.
-- Scusi? - dijo la doctora sorprendida con lo que acababa de escuchar.
-- Nada, doctora - se apresuró Benvenuto - me refería a un problema teórico, nada más.
-- En un momento del retroceso nos conseguiríamos una barrera infranqueable, una singularidad más allá de la cual no se puede ir - insistió la doctora mirándole fijamente.
   Benvenuto vaciló entre dar por concluida la conversación o arriesgarse. Optó por lo segundo.
-- Eso es así en el tiempo real, no en el imaginario - argumentó con plena conciencia del riesgo que corría.
-- En la literatura, especialmente en la ciencia-ficción, todo es posible, señor Cellini - dijo la mujer pensando que con legos no se podía hablar demasiado.
   Literatura haría el escritor si había entendido bien sus revelaciones, pero contrargumentó en procura de un escape para que la batalla que enfuriaba no le hiciese perder la oportunidad de aclarar algunas dudas.
-- El tiempo imaginario es un concepto matemático - dijo al desgaire.
-- Disculpe, señor Cellini, no he debido hacer el comentario sobre la literatura, pero me gustaría escucharlo a usted hablar del asunto, pues tengo el presentimiento que tiene algo que decir - ensayó una sonrisa la doctora acomodándose en el sofá como a la espera de un largo discurso.
   Los atacantes parecían indetenibles. Desde Nápoles subían tropas de refresco, los muros habían sido vencidos en Puerta Latina y la batalla era ahora cuerpo a cuerpo. Cellini sintió que unas gotas de sudor bajaban de sus axilas, pero miró a la doctora con ánimos de hablar. Respiró hondo y mientras las espadas chocaban a su alrededor le respondió:
-- El imaginario es perpendicular al tiempo real.
   Lo había visto. La vestimenta y las insignias eran inconfundibles. De manera que el Gobernador- Administrador de los Borbones consideraba la batalla ganada como para aventurarse en persona sobre el muro. Detrás de él Filiberto, Príncipe de Orange, animaba a los asaltantes y Benvenuto vaciló. No era de su menester matar idiotas. Su espada se manchaba con sangre real o de poder. Se quitó de encima, como pudo, a los soldados enemigos y comenzó a procesar su decisión con absoluta sangre fría. El de Orange había nacido en Florencia, se aproximaba tentador, era hijo de Juan II. El otro encarnaba el poder, era el dispensador de favores, el hombre de confianza, aquél que seguramente enviaba las vituallas de Nápoles y cubría, con desgano, las necesidades alimenticias de las tropas borbónicas. Iría por los dos, se dijo, cubriendo su cara con el bronce moldeado por sus manos. Sin pensarlo mucho avanzó a pesar de los gritos de advertencia de los defensores. La púrpura del Condestable, primera autoridad sobre los soldados atacantes, tomó la decisión al avanzar desprevenida. El príncipe de Orange atacaba a los defensores bajos, a los simples soldados, maldito vulgar ignorante de las jerarquías de la muerte. Jamás él, Benvenuto Cellini, podría planteársela sino sobre la dignidad enseñoreada de púrpura y de insignias. Se lanzó sin precauciones a buscarlo y le gritó en francés y cuando el hombre se giró sobre sí mismo sorprendido le atravesó el cuello de lado a lado. Alzó la espada procurando partir el cráneo, pero aquél maldito tenía duros los huesos de la quijada. Tomó, entonces, el arma con las dos manos y ensayó la fuerza hacia abajo hasta que el filo se topó con los huesos de la clavícula. Gritó, gritó fuerte, no sabe él mismo si por la primera muerte que valía la pena en aquella defensa o por la espada atascada que le impedía ir en procura de la segunda víctima.
-- ¿Está usted bien señor Cellini? - lo sustrajo la doctora de sus pensamientos.   
-- Sí, le decía que se deben sumar todas las probabilidades de todas las partículas con determinadas propiedades, como pasar por ciertos puntos en ciertos momentos.
   La doctora asintió, mientras Cellini se decía que el escritor debía cumplir con su deber, como extrapolar los resultados de esta operación al tiempo-real. Necesitaba que su historia fuese contada, que los conceptos fuesen simplificados para la comprensión de los profanos, para que él, Benvenuto Cellini, no fuese reducido a libros de fotografías con sus obras ni a aquél que él había pergeñado por cuenta propia.
-- ¿Qué es lo real? - preguntó Cellini - ¿Lo real es que usted y yo estamos aquí? Deme usted un modelo de lo real con el cual pueda hacer una referencia. ¿Puede usted describirme una teoría de lo real? No, doctora, no podemos conocer lo real al margen del modelo o de la teoría. En la antigüedad - aseguró, mientras pensaba que lo había escuchado de viva voz - la gente creía que lo real era independiente y de allí tantas bagatelas que afirmaron los filósofos.
   La doctora escuchaba con creciente interés. Aquél era un hombre culto, sin duda, pero comenzaba a asaltarle la idea que de que estaba allí en procura de una información o de una aclaratoria que escapaba a su descubrimiento sobre la materia oscura y, aún más, a un mero interés científico. Aquel hombre buscaba una respuesta personal, se dijo, aunque, claro, todos buscaban una respuesta personal, pero éste parecía hacer depender de la información su vida misma.
-- El tiempo imaginario nos permite movernos hacia atrás o hacia delante. Es posible que el tiempo corra hacia atrás algún día. Tengo recuerdos del futuro - dijo ya al borde del agotamiento.
-- Acepto - dijo la doctora optando por la prudencia ante la confesión - que puede haber un tiempo distinguible de las direcciones espaciales. Sin embargo, lo que usted afirma sobre recuerdos del futuro implicaría que el universo está contrayéndose y no expandiéndose.
   Vio al maldito de Filiberto cruzar las murallas y allí, en su escondite, entre los restos de verdura podrida, se juró que su puñal sería virgen hasta que no atravesara a aquel bellaco. Lo sabía Virrey de Nápoles apenas el ostentoso entrase a aquella ciudad a pavonearse. Lo veía de nuevo victorioso, pero también marchando sobre Venecia. Sí, sería allí, en Venecia, donde le daría muerte. Lo siguió con la mirada hasta que el polvo que levantaba fue absorbido por la campiña romana.
-- Quien puede ir hacia delante también puede ir hacia atrás - argumentó Benvenuto de nuevo mirando a la doctora - Si puedo ir a Nápoles puedo regresar a Roma o a Venecia. En el tiempo imaginario no hay diferencias importantes en las direcciones.
   El escritor estará ahora haciendo uso de las cajas chinas, pensó. No habrá conseguido otra manera de narrar mis vidas o mi conjunto de vidas. La doctora pareció saber que pensaba pues sobre este tema dijo:
-- Quien tenga tal experiencia podría suponer una secuencia infinita de capas de estructuras. En las longitudes inferiores el espacio-tiempo dejaría de ser un continuo tenso para hacer algo así como hule - dijo la doctora como si reflexionase con ella misma mientras se alzaba del sofá y comenzaba a caminar por la sala con la mano en la barbilla.
   Sí, iría sobre aquel Príncipe de Orange, pero el crimen sería después del arte, aunque el crimen también lo fuese, pero primero lo primero, haría las medallas, aquella de Hércules con el león y la otra de Atlas sosteniendo la esfera. Haría sonreír la faz que había introducido sobre el pecho de Cosme como si un alien brotase de la faringe del gobernante Médicis. Lo haría vivir y gritaría gozoso, como su maestro lo había hecho al desafiar el mármol en aquella memorable tarde de su primera Roma llamando a la palabra desde la furia de un martillo. Tal vez daría reposo a su espada, esta vez utilizaría el puñal, jamás se enteraría Clemente VII que sobre éste había reproducido el botón que había realizado para la copa que el pontífice alzaba hacia Dios delante de los restos de Pedro. De sangre llenaría la copa, de odio reivindicado, de ganas de matar. Sí, acabaría con aquel cretino que la fortuna había quitado de su vista, pero el recuerdo del Contestable con la lengua cercenada y el cuerpo fracturado le contenía momentáneamente. Con la sangre fresca en sus manos iría a estrechar las del Gonfaloniere Gabbrelo Cesarino y allí colocaría respetuoso el medallón que en Viena identificarían en aquel idioma que él ya conocía. Sí, "Leda and the Swan", diría el brillante letrerillo sobre la pulcra madera y debajo de los cristales que lo protegerían. O tal vez iría a Venecia; ¡ah!, qué deleite pasearse de nuevo por los canales de La Serenísima y ser conducido ante los poderosos Cornaro della Regina. O podría ser hacia el sur y luego hacia el norte, el tiempo real era asunto del escritor, no de él, tiempo imaginario era el suyo, donde hacia delante o hacia atrás era indeterminado, bella palabra la de aquel Heisenberg para describirlo a él, de quien nadie, tal vez el escritor, podía medir al mismo tiempo velocidad y posición, pues quien intentara medirlo vería la imposibilidad de lograr precisión en ambas. La familia lo respetaba, no por caso había tenido como patrón al Cardenal Patriarca Marco Cornaro quien lo celaba de los Papas y hacía marchar sus medallones hacia Venecia para que la familia supiese con que raza de artistas contaba el poder de la iglesia. Si primero era hacia el norte limpiaría restos probables de sangre de sus uñas con la empuñadura del puñal, con las agudas protuberancias del botón que Clemente aseguraba sentía delicadamente afincados en los dedos cuando bebía la sangre-vino ante los cardenales, Cornaro en primera fila que para eso Venecia era un poder naval y las suaves sedas partían en sus barcos hacia Fiumicino y desde el palacio se organizaba una expedición salvadora con la velocidad misma, bueno no exageremos, en que él se movía de historia en historia de aquel conjunto de su vida.
-- Doctora - dijo - no hay una sola historia, sino una colección de ellas y todas son reales. Si es que la realidad existe o algo significa - agregó provocando que la mujer detuviese la caminata.
-- ¿Conoce usted esta biblioteca? - interrogó ella.
   Cellini sintió una mirada en su cuello e instintivamente buscó el rostro terso de Lorenzo adolescente.
-- ¿Hay murciélagos encargados de la limpieza? - respondió él.
-- ¿Murciélagos? - se sorprendió ella.
-- Son excelentes haciendo esta tarea. ¿No ha visto nunca uno? - preguntó él.
-- Sólo en los libros, - respondió ella - esa especie se extinguió hace mucho tiempo.
-- Le preguntaba por la abundancia que tenemos - argumentó ella- Puede ver desde las viejas teorías hasta las más recientes y comprobar que la ciencia no distingue entre el pasado y el futuro.
   "Benvenuto", escuchó la voz de la mujer. "Benvenuto, ya basta". Trató de concentrarse en su interlocutora, pero la voz insistía: "Benvenuto, sal de ahí, bebamos coñac y chocolate".
-- Si el universo crece el tiempo avanza, si se recluye retrocede- alcanzó a argumentar Cellini procurando no oír la voz interna- Si avanza crece el desorden y el tiempo tiene una dirección y se distingue el pasado del futuro. Yo creo, doctora, que me he internalizado tanto que soy materia oscura.
   La mujer quedó muda, con los labios semiabiertos. Cellini miraba los dientes manchados de la mujer y vio de nuevo a la tabernera con la boca emblanquecida por el terror. A sus pies estaba el cuerpo sin vida del asesino de su hermano. Lo había espiado, había aprendido cada movimiento, sus sincronismos, sus ansias de vino. Había escogido con frialdad que el lugar era la taberna a aquella hora. Había combinado los diversos elementos, soledad, la embriaguez de la mujer y de la víctima, la herida que se había hecho sobre el rostro para aparentar una agresión. "No le bastaba con haber matado a un Cellini, había intentado lo propio con el artista, crimen triple". El argumento era hermoso y aquel bastardo feo. "Cellini debió defenderse, por poco perdemos a uno de nuestros grandes", se diría. Por ello tuvo especial cuidado en cuanto se aproximó al hombre de espalda que su brazo girase en circunferencia y que el puñal entrase de frente en el corazón. Jamás podría ser acusado de un ataque a un indefenso, jamás nadie diría que aquello era un asesinato, "pobre Benvenuto, estuvo cerca de la muerte, aunque también fue afortunado, pues el destino vino hacia él a permitirle la venganza", se comentaría en las callejuelas y la tabernera corroboraría, sí, todo sucedió así, como el señor Benvenuto lo dice, ese malvado quiso acabar con lo mejor de la familia Cellini. Cuando mató al notario abyecto lo hizo sin planificación previa y sus huesos fueron a la cárcel. Bella la moneda de oro que ganó en buena lid la tabernera de la boca abierta, pensó Benvenuto observando la sorpresa de la doctora. "Benvenuto, deja ya, me haré visible afuera, en el café grande de Piazza Exedra", insistió la voz y Cellini pensó en serio que era hora de atenderla, pues mal humor tenía y en la cárcel vil por culpa de aquel notario de pacotilla lo había comprobado cuando Anfiuma lo había tenido días sin dormir por su negativa a atenderle un plan de fuga.
-- Bromeaba, doctora - argumentó provocando un suspiro de alivio en la mujer - Hablábamos de las leyes de la termodinámica, una de las cuales es la dirección del tiempo en que la entropía aumenta.
Sin esperar contra argumento se alzó en claro indicio de que, por su parte, la conversación había terminado. Recurrió a todas las gentilezas posibles para agradecer a la dottoressa Rita su amabilidad, elogió la capacidad científica de la mujer, le juró que había aprendido muchísimo y extendió su mano en despedida, no sin un sobresalto, pues pensó que pudiese tener alguna mancha de sangre.
   Hacía mucho frío. La estatua de Marsilio Ficino a la vuelta de la Universidad de La Sapienza refulgía en verde de mierda de palomas y de olvido. Poca gente circulaba a pie. En el cielo las luces de demarcación para las naves individuales se extendían solitarias. Se preguntó que hora sería, para responderse con una carcajada. Quien podía ser tan cínico para preguntarse la hora cuando venía de decirle a una de las físicas más importantes del momento que el tiempo era una cuestión personal y que ir para el pasado o para el futuro era como ir hacia el norte y devolverse hacia el sur. Buena la doctora, se dijo. Había sido muy grata esta memoria del futuro cuando tendría la conversación con la dottoressa Rita. Sin duda, la disfrutaría. Arrancó a caminar alegre mirando el vidrio empañado de la cafetería. Limpió un poco en círculos para mirar dentro. La reluciente piel de la mujer le recordó la falta de hembra en los últimos días. "Una eternidad sin sexo", dijo a media voz y entre risas empujó la puerta del local.

   Una mezcla de curiosidad netamente femenina con otra en propiedad científica sintió Rita cuando el hombre abandonó la sala de visitas de la biblioteca. Había algo demasiado extraño en aquel visitante como para dar por terminada sin más una de las escasas entrevistas que concedía a legos. Se preguntó por qué lo había hecho y decidió recurrir al archivo de su e-mail. Seguramente allí estaba alguna referencia, pues ninguna podía recordar en el momento, lo normal dentro de su habitual estado de despiste. En efecto, encontró un par. El profesor Mercey, de la Universidad de Berkeley y reconocido cazador de planetas, le había enviado una expresa recomendación para el escritor Benvenuto Cellini, según él uno de los más aventajados en la exploración literaria del espacio. Le solicitaba le atendiera puesto que en los momentos en que escribía sobre un personaje que entraba a visitarla en La Sapienza para conversar sobre la materia oscura se había enterado del descubrimiento que la física italiana había realizado. Argumentaba Mercey que tamaña coincidencia bien merecía que el susodicho escritor fuese recibido. Una segunda provenía del profesor Doppler, encargado del observatorio astronómico Hubbel, quien le hablaba de la actual velocidad de las galaxias, pero, al final, agregaba que la conversación con el señor Cellini seguramente le sería de alguna utilidad. Ahora entendía las razones para haber concedido la entrevista. Los dos eran brillantes científicos y resultaba muy difícil negarles alguna solicitud. No obstante, aclarada la duda sobre este aspecto, otras la asaltaban. Aquel hombre no era un científico, pero había desplegado en la conversación conceptos propios de uno. Pero, más que eso, era la personalidad lo que la llenaba de curiosidad. En varios momentos de la entrevista pareció transportarse a otro sitio, como si sus pensamientos lo dominasen hasta el punto de colocarlo en varios lugares a la vez. Además, había dicho cosas fuera de lo normal, a pesar del esfuerzo evidente por contenerse. En esas cosas estaba encerrado un misterio de no dejar escapar. Primero resolvería los problemas matemáticos planteados por Cellini. Trazó una ecuación en la pantalla de la computadora y apretó el botón "entre". La computadora respondió "flecha cosmológica"; no es esto, se dijo Rita, pues no es más que la dirección del tiempo en la que el universo está expandiéndose. Replanteó el problema y en pantalla apareció "flecha termodinámica"; simplemente la dirección del tiempo cuando la entropía aumenta, se dijo la física. Abandonó momentáneamente la ecuación e introdujo un CD con una enciclopedia general de la literatura universal. El señor Cellini no estaba incluido. Evidentemente el hombre había mentido, aunque prefirió ser tolerante y se dijo que bien podía escribir con un seudónimo, como era común en este campo. Introdujo un segundo CD contentivo del listado universal de investigadores legos y no, el señor Cellini no aparecía. Decidió apelar a un tercero de la historia del mundo. Pidió se le mostrase a Benvenuto Cellini y en pantalla surgieron las estatuas de Júpiter y Vulcano. Pidió más y apareció Ganymede on the Eagle. Sin poder contener la emoción ordenó de nuevo una entrada y Perseo cortando la cabeza de Medusa se mostró de perfil en la pantalla. Rita quedó extasiada. A la altura de su propia cabeza Perseo alzaba la de Medusa, mientras en la mano derecha sostenía una espada irregular en la punta. Era de gran belleza y la física se dijo que obra tan perfecta sólo había visto salida del estudio de su propio amante, el escultor Filippino Lippi. Claro, lo llamaría a él o esperaría verlo en la noche para preguntarle por el señor Cellini, pero antes agotaría todo lo de Internet. La respuesta llegó: "An artist of genius who had a terrible character, which was often to lead him into trouble with the law". ¿Había estado con un delincuente?, se preguntó la mujer, pero la red nada más sabía. Sí, interrogaría a Filippino, pero éste no podía ser el mismo hombre, tal vez un caso de homonimia o posiblemente un descendiente. Al fin y al cabo, la Roma de su tiempo estaba llena de Orsinis, por ejemplo, como aquel que pretendió tenerla con un vistosísimo abrigo de pieles que ella rechazó, muy a su pesar ciertamente, pero por prudente medida dada la agresividad de los protectores del ambiente y de los escasos animales que sobrevivían. Sin embargo, la física no quería abandonar el tema hasta la noche e insistió con la termodinámica. Preguntó a la computadora sobre los porqués el universo debe permanecer en un estado de orden elevado en un extremo del tiempo. La respuesta fue obvia y no la necesitaba: "La dirección del tiempo en la que el desorden aumenta es la misma en la que el universo se expande". Una de las historias que el visitante le había contado tenía que ver con la multiplicidad. Si el universo contenía muchas, y todas verdaderas, pues una posibilidad era que se estuviese contrayendo y así viviríamos la vida hacia atrás, rejuveneceríamos a medida de la contracción y moriríamos antes de nacer. Sin embargo, estaba por concluir que no era su mente atada a las leyes de la física la que podía darle las respuestas. Recordó a su viejo amigo Roberto Mangiamele, un psiquiatra reconocido por sus investigaciones sobre la "flecha psicológica" y de inmediato estableció un compromiso para verlo al día siguiente. Quizás las respuestas no estaban en las ciencias físicas sino en el plano de la mente. Al fin y al cabo el hombre le había dicho que el tiempo era un asunto personal. Respiró hondo, abandonó la biblioteca y se dirigió al laboratorio donde la esperaba un acelerador de partículas. Poco tiempo sostuvo la mirada sobre el experimento intranscendente y de rutina, dado que la impaciencia la dominaba. Abandonó el local y marchó al taller de Filippino. Le encontró atareado en el encendido de un horno. La saludó con una sonrisa y el gesto de una mano. Intuyó que a su compañera le acompañaban pensamientos poco comunes, de manera que dio instrucciones a su ayudante sobre el quemado de la pieza que en ese momento introducía al calor, pasó sus manos sobre el delantal y se dirigió hacia la mujer. La escuchó en silencio y con una mirada de escepticismo comenzó a hablarle de los farsantes que pululaban en estos tiempos donde la imaginación se había hecho banal y el ser humano recurría a diversos mecanismos para saciar la sed que perturbaba su psicología. Le contó de timadores que usaban la red para engañar a los astrónomos, de las nuevas maneras de engaño electrónico y le refirió el caso de los actores frustrados que simulaban situaciones, como esa tragicómica que reseñaban las noticias de uno que se hizo pasar por un astronauta varado en una estación orbital en torno a Selinunte, en la lejana Upsalon Andromedae. Le recordó que ella era una de las científicas más prominentes, la física de la que todos hablaban por sus más recientes descubrimientos y le asomó la posibilidad de unas vacaciones para vencer el stress. Rita le escuchó sin pestañear y tuvo la sensación de estar perdiendo el tiempo. La mente racional de Filippino no era la más adecuada para discutir sobre este asunto, se dijo, y tomó la cartera con intenciones de marcharse, pero el hombre comprendió que había cometido un error y amorosamente detuvo el gesto aferrándola por el antebrazo. Rita cedió y lo observó en silencio. Filippino se disculpó y llevándola tomada de la mano la condujo al pequeño cubículo que le servía de oficina. Le sirvió una taza de matricaria y cuando comprobó que la mujer se había calmado le pidió le recontara la historia. Filippino escuchó pacientemente. De memoria aseguró haber oído hablar de Benvenuto Cellini, estaba claro, pues aquél había sido uno de los orfebres más reconocidos del renacimiento italiano, en otras palabras, un ilustre antecesor suyo en el arte. Buscó entre sus papeles un libro de historia sobre la antigüedad remota y allí confirmó la existencia del personaje. Inclusive, precisó a la mujer, en algunos museos estaban piezas suyas. Era toda la información disponible. Filippino esperó la reacción de Rita quien permanecía en silencio. Ante el mutismo de la mujer optó por preguntarle si había estado leyendo sobre aquel lejano período o si había tenido algún acentuado e inusitado interés por el arte, quizás para tratar de comprender mejor su propia obra. Rita lo negó, no sin asegurarle que a él le entendía y admiraba, que jamás había salido de la física en todo este asunto y que quizás en ello radicaba su falta de comprensión. Le comentó la cita establecida con el doctor Mangiamele y Filippino aprobó la idea, pues creía que la entrevista con un psiquiatra era oportuna dado el estado emocional de su amante. Rita decidió restarle importancia al asunto, al menos delante de su compañero y pidió, por vez primera, unas cuantas explicaciones sobre el oficio de orfebre. Filippino se mordió los labios para no herir a la mujer con comentarios mordaces o suspicacias irónicas y, pacientemente, se dispuso a conducirla por el taller dándole detalladas explicaciones. Rita escuchó embelesada las referentes a las técnicas sobre el metal, las descripciones de las piedras preciosas, los secretos que cada artista escondía celosamente para lograr determinado brillo o algún fulgurante destello. Agradeció a Filippino y se despidió argumentando que lo mejor era retirarse a casa pues el cansancio la dominaba. El hombre asintió, la acompañó hasta la salida y abrazándola buscó transmitirle confianza y seguridad.
   Era tarde noche, pero Rita no tenía la menor intención de acostarse. Se dirigió a la computadora, pues en el transcurso del taller hasta su casa, había decidido a quien pedir auxilio hasta la hora de encontrar a Mangiamele el día siguiente. Piero era el indicado. Amen de brillante ingeniero electrónico se había especializado en hurgar en el pasado, incluso con métodos que le habían valido severas críticas en la comunidad científica. Algunos argumentaban que había echado a un lado la rigurosidad para perderse en consideraciones sobre las religiones orientales y en vanos intentos de armonizar teorías en busca de unicidad en los planteamientos sobre el universo. Era su amigo, con él conversaba de todo, de mujeres y de hombres, y generalmente bromeaban con que no había persona en el mundo que supiese más de Rita que Piero y viceversa. Quién mejor que él para estos momentos de confusión y dudas. Tecleó la entrada del amigo y marcó la clave para que Piero supiese que era una persona muy íntima quien molestaba a esas horas de la noche. "Duermo, ¿qué quieres? ¿El Príncipe Orsini insiste en regalarte un abrigo de pieles?". Rita leyó, pero la broma no le causó gracia. "Va en serio, necesito de ti", tecleó a su vez. La cara somnolienta de Piero apareció en pantalla. Dispuso la comunicación oral. Rita encendió, a su vez, la pequeña cámara y Piero, al verla, supo que algo importante preocupaba a su amiga. Pensó que se trataba de su investigación y preguntó:
-- ¿Cómo te va con la materia oscura?
-- Ya está dicho, - respondió la mujer- ahora queda que genios como tú sigan adelante.
-- Estoy tratando. Relatividad y cuántica, sabes bien, son mis temas en búsqueda de la teoría que mate a la física.
   Rita bromeó un poco llamándole "asesino" y futuro responsable de que todos quedaran desempleados, pero de inmediato le contó lo sucedido. Habló durante un lapso que se le hizo angustioso, pero le animaba que el rostro de su amigo permanecía imperturbable; al menos no había una sonrisa irónica o un gesto de burla. A través de la cámara Piero mantenía sus ojos fijos en los suyos, casi sin pestañear. Seguía con atención el relato y ello la estimulaba hasta el punto de tornarla locuaz y exaltada. Terminó agotada, bajó los ojos y al alzarlos de nuevo comprobó que Piero permanecía callado, que no se trataba de algún mecanismo interno que le hubiese borrado la voz del hombre para no hacerla escuchar algún improperio. Finalmente éste se acarició la cara en la cual una barba mal afeitada paradójicamente le hacía lucir como un niño despertado a medianoche para recibir una reprimenda.
-- Rita - dijo- no hay nada más difícil que describir lo que no se sabe ni se puede saber. Escuchándote me pareció que tienes una extraordinaria habilidad para narrar, pero es tal la dificultad que creo que la única manera de entender esta historia es planteándose que no hay frontera.
   El suspiro de alivio fue visto y sentido por el interlocutor. La mujer se percibía entendida. Él prosiguió:
-- Creo que debemos colocarnos en una teoría cuántica de la gravedad. Quiero recordarte que no se ha especificado el real estado del universo, y perdóname lo de "real", estoy hablándote en lenguaje coloquial; lo que te quiero decir es que tus historias, en plural porque me parecen varias, son especificables si aceptamos que son finitas en extensión pero que no tienen fronteras ni bordes.
-- Por supuesto - respondió Rita con entusiasmo - así el principio del tiempo sería un punto regular del espacio-tiempo.
-- Sí - argumentó Piero - el tiempo real es muy distinto y, en él, el principio y el final no se parecen en nada a esta preocupación que te ha causado el inesperado visitante. Creo que todo está dentro del tiempo imaginario. Por cierto - interrogó con sorna - ¿te ofreció tu Benvenuto un abrigo de pieles?
Rita soltó una alegre carcajada. Explicó que no, que no había recibido ninguna oferta de ese tipo y ni siquiera alguna insinuación, que el hombre era feo y no parecía disponer de recursos económicos. Conteniendo la risa le contó de la entrevista con Filippino, de sus reacciones y de su gesto de amor al tolerar una historia que le hacía dudar de su estado emocional; agregó lo de la cita con Mangiamele, lo que Piero aprobó con entusiasmo comentando lo que ella ya sabía, que el tiempo imaginario era buen tema para un estudioso de la mente humana como el psiquiatra. Rita agradeció la comprensión de su amigo y pidió disculpas por la molestia a lo que éste hizo un gesto restándole importancia al asunto y, para su sorpresa, escuchó palabras de agradecimiento. Sí, Piero agradecía, entre seriedad y broma, pues pensaba que había encontrado quizás el "eslabón perdido" en su búsqueda científica. Además, agregó, le prometía que investigaría a Benvenuto Cellini y le transmitiría todo lo averiguado. Aquella noche, Rita Bompiani durmió con una placidez casi olvidada, el espíritu tranquilo, la seguridad de estar delante de algo muy importante y, sobre todo, con la paz de haber sido comprendida.
   Roma amanecía, pero continuaba oscura. Con displicencia Rita abandonó la tibieza del lecho y miró a través de la ventana. El Castel Sant´Ángelo alzaba su figura redonda como una chimenea apagada. Las últimas brumas del amanecer arropaban al ángel y las aspilleras del castillo semejaban una boca que procuraba morder la mañana que se aproximaba. Sobre el Tevere los trozos condensados del aire pretendían navegar quizás hasta la Tiberina en procura de salvación y cobijo. El marrón de Trastevere se opacaba tras la mancha blanca y sus callejuelas podrían estar albergando a cualquiera que buscase, a cualquiera que preguntase sobre un destino cuajado de andamios. Rita quedó absorta en la contemplación de la ciudad. Por vez primera pensaba que el túnel que iba desde el castillo hasta el Vaticano estaba cerrado desde hacía muchísimo tiempo y un escalofrío le recorrió la espalda al pensar que los gatos de la superficie bien podrían estar acechando a las ratas de lo subterráneo. Hacía ya tiempo que no iba hasta aquel viejo monumento, ahora convertido en museo. La última vez estaba allí una exposición sobre los etruscos. La rememoró y la furia visible de los romanos exterminadores casi le hace estallar en las manos la taza en que bebía su primera matricaria del día. Los rayos del sol comenzaron a abrirse camino sobre el lungotevere. Roma se despejaba, pero no amanecía. Los cristales de la ventana estaban empañados por su respiración y por el frío exterior. Limpió con la mano y vio una ciudad como a la espera. La mirada se le perdió sobre la extensión de Roma e inmóvil permaneció interminables minutos. De repente la prisa pareció tomar las calles y hasta creyó que un galope se posesionaba de las vibraciones del amanecer. Son cuatro los caballos y van al Castello, llegó a imaginar, divertida con sus absurdos pensamientos. Siguió el juego y creyó ver como soldados en antiguas vestes abrían las rejas y el que parecía jefe del grupo recibía instrucciones de dirigirse hacia el túnel, de partir raudo al Vaticano a atender demandas impostergables. Pensó, recordando la conversación con Piero, que tenía dotes de narradora, pero rápidamente desechó la idea. Roma estaba a la espera, siempre lo estaba, sólo que aquel día parecía ansiosa. Ella ansiosa y yo ansiosa, se dijo, mientras se vestía. Mangiamele había sido fundamentalmente un amigo. Frente a ella no se había comportado como un médico que escudriña al paciente, más bien como alguien que aconseja a alguien muy querido. Había recurrido a él cuando se atravesó en su vida Filippino y el miedo a una nueva relación la atenazaba de manera tal que la indecisión la ahogaba. Se había alejado de él, pensaba, mientras cumplía el trayecto en el marrón de la ciudad, como todo egoísta que sólo requiere del amigo cuando lo necesita. La relación con Filippino marchaba bien, aunque hoy sentía un latiguillo en su interior. Quizás estaba molesta por la primera reacción ante el recuento de lo que para ella era importante, pero, se respondía, quizás cualquier otro hubiese reaccionado igual. No, Piero no, aquélla era una mente sintonizada con la suya, un científico diletante que amaba tanto la rigurosidad como el desvarío filosófico. Si bien ella ahora leía poco, limitándose a los últimos informes científicos, en un período de su vida había compartido con Piero los laberintos de la literatura y de las religiones. Buen período aquél, incluyendo la parte que quería olvidar, la de la eventual relación que se planteó y que rápidamente fue desechada. Mangiamele seguramente pensaba que algún problema afectivo la afligía. Buena sorpresa se llevaría el viejo doctor cuando oyera los intríngulis. No manifestaría extrañeza al inicio, de eso estaba segura, tenía demasiada experiencia en historias extrañas para sorprenderse de entrada con una más, pero cuando el cariño por ella le brotase tal vez alguna reprimenda afectuosa saldría de sus labios. Ordenó el número de piso y sin saber si Roma estaba despejada se encontró en la antesala del despacho médico. La reprimenda llegaba de la asistente de Mangiamele, una cordial por la larga ausencia. La duda la hizo asomarse a la ventana y, desde la altura, Castel Sant´Ángelo parecía un huevo depositado en un nido. Las nubes bajas habían encontrado refugio o se habían confundido con el río. La invadió una sensación de bienestar. Se sintió llamar y giró rápida y sonriente. Allí estaba el viejo amigo, con sus lentes de siempre, con su calva brillante y su figura esmirriada elegantemente envuelta en un traje a la medida. Lo besó en ambas mejillas y escuchó los habituales elogios a su delgadez y a su fama. Mangiamele estaba de excelente humor. Le advirtió que no había nadie con tanto prestigio que fuese a su consultorio y de una vieja carpeta extrajo una fotografía. Allí Filippino y ella estaban sonrientes. Evidentemente el viejo consideraba como un triunfo personal haber disipado las dudas sobre aquella relación. El anciano observador notó la impaciencia de Rita y la invitó a contar. Rita contó. Y la reprimenda no se hizo esperar. Sólo que por causas diferentes de las esperadas. Mangiamele hizo una reflexión sobre las diferencias establecidas por algunos científicos al divorciar lo que consideraban riguroso de aquello que acontecía en la mente, lo que muchas veces les parecía irrelevante. Rita se dijo que el viejo amigo tenía razón, nunca debió abandonar sus lecturas, nunca debió dejar de lado a los escritores ni las relaciones entre filosofía y cuántica. Pero, más allá, deseaba escuchar argumentos de fondo sobre el asunto. Mangiamele no se hizo esperar.
-- Cada uno de nosotros siente una dirección en la que cree pasa el tiempo - dijo, con su habitual manera de entrecruzar los dedos moviendo los pulgares en círculos.
-- Es así como recordamos el pasado y no el futuro - comentó la física.
-- Todas las flechas que conoces apuntan en la misma dirección, - continuó el doctor - aunque ten la seguridad de que no siempre será así. Es posible que alguien ya haya divorciado la flecha psicológica de aquella termodinámica. Ahora bien - agregó circunspecto - si esa ruptura se produjese estaría en peligro la existencia de seres inteligentes.
   Rita reflexionó unos segundos antes de hacer su propio comentario.
-- Nosotros medimos el tiempo en el sentido que el desorden crece. Tenemos la memoria en el sentido del crecimiento de la entropía. Pero la personalización del tiempo puede llevar a alguien a moverse en cualquier dirección. ¿Es eso lo que crees peligroso, Roberto? - preguntó.
-- Limitadamente peligroso, Rita - respondió el doctor - pues estamos hablando de un ser que lo ha logrado y ello le afecta en soledad. No podríamos concebir una humanidad con tales características, pues el universo enloquecería.
   Ambos científicos dialogaron largamente. Revisaron asuntos como la frontera del universo, el principio antrópico débil, la igualdad de direcciones de las tres flechas, las posibilidades futuras del universo. Rita ilustró a Mangiamele sobre la materia oscura y éste le explicó en detalle las investigaciones sobre el tiempo. Ambos estuvieron de acuerdo en la teoría del "conjunto de historias", todas posibles e igualmente reales.
   Rita se dirigió al laboratorio. Encendió la computadora que avisaba de un mensaje urgente y frente a ella apareció en grabación el rostro de Piero quien con voz grave le decía:
-- Rita, he descubierto que Filippino Lippi se llamaba uno de los más entrañables amigos de Benvenuto Cellini en la adolescencia florentina. Te llamaré de nuevo.
   Rita Bompiani supo del miedo.

    Deja caer las manos sobre las piernas. Está cansado luego de tantas horas de escritura. No obstante, los pensamientos sobre el texto no le abandonan. Ha procesado las confesiones de Benvenuto en aquel café de Viena. Ha hecho lo mejor posible, piensa, para estar a la altura de la confidencia. La preocupación que, en lugar de obligarlo al descanso lo impele a continuar, gira sobre el lenguaje y la vida. ¿De qué se alimenta el personaje Cellini? Claro está que del pasado, pero también del futuro, se alimenta de una muerte continua. Es ello lo que debe encontrar en el lenguaje. Este hombre es diferente de todas las demás criaturas y de todas las demás cosas, por lo que debe imitarlo con palabras, artificial como es, es decir, natural. Cellini es fatal, voluntario, ciego. Redactando El indeterminado de la cabeza de bronce el escritor busca palabras que muestren la extrañeza, la indeterminación. Deberá utilizar algunas ajenas a la lengua en que escribe, deberá utilizar este eco decaído aproximándose a aquella totalidad que ruge en Cellini. Deberá poner especial cuidado en estas mujeres que salen del bestiario interior de este hombre. En la indeterminación que es, determina salamandras y mandrágoras que lo seducen. Deberá ser optimista venciendo la tendencia natural de los vocablos al pesimismo y confiar. No puede encontrar un sentido verdadero a su texto, porque no lo tiene. Ya lo ha dicho Rita Bompiani, también sus interlocutores, la realidad no es determinable porque no hay modelo o teoría. Deberá hacerse todo una metáfora. ¿Cellini es la unidad?, se pregunta mientras vaga por el estudio y contempla a Roma que ruge como si docenas de bombarderos la tomaran para el simple eco mientras se dirigen a sacudir el lejano país donde la guerra enfuria. Si el texto tiene sentido es debido a la imposibilidad de alcanzar la unidad que Cellini representa. La palabra verdad es mala. Comprende que el sentido es una división y no una unidad y que mientras más escriba más aquélla se alejará del texto. La vida es extraña, se dice, mientras sigue sin explicación del por qué fue elegido para esta tarea. Argumentarán que una cosa dicen los libros y otra el mundo real, pero no pueden vislumbrar que, desde que Rita Bompiani descubrió la materia oscura, puede que todo sea al revés, que lo real esté en estas páginas dolorosas. Lo único que se le ocurre es que Dios es un novelista y los seres simples personajes a los que se les ha dotado de un grado de libertad, de una porcentual denominada libre arbitrio. La ficción crea sentimientos, se reafirma. La extrañeza inquietante de los libros es la única, pues aquella del mundo real está sometida a las flechas normales. Esta psicológica donde uno se puede apropiar del tiempo es mía; mía porque así lo determina mi condición de escritor y gracias a Cellini que me escogió para narrarme. Desde que hablé con él estoy replegado en este estudio fuera de Roma y el único objetivo es terminar el texto. El escritor da vueltas en redondo y reflexiona. No puede detenerse en esta visión metatextual. Reflexionar es esconderse, piensa. Estoy anulado de tanto internalizarme, concluye y se dirige de nuevo a la computadora en procura de las palabras justas. Desde el texto ya escrito Cellini lo observa. Asiste con deleite a las interrogantes del escritor. Se alegra de haberlo elegido. Ve cómo se despoja de la membrana, cómo se hace camino abierto y lo deja tranquilo, sin interferencias. Sabe que el libro ni comienza ni termina, que allí estará escribiéndolo hasta que algo imprevisto lo detenga, al igual que algo imprevisto lo impulsó a la escritura. Cellini se lee en el texto y descubre que la información está tan diluida que requiere que el escritor mismo enriquezca lo allí tecleado. No hay círculo ni método. Nota que el escritor recomienza con un asomo de placer. Nota que cuando logra una frase bien redactada el logro formal lo alivia y le distiende. Cellini relee y comprende que todo lo suyo carece de un centro temático y siente cierta lástima por aquel pobre hombre que inclina medio cuerpo sobre una computadora insensible. Debería mandarlo a Roma, a los cafés donde encontrará una bebida revigorizante y bien hecha, no como esa mierda que está tomando a litros. Cellini escucha el ruido en turbión y piensa que debe ser registrado en el texto. Al fin y al cabo hay una multiplicidad de relaciones laterales que hacen de El indeterminado de cabeza de bronce un sentido. Ha visto al escritor medular sobre estas mujeres, en verdad dos, amantes intranscendentes las demás, en las que pone lo mejor de su interior. Lo que lo complace del escritor es la fuerza con que ha entendido que él produce y origina lo femenino. El escritor se ha dirigido a Nápoles, en su imaginación claro está, dado que permanece en el estudio. El Castel del´Uovo se le alza repentino delante a los ojos y la sensación que percibe es ingrata. Por fuerza tiene que volver a mirar el Vesubio, a examinar las coronas de nubes que se le forman como humo de tabaco expelido por las fumarolas. Es parte de su obligación, Cellini anda por allí y él debe seguirlo. Se siente incómodo, le molesta el tránsito desaforado de esa ciudad, tiene malos recuerdos, no puede moverse a gusto en medio de la confusión y del caos. ¿En qué tiempo andará Benvenuto? se pregunta y al recibir la respuesta que en el pasado un poco de tranquilidad lo reanima. Se instala en el apartamento que tiene en Posilipo y cambia la ciudad caótica en armoniosa y tranquila. Conserva todas las ventajas: deja encendida la calefacción de la sala, coloca buena música, se marcha a la composición de O sole mio en aquel hueco del golfo, mete leños en la chimenea de la cocina, llama por teléfono a Roma a la mujer amada y con ella emprende viaje por la Costa Amalfitana. Benvenuto lo llama al deber. Le recuerda que cuando fue a Nápoles lo que se le abría dentro permanecía sin nombre. Le explica que mientras se acercaba en verdad se alejaba. Le habla de una especie de rotación histórica para hacerlo entender las disimilitudes entre la ciudad que conocieron por separado en otros tiempos. Le pide se limite al contenido de la página y cese de recordar. El texto va a quedar desigual, dice Benvenuto desde el texto. El escritor enciende un nuevo cigarrillo y tose desmesuradamente. Ingiere una taza de café de un sólo trago, como si fuese una copa de coñac. Este hombre, se dice Benvenuto, tiene mucho tiempo sin hacerme ingerir uno. Debemos apostar a un recomienzo global, comenta el lenguaje de Benvenuto y el lenguaje del escritor habla. Nuevas fuerzas llegan y se desencadena el texto. El escritor sigue pensando en Nápoles y Benvenuto se aferra a este desbocamiento pues no quiere ir aún al litigio y comienza a hacer concesiones, sí, qué piense en navegaciones hacia Ischia y en sus vómitos en el vaporetto y en la música alemana que sentía brotar de todas partes mientras giraba con aquel automóvil que llegó a conocerse la geografía italiana tan bien como yo cuando huía de Florencia a Siena, de Pisa a Nápoles, de Nápoles a Roma. No sé por qué los escritores tienen tan mala memoria. Anda preguntándose sobre mí y se olvida de las veces que estuvo en Florencia, de cuando se sentó en Piazza della Signoria a contemplar las estatuas con cara de bobalicón. Se olvida que me encontró en Giardini dei Boboli cuando yo estaba rememorando mi primera Roma; bueno, es verdad que andaba flotante tratando de adivinar las formas que podrían salir de las tijeras de los jardineros y oliendo la savia que brotaba de la poda, pero ha podido verme allí sentado con mi chaqueta verde aún olorosa a polvo de camino. Yo sí lo vi. Andaba con una curiosa boina inglesa, también cargaba una chaqueta verde, nada parecida a la mía, claro está, pero interesante, y unos pantalones de pana. Este es un escritor, me dije, y yo voy a necesitar uno tarde o temprano, para que desencadene el hundimiento, para que desde las raíces de estos árboles vaya en busca de los números y comience el simulacro. Aquí está metido en la ficción, como le corresponde, como me corresponde, y su rechazo a Nápoles le impide recordar lo bien que la pasó en Sorrento; aún tiene, el muy idiota, la cajita de música con Torna a Surriento, pero ya no le da cuerda. Tal vez si lo hago pueda mentalizarse. Benvenuto escribe que la cajita de música fue encendida. El resultado es contrario al propósito. El escritor se detiene en comentarios al texto y se interna entre dos ficciones, su vida y el libro que escribe. Sin embargo, lo escrito no se fractura. El escritor lo mira y está roto, pero la ficción intacta. Decide sobreañadir. De manera que está sobre la autopista entrando a Nápoles. Deberá cumplir con desgano la tarea para la cual le pagan, pero con puntualidad. A la vuelta está la pequeña trattoria donde el mesonero amaricado le atiende con especial dedicación. Benvenuto se resigna y ordena un risotto. La noche llega con rapidez brutal. En ella los tiempos pasan y se retuercen de unos a otros. Se deberán comunicar, escribe Cellini. Estoy en el presente, escribe el escritor. Ha reseñalado el camino y no se siente disgustado pues ha relajado la ficción y no ha perdido los goznes. Debe ir a Nápoles por la buena vía, las ciudades están habitadas de palabras y de números. El espejo fracturado no esconde nada, nada tiene detrás. No tiene que ponerse obsesivo buscando salidas. Tal vez si me pongo arrítmico, se dice. Sigo componiendo cuadros que no dicen nada, esa es la vía correcta para entrar a Nápoles. Podría ponerme minucioso y hasta hacer una viaje a Capri: describo el ascensor, el escarpado, los toldos, las mesas blancas, los turistas idiotas, Benvenuto enquistado en la baranda de madera del hotel de arriba, la insoportable música del festival de San Remo, pero vuelvo al intertexto puesto que hay fotografías reveladoras de aquel lugar, un reloj incluido, a esos artefactos les tengo fobia, y después el cruce de la frontera con Francia y yo vestido de invierno cuando todos andan por la playa revolcándose semidesnudos. Me debo detener a comprar un traje de baño. No hay claves ni secretos, esto es una suma, es decir, nada. Se trata de cuadrados desiguales que muestran la regular irregularidad, hasta las cercanías de Marsella, incluidos un largo pan relleno de paté y una botella de San Emilion. Pero no estoy en un mundo que llame a la risa o a la felicidad. La visión del mundo que aquí debe escribirse es la mía, refunfuña Benvenuto, es decir, esto no es un espectáculo o un guión para el teatro, todo esto debe limitarse a las obvias fracturas del espejo que en el texto deben hacerse una claraboya, inclusive le acepto a este escritor que las sitúe en el cuartito de santos que había en la casa de su infancia para que se sienta cómodo, pero claraboya ha de ser y por tanto reflexiona y desbarata cualquier intento de interpretación con los parámetros de lo real, sin duda lo que más odio. La claraboya debe extenderse como le venga en gana, complicarse si es su deseo, reflejarse antes de que sea escrita en este texto. Creo que él ha hablado antes de esta claraboya, bien que ahora la haga mía, al fin y al cabo es la misma aunque esté en otras escrituras suyas anteriores, muy malas ciertamente, pero suyas y formando parte del regreso al haz. No sabe si ha escrito o ha enunciado, ya está harto de hablar en presente y siente fuertes ganas de llevar a Benvenuto a Nápoles en el futuro y no en el pasado, pero este protesta pues tiene especial predilección por las partes de su historia relativas a las felonías. El escritor advierte que sigue defendiendo la independencia de este texto y que cualquiera que el personaje hubiese escrito antes de comenzar a actuar debe ser relegado. El escritor amenaza, incluso, con despojarlo de presente, consumirlo. Benvenuto alega que ya hay suficiente espacio en blanco entre las letras como para poder ser leído. El escritor se tranquiliza. Benvenuto asegura que bien podría él mismo soñar el libro, hacerlo una esfera. Hay que volver al texto, se asegura. El escritor hace lo mismo. Lo cuadra. Ya no quiere enriquecerlo. El caos se apodera de Nápoles. Los vendedores ambulantes empacan la mercancía frente a los ojos del comprador, pero cuando éste llega a casa consigue una inmensa piedra envuelta. Se devuelven furiosos, pero nadie conoce al vendedor. Ha desaparecido en medio del tumulto. Benvenuto observa desde su montura, casi echándose sobre el cuello de la bestia. Frente al Castel del´Uovo los artistas improvisan charadas, lanzan al aire las frutas y estas se hacen invisibles en el aire; los marionetistas ridiculizan a Pietro Alvise Farnese; avanza lentamente buscando con la vista la salida hacia el palacio; un hombre arrastra una carreta cargada de ropa vieja y reprende al joven ayudante que no puede con sus pies ni con el peso; un joven de rostro español entona una canción mientras una muchacha, seguramente su amante, extiende una taza de latón exigiendo recompensa para la que proclama como la voz más exquisita de la ciudad; un par de soldados se pasea mostrando unas retorcidas bayonetas; Benvenuto las observa y alcanza a ver sangre; apura el paso; la plazoleta del teatro San Carlos está atiborrada: algunos cargan vestuario, otros hacen salir al aire las voces del ensayo, el aire es apariencia en la cual se solidifica su actual presente; Benvenuto se dirige hacia el Farnese, hijo natural de Pablo III, el actual Papa que gobierna las aperturas de las columnas del Bernini. Benvenuto se procura calmo. Detrás de las apariciones de la ciudad desatada estará aquél a quien busca. Lo encontrará sobre la superficie de los muros como una indicación. El Farnese no está instalado fuera pues ya ve la guardia y a él no. Estará instalado adentro pues el adentro no es habitable. Llevado a su presencia lo encuentra repugnante, como lo sabía. Escucha las encomiendas del Farnese y se dice que no perderá el tiempo cumpliendo aquel encargo. Piensa que su estadía será breve. Se dirige a la habitación y ordena agua caliente. Deberá quitarse el sudor que le han pegado los verduleros y los actores, los malos olores de la muchacha del cantante, la pesadez de las ropas que tenores y barítonos lucirán en la gala del San Carlos. 40 medallones en oro quiere el bárbaro, 40 medallones que lo muestren junto a su padre, 40 medallones que lleven al reverso a San Cosme y a San Damián, 40 medallones para enviarlos de regalo al Papa el día de su cumpleaños, que sólo se consuela con oro y con las nuevas alianzas, pues viejo está para seguir procreando hijos como este Farnese detestable; el falo esmirriado del Pontífice le provocaría colocar en el anverso y en el reverso un figodindia de esos que tanto abundan en el polvoriento camino hasta la entrada del palacio. Tentación e impotencia, escribiría de buena gana, y en napolitano, en torno a los medallones. Benvenuto duerme mal. Nápoles lo ha irritado, pero también es cierto que venía prejuiciado contra Pietro Alvise Farnese, lo que fue corroborado por los titiriteros y marionetistas. No se puede habitar las alturas del poder y permitir semejante burla, se dice, esperando con ansias el amanecer. Había un segundo encargo, le dijo el hijo de su puto padre, apenas lo vio en la mañana. Pablo III quería agradar a Carlos V y para el grande debía ejecutar en oro un libro de oraciones. Después de todo podía demorarse un poco en Nápoles, se dijo, nada descartable que una pieza suya marchara a otra corte, buen tiempo sería para él si llegase encomienda de afuera, pero los medallones no los haría, tirria y no tiara le daría al superior de Roma. Sobre todo al superior de Nápoles, se dijo, recordando la taberna vecina a Castel Sant´Ángelo y a la tabernera de pechos generosos. Aquí también se divertiría un poco, a quien le quedaban dudas después de la admirable sonrisa que le dirigió la chica encargada de cambiar las sábanas de su amplio lecho. Las tabernas de Nápoles tampoco andaban mal; había visto algunas de escotes generosos y con ganas de saber quien era el extranjero sudoroso que observaba con malicia desde un caballo enjaezado con cuero del norte. Y, en medio de una tempestad, Cellini salió a descubrir los lupanares de Nápoles. A lo mejor la buena suerte le acompañaba y algún imbécil lo desafiaba y podía sacar su puñal hambriento de alimento. Hundirlo en carne humana flexibilizaría sus dedos para comenzar el libro de oraciones más bello del que se tuviesen noticias por parte de ateos y aficionados a los rezos. No se puede ni se debe simplemente acumular significaciones, se dijo el escritor, pues allí no está la multiplicidad de sentidos. Benvenuto jugará su juego napolitano, reflexionó al borde del colapso, el juego es el juego y se explica por sí solo. Esto es nulo e infinito, se dijo por último, cuando ya Benvenuto había terminado el magnífico libro de oraciones y cabalgaba fuera del alcance de la furia del Farnese. "Me detendré en Venecia", le escuchó decir.

   "Me detendré en Venecia", dijo Rita a Filippino, sin extenderse en explicaciones. Una fuerza indescriptible la movía hacia allí, una que tenía relación con su amante, con el extraño visitante que la había perturbado, pero también con ella misma, con una necesidad imperiosa de encontrar algo que le resultaba impreciso aunque al mismo tiempo tangible, etéreo pero consustanciado con su ser. Filippino no había puesto objeciones al viaje a Milán, puesto que, a pesar de considerar seria la perturbación que asolaba a Rita, no podía impedir que la mujer participase en el congreso de física donde se debatiría sobre la materia oscura. Sin embargo, el anuncio de la escala en Venecia lo había sorprendido, dado que sabía de las reservas de su amante con el mal olor de los canales, con la multitud de turistas y con el viejo sistema de transporte que consideraba demasiado lento e insoportable para una persona de estos tiempos de velocidad. No estaba en condiciones de objetar nada, pero tomó sus precauciones consultando por holoteléfono a Mangiamele y, por vez primera en mucho tiempo, decidió hablar del asunto con Piero. Este procuró tranquilizarlo no sin algún dejo de burla y alguna referencia que Filippino no entendió. Arrepentido de la conversación con el viejo amigo de su mujer decidió dirigirse a su estudio a buscar en la red información adicional sobre aquel asunto que había perturbado en tal grado su vida personal. En esa labor tenía horas cuando el cansancio comenzó a invadirlo y una modorra incontrolable lo hizo dormirse en la silla frente a la computadora.
   Benvenuto agradeció generosamente a los remeros y descendió en la isla de San Giorgio Maggiore. Prefería entrar a La Serenísima de costado, por el camino más largo. Cruzaría el Canale Grazia y pernoctaría por una noche en la pensión de una antigua amiga en la calle Eufemia. Necesitaría un par de espías que le informasen de los movimientos de su objetivo y allí, sin duda, podría encontrarlos, entre los bandoleros que llenaban la zona con mercancía robada. No había amanecido cuando los sicarios partían cruzando bajo un remedo de disfraz de gondolero el Canale della Giudecca hacia Punta Dogana. Benvenuto decidió dormir y en el sueño comenzó a encontrarse con los amigos de la juventud y de la infancia. Filippino era grato, seguía sus bromas con placer, sería un artista menor, aunque algunas de sus obras merecerían la pena. El ruido de la lija sobre la madera lo sobresaltó e intento despertar, pero no lo lograba como si la conversación indetenible de su madre fuese una cuerda de violín que le atara de los pies al pasado. Con Filippino esperando afuera para el juego vespertino Benvenuto desesperaba, pero una solicitud de salida equivalía a una reprimenda mayor. Sentía el sudor bajarle por los costados mientras la pequeña caja de música construida por la madre iniciaba sus primeros cantos ante las carcajadas de celebración de la mujer. El niño no entendía como podían ensamblarse piezas tan pequeñas mientras Filippino, asomándose al enrejado, hacía señas de impaciencia. Si salía corriendo llegaría el momento del regreso y la ira, si continuaba allí el amigo lo escarnecería por días por no haberle acompañado a la tradicional molestia a las bestias atadas en Piazza della Signoria, al escondite entre los árboles de Boboli y al robo a los verduleros de las callejuelas. Finalmente logró escapar del sueño y se sentó con violencia en la cama. Estaba aún oscuro, se tranquilizó, lo que significaba que no había dormido mucho, aunque la comida sobre la mesa le alertó. Era de nuevo noche y el cansancio lo había vencido durante todo el día. Ingirió con prisa la comida fría y se dirigió desde Eufemia hasta Piagio donde sabría el contacto darle respuesta. No, no había noticias aún, seguramente al día siguiente. Sin sueño y con la noche por delante Cellini decidió buscar taberna y fémina. Si no recordaba mal atravesando el Canal Lauraneri estaba un lupanar de mala muerte donde el que entraba no sabía si saldría. Pagó el peaje a los remeros de guardia y comprobando que el frío del puñal daba tranquilidad se dirigió hacia el lugar. Empujó la puerta y la reluciente piel de la mujer le recordó la ausencia de sexo durante largos días.
-- Te espero en el café frente a la estatua de Ficino en Piazza Exedra y mira el lugar donde al fin entras- comentó Anfiuma alzando los brazos en gesto que simulaba sorpresa.
   Al escuchar la voz Cellini percibió claramente el desprendimiento en su interior. No necesitó dar orden alguna, pues el coñac lo esperaba. Miró la mesa en un gesto instintivo en procura del chocolate y la mujer ripostó entendiéndole: "No hay, aún no llega del mundo recién descubierto". Con gesto rápido engulló el licor en un solo trago y la miró fijamente sonriendo. Aquel encuentro resultaba ineludible desde sí mismo y en sí mismo. Repasó el esbelto cuerpo con ojos ávidos y la mujer con rubor fingido lo tranquilizó: "No hay prisa, hablemos primero".
-- Está en Palazzo Ducale, aunque marcha cada noche hacia la zona de Lista di Spagna a refocilarse con una oriental. Mañana te lo dirán tus sicarios- comentó Anfiuma como si la información fuese intrascendente.
   Cellini interrogó con los ojos.
-- Es siempre el mismo itinerario. Atraviesa Piazza San Marco, toma Mercerie hasta el Canal Grande, desciende en Ponte degli Scalzi y tu querido Filiberto es feliz, por ahora, por lo que le resta. Regresa por el Piazzale Roma, toma Rio Nuovo y reentra a la protección del palacio por Punta Dogana donde tus esbirros lo verán pasar. ¿Satisfecho?
-- ¿Porqué te adelantas?- atinó el hombre a murmurar.
-- Porqué no harías bien el amor preocupado por la espera del informe de tus contratados.
-- Puede que tengas razón, habitante de mi cuerpo- respondió distendido y con sorna.
-- Rita viene, has enloquecido a la doctora- asomó la mujer.
-- ¿A qué?- preguntó el hombre.
-- A ser testigo. Además déjame decirte que eres un olvidadizo y un desconsiderado. Ya no recuerdas a tu amiguito Filippino.
-- Con él he soñado esta noche y no me gusta.
-- Cuando la infancia regresa existe un peligro.
   Benvenuto llevó la mano derecha hasta el botón del puñal, gesto que no escapó a Anfiuma.
-- ¿Debo decirte como acabarás con el odiado Príncipe de Orange?
   Por toda respuesta Cellini engulló otro trago de coñac. Se levantó, tomó a la mujer del brazo y ambos entraron en la estrellada noche de Venecia. La soledad era total, los canales permanecían tranquilos, la luna llena alumbraba asombrada. Benvenuto alzó por los cabellos al mendigo que lo miró con pánico. Le abrió la mano y en ella colocó unas monedas. Cuando trató de recoger la colcha le advirtió que ella iba incluida en el precio. Una patada en el culo indicó al hombre que el demente que lo había literalmente izado no jugaba y partió corriendo hacia el Fondale di Canaregio. Entonces Benvenuto Cellini penetró una vez más a Anfiuma como puede una casa refocilarse con sus habitantes.
   El mensajero llegó temprano. Portaba una información ya harto conocida, pero, aún así, fue recompensado generosamente. Preguntó si el señor necesitaría ayuda y Benvenuto pensó que distraer a los guardaespaldas de Filiberto no sonaba descabellado. Fijó la hora del atentado e impartió instrucciones precisas. Se harían pasar por borrachos impertinentes para distraer la guardia, todo sucedería en el Canal Grande a la altura de Rio Noale pues, en caso de apuro, podrían escapar con una embarcación que debería estar esperando en Sacca della Misericordia; de allí hasta Darsena Grande, luego el Canale di San Marco y un caballo fresco para que el señor galopara hacia el interior de la península.
   Rita trabaja con minuciosidad, hace la lista de todos los hoteles, pensiones y alojos familiares de Venecia. Anota nombres de calles y verifica direcciones. Se propone rastrear la ciudad por zonas, hasta el mismísimo cementerio de Isole di San Michele. Algo la impele a hablar con Benvenuto Cellini, aunque ella misma no logre determinar la causa. No, no se trata de Filippino, pues es Piero el que ocupa sus momentos de libertad. Es algo más urgente, algo que la apremia y la enerva. Comienza la tarea y todo es vano. La respuesta es unívoca: "No tenemos ningún huésped con ese nombre". Comprende que el astuto personaje bien puede tratar de oscurecerse en La Serenísima y estar registrado bajo nombre falso. Debe decirle algo, aunque no sepa que decirle. Decide marchar a cada hospedaje, pero advierte que podría pasar días enteros en la tarea. Hace una copia de la cabeza de bronce y parte. Gerentes, porteros y mucamas miran con extrañeza. No es un ser normal aquél que allí aparece. Rita explica sin descanso que se trata de una escultura, pero que el hombre que busca debe parecerse a esa obra. La miran como si de una loca se tratara. Nadie comprende que aquellas orejas descomunales que parecen cuernos puedan ser similares a las de algún ser viviente. Aquella nariz recta es imposible de conseguir en alguien que ande por los canales de Venecia. Aquella protuberancia inaceptable en medio de la cabeza sólo puede pertenecer a un deforme y deformes no existen hoy con los adelantos de la sacrosanta ciencia médica. Esa barba es demasiada hosca, demasiado espesa, excesivamente inverosímil. Esos ojos hundidos parecen los de un alien. Nadie puede parecerse a esa máscara. "¿Es que acaso ese hombre que busca no tiene boca?", le preguntan. "¿Puede considerarse frente ese pequeño espacio entre los ojos y esa cosa, señora, dice usted que es parte de una escultura?" Rita desiste, la cabeza de bronce no identifica a Cellini. Piensa cómo hacer, cómo dirigir la búsqueda. Resuelve. Se dirige a la policía local y explica que ha perdido a un querido pariente y que no porta consigo algo que pueda identificarlo. Suplica la ayude un dibujante. Horas de trabajo dan resultado, pero con un aditivo que Rita no había previsto: la autoridad se cree en la obligación de ayudar a la famosa científica a encontrar a su pariente, no faltaba más, para eso están los servidores públicos, para ayudar en una emergencia. Rita explica que puede asustarse si ve uniformados, que el pariente sólo estará tranquilo si la ve a ella, que promete notificar a tan celosos guardianes de la ciudad cualquier anomalía o cualquier hallazgo, que por favor la comprendan. Los policías se miran unos a otros, pero delante tienen a una de las científicas más famosas del momento, la doctora debe tener razón, quizás el celo policial ha sido excesivo, dejemos que la buena señora haga la tarea, eso sí, no sin prometer que en caso de necesitar ayuda recurrirá de inmediato a ellos. Rita ha perdido una parte importante de tiempo, pero, al fin, tiene en las manos una manera de buscar a Cellini. Recomienza la tarea para decirle algo que desconoce. Los empleados de hoteles, pensiones y albergues familiares la observan con desconfianza, otra vez la mujer que busca a una escultura, que vaya al interior de los palacios venecianos donde encontrará muchas y si satisfecha no está que se vaya a Florencia a hacer "mercado" de recuerdos del pasado. Nadie ha visto a Cellini, no se ha registrado en ninguna parte. Decide preguntar en restaurantes y bares. Una mujer de negra piel le asegura entre Foscari y Frescada que ella conoce al "caro Benvenuto", pero de tiempo no lo ve. "No, está vez Cellini no ha estado en Venecia", asegura Anfiuma a Rita. La doctora sigue su peregrinar y Anfiuma decide seguirla de cerca. Qué no se meta en líos la buena mujer, piensa, asaltada por un inusitado ataque de conmiseración. Rita se pregunta si de verdad ha enloquecido. En un momento de lucidez se pregunta sobre lo que está haciendo. Anda buscando a un hombre que ha visto una sola vez en su vida por una ciudad que nadie le ha indicado como su real paradero y sin saber para que lo busca. Se sienta sobre el borde que ofrece un muro. Anfiuma la observa.
   Benvenuto ve a Filiberto, Príncipe de Orange, embarcarse en el Canal Grande. La noche es propicia, sin estrellas, dominada La Serenísima por un hollín que todo lo oscurece. El mal olor del canal lo marea. Siente a sus espaldas la voz gangosa: "mis violines serán mejores que los de Guarnerius" y un sobresalto le sacude la espina dorsal. Está próximo el canalla. Se mete debajo de la lona negra y empuja la barcaza hacia el centro. Los sicarios comienzan a actuar. Gritan y patalean, toman otra embarcación y se dirigen a la que porta a Filiberto, exigen licor, piden vino, una piccola contribuzione para la farra. Los guardaespaldas miran con desdén a los invasores. Los supuestos borrachos abrazan a los guardaespaldas, los invitan a un trago; nadie ve la pequeña embarcación en que Cellini se aproxima. Los protectores del Príncipe deciden no emprenderla a golpes con los invasores, más bien persuadirlos con un puñado de monedas. Cellini sube puñal en mano. Filiberto está de espaldas, por lo que ensaya su vieja y conocida maniobra de girar el brazo para que nadie diga que el cadáver lo fue a mansalva o a traición. Los sicarios ven subir a su amo y gritan aún más fuerte, apagando el estertor del hombre que siente como le parten el corazón. Cellini se desliza silenciosamente. Los sicarios se lanzan al agua, tal como fue planificado y se alejan a nado entre los malos olores de los canales venecianos. Los guardaespaldas aúllan, maldicen, tratan de socorrer a su amo, pero el hilillo de sangre en los labios y la expresión de terror en los ojos perdidos y la palidez del hombre indican la fatalidad. El terror se apodera de ellos, cómo rendir cuentas, delante de sus propias narices han matado al hombre que debían proteger, cómo dirigirse al Palazzo Ducale con la trágica noticia. Elucubran, inventan, se causan heridas en los brazos, han defendido al Señor hasta las últimas consecuencias, han opuesto dura resistencia, pero los atacantes eran muchos, se han prevalido de la oscuridad. Cómo explicar la presencia del Príncipe de Orange a esas horas de la noche en el Canal Grande, se sabrá lo de la amante oriental, habrá escándalo político, otro familiar, tal vez la amante corra a pedir recompensa por los servicios prestados a tan ilustre macho. Benvenuto ha tomado la vía de escape. "Mis violines serán mejores que los de los luthiers cremoneses", lo sacude la voz de la madre cuando anhela ver la bestia sobre la cual cabalgará a Florencia. Anfiuma sigue a Rita. La doctora ha decidido regresar al hotel. Encuentra que la agitación rueda por pasillos y recepción. Pregunta y llega la respuesta: un insólito crimen ha sido cometido, alguien ha sido apuñalado en el Canal Grande, esas cosas jamás suceden, un demente debe andar suelto por la ciudad. Rita escucha perpleja, empalidece, no logra explicarse el por qué la noticia la afecta de aquella manera, se siente desvanecer y cae, pero unos fuertes brazos la sostienen. La mujer negra explica que conoce a la señora, es un simple desmayo, nada de que preocuparse, ella se ocupará. La recuesta en un sofá y la airea. El color comienza a regresar a las mejillas de Rita. Anfiuma pide a los curiosos alejarse para permitir que la señora respire con facilidad. Argumenta que debe buscar un medicamento en su habitación. Cuando Rita se recupere no debe verla. Cuando no se cree observada sale a la calle. "Benvenuto", susurra. Cellini la escucha mientras galopa. La voz de la madre emerge de la oscuridad y del viento: "Benvenuto, verás como mi nombre será incluido en `Organare cantum vel sonare. Natura est quacdam raucha et cantus violentus´.

¿Qué hago cabalgando hacia Florencia? Confieso que no montaba a caballo desde mi infancia. Este desenfrenado galope me marea. Me duelen el culo y los cojones. Este cabalgar desconoce el día y la noche. Todo parece ausencia. No parece haber analogías. No es describible la naturaleza toscana cuando todo parece una caída. Hay una relación entre Benvenuto y la velocidad con que galopa. Parecen hacerse nulos, hombre y bestia, en esta frenética huida. Se me asemejan a una línea de luz trazada en una oscuridad infinita. Me parece que se conmutan en la duración presente. Lo que allí les mantiene no es ni siquiera mi voluntad de escritor y la misión que me ha sido encomendada. Es la exposición que representan lo que les hace estar. Es ella lo que autoriza esta reinterpretación de un instante real en que Benvenuto cabalga hacia Florencia. Son un quantum de luz, no más. El vértigo es tal que están detenidos en un punto impreciso que a nadie importa. Se contraen y cuando la entrepierna se me irrita de este cabalgar impenitente estoy con ellos en este mundo perceptible que puedo escribir. Estoy próximo a Benvenuto, se me hace transparente en el sudor que larga como regalo imprevisto al tiempo detenido. Allí están, yo con ellos, sobre un horizonte que no es otro que la estética de la desaparición. No puedo decir que han pasado tantas noches de cabalgar. Sé lo que Rita quería decirle, aunque Rita no lo supiese. Podría dejarla ahora, pero la ubicuidad se ha apoderado de una apariencia. En realidad Benvenuto y su caballo, Rita y yo no estamos para nadie. Nos ondulamos. Anfiuma y Benú sienten el estómago revuelto de esta carrera loca y se aferran a las vísceras del imaginante. El presente perpetuo aumenta la duración. La voz va a hacerse intermitente, deberá dominarlo todo, convertirse en hipercentro. No hay espacio entre Venecia y Florencia, en verdad no la hay entre dos puntos. Benvenuto cabalga hacia Florencia pero se lleva consigo a Venecia. Por ello está alerta y puede avanzar hacia Florencia pues Florencia está en él. Siente que los reflejos están más agudos que nunca a pesar de no poder determinar desde cuando cabalga. Siente que lo estimulo con mis digresiones. Por momentos se asusta de mis intenciones ulteriores, pero está consciente que no puedo ir más allá de lo que está predeterminado. Tiene miedo de mi subjetividad, pero se sabe trastorno. Debo habituarme, pues conozco hacia donde cabalga. Deberé reforzar los acentos expresivos y poner notas con un corte oblicuo en el pie y deberé escribir en un carácter pequeño situado rápidamente en elevación y colocado antes de aquello que se pretende embellecer. Así iré alterando las notas hasta hacer acciaccatura doble colocando dos sonidos rápidos antes del principal. Si Benvenuto mira por la ventana los reclamos de Filippino Lippi y la madre luthier rompe palle, deberé hacerlo visitar por algún ilustre músico o fabricante de instrumentos de su tiempo o de otro, qué importancia tiene, ya está dicho. Puede ser: de Bologna viene Mario Agatea, compositor y soprano desde el Convento della Misericordia; desde Torino viene Lodovico San Martino, libretista, literato y compositor de danzas, prototipo de cortesano y de poeta. De otra manera Benvenuto no se podrá escapar con Filippino y evitar a la luthier. De ninguna manera me podré escapar, ahora estoy consciente. Serán momentos de la duración de una centella. El escritor me resulta benigno y si la palabra agradecimiento existe en mí, pues hasta él vaya. Comprendo lo que le pasa. Está regresando conmigo en este cabalgar donde sólo la bestia está quedando visible y nosotros nos hacemos nube brillante, éter reluciente que se integra a la borrasca y la rienda se difumina y nuestros pies sobre los estribos semejan heridas invisibles. Debajo y arriba son iguales de color inexistente y la cabeza de bronce aparece sola y libre. Son pinceladas las crines, objeto de bisturí los ojos de la bestia subsumidos como los nuestros en este ojo global implacable de fijación del instante presente. Cuando termine El indeterminado de cabeza de bronce se habrá sumido en el líquido amniótico, se sentirá envuelto en lanugo, se sentirá nadie en el sonido melodioso del universo desaparecido. Habrá asumido con estilo y perfección lo que Rita procuró explicarle con la ayuda de Mangiamele y de Piero. Ya no podrá mirar a Viena y menos mi salero, Italia se le habrá evaporado y no le serviré como pretexto exorcizador. El y yo sabemos hacia donde conduce mi galope desbocado. Apenas ahora tengo tiempo de limpiar la sangre de mi puñal en el estribo. Ella es la marca de entrada. Attacca, attacca subito, attacca doppo le parole, el fragmento que soy se termina, vayamos a la página siguiente sin mayor dilación.

   El spessimetro a battimento cae a tierra. La vieja mira primero a Benvenuto quien no hace gesto alguno para levantarlo. En el taller de la luthier florentina el silencio es total. La ciudad aún duerme. Apenas se escucha a lo lejos, tal vez en Via della Scala, el movimiento de una carreta que porta flores al mercado. El muchacho está somnoliento y no entiende el reclamo que se le dirige con mirada furiosa. Entre las virutas, el instrumento de la luthier parece un mudo desafío. Como si esperasen su decisión de inclinarse los ruidos revientan y en Via Bel Fiori los normales habitantes comienzan a expeler olores. La vieja lo coloca sobre el banco di lavoro sin decir nada. Tal vez el aroma de las lejanas flores la molesten y, parsimoniosamente, abre un frasco de essenza di trementina.
   El fuerte olor parece despertar al niño quien toma una escoba y barre las virutas.
-- La última pelea que has tenido con los muchachos del barrio es más de lo que puedo soportar- dice al fin la vieja.
   Benvenuto se suena la nariz sobre la manga de lino.
-- Dentro de poco llegará un amigo, espero te comportes- agrega.
   Benvenuto asiente tocándose el ojo amoratado. Sabe que cuando alguien llega deberá poner un orden adicional. Las flautas como falos y las flautas serpientes deberán ir a la derecha. Por allí comienza. El Syntagma Musicum de Praetorius deberá ser colocado sobre la mesa donde se servirá el vino. Deberá escuchar pacientemente una conversación que no le interesa. Deberá traer el vino y acurrucarse. Sabe bien que Praetorius aún no ha nacido, pero igual coloca el libro. Sabe que los visitantes de su madre no vienen desde allí cerca, desde Via Masaccio o de Via Ghibellina, sino desde muy lejos. Sabe que cada visita es importante y, aún en su desinterés, percibe una intemporalidad que lo marca. Se coloca entre una viola de gamba y una bandora, allí esperará que alguien se asome. Alguien se asoma.
--Bienvenido Giovanni.
--Cara luthier, he aquí que cumplo mi promesa de visitarte.
   El hombre dirige una mirada desinteresada a Benvenuto que permanece inmóvil. La madre se extiende en explicaciones sobre sus instrumentos. Le hace saber al visitante de la acústica, como viaja el sonido desde sus creaciones hasta el oído humano, como se transmite la vibración de los cuerpos elásticos salidos de sus manos al medio circunstante. La vieja explica y Benvenuto escucha. Ya sabe que el visitante es un hombre importante, que se llama Giovanni Gabrieli y que el interés de su madre es que usará alguna vez, no logra determinar cuándo, los instrumentos en sus conciertos en Venecia y que logrará que los asuma la Scuola di San Rocco. Ahora se entera que la propagación sonora se calcula en velocidad, en metros por segundo, y que es directamente proporcional a la temperatura del aire. Benvenuto se moja un dedo en saliva y lo eleva. La madre registra el movimiento y no deja de pensar que el muchacho comienza a interesarse por las cosas serias. El visitante pregunta por el timbre. La madre habla de tono y de intensidad y de la onda sonora. El visitante comenta sobre la vibración acústica. La madre comienza un discurso sobre la resonancia y Benvenuto siente que la cabeza le estalla. Filippino le llama desde la ventana, parado sobre el muro, impertinente pues bien sabe que a aquella hora debe ayudar en el taller. Benvenuto le hace señas de que se largue y Filippino indica con los dedos que vendrá más tarde.
   Benvenuto mide unos cuantos centímetros menos. Pesa unos cuantos kilos menos. Por tierra cae el ferro dell´anima. Benvenuto no se alza a recogerlo. La luthier le dirige una mirada de reclamo, pero advierte que pronto llegará visita. De Cittá de Casteta di Castello, de allí de Perugia, viene Antonio María Abbatini. La luthier alza del piso el instrumento de trabajo y lo coloca sobre el banco di lavoro. La madre extrae dos libros y los coloca sobre la mesa de visitantes. Uno es una ópera cómica, Dal male il bene, el otro La comica del cielo ovvero la Baltasara. El visitante celebra encontrar allí sus libros y explica que la colaboración de Marco Marazzoli le fue de gran utilidad. La madre toca un cimbalo y Abbatini ríe satisfecho. Habla de sus canciones sacras, de las misas a 16 voces, de la Antífona para 12 bajos y de aquella otra para 12 tenores. Benvenuto siente que le estalla la cabeza. Filippino golpea la ventana y desde adentro le hacen señas de largarse. La luthier explica que la música de Girolamo se oiría mejor si fuese tocada con sus instrumentos. El hombre parte temprano. La madre mira al hijo y se apiada. Le propone salir juntos a un paseo. Benvenuto parece no creerlo, aunque sus ojos adquieran una intensidad insospechada. Finalmente se convence y pide instrucciones para comenzar los preparativos.
-- Vamos a Artimino - asegura la vieja con dulzura.
     Las verduras hervidas y la carne salada animan a Benvenuto, no tanto un clavecín que la madre se tercia. La carreta tirada por el viejo jamelgo sale de Florencia sobre el mediodía. Lo primero que divisan es Cintoia, mientras grandes olmos dan una agradable sombra. La vieja enumera: este es un peral, aquel un cerezo, aquella una haya, ese es bueno y se llama arce, este es un roble, el de más allá es un abeto, buenísimo para los instrumentos de cuerdas, especifica. Los pueblos se suceden entre árboles, más bien son árboles. Lastra a Signa es una quercia. San Colombano un pero. Porto di Mezzo un ciligeio. Corneana un acero. ¿Artimino qué será? se pregunta Benvenuto cuando la modorra de la tarde se le avalancha como salida de la boca de la madre y no presagia una parada debajo de uno de los árboles para atacar la comida que ve balancearse inhóspita en el saco prendido de la carreta. "Artimino", dice la madre, pero dirige la carreta en dirección contraria. Benvenuto no quiere preguntar. A lo lejos ve la inmensa casa que, entre hambre y cansancio, se le avalancha. "Villa Medicea", dice la madre y el niño logra entreabrir los ojos para comprobar que allí se deberá comer por fuerza pues sólo ve chimeneas. "Son veinte", comenta la vieja adivinándole el pensamiento. Antes de entrar se disponen a comer. El niño recupera el entusiasmo y puede mirar los muros como cosidos con una gran aguja. Cruzan el portón y un hombre que toca una vihuela saluda desde lejos. "Es Pietro Aaron", explica la madre y al hijo nada le importa como se llame. Por vez primera en su vida se siente presentar. Sabe que viene una larga conversación y se arma de paciencia. Se entera que aquél es un teórico musical y compositor florentino que morirá en Venecia, pero antes andará por Rimini, Bergamo y Padova, que escribirá Thoscanello della musica, Trattato della natura et cognitione di tutti gli tuoni di canto figurato y Compendiolo de molti dubbi, segreti et sentenze intorno al canto fermo et figurato. Benvenuto bosteza y languidece. La digestión se le hace pesada. Apenas tiene conciencia que la madre lo sube a la carreta y sabe que está de regreso pues siente que el sueño se le bambolea.
   El pequeño saco de huesos que es Benvenuto parece desprendido del fagotto tirado en una esquina del taller. La madre habla entusiasmada de las canciones de Gabrieli y de su Sacarae Symphoniae. Lo oye decir que sus instrumentos llegarán hasta Heinrich Isaac y Paul Hofhaimer. Los nombres le suenan extraños, como la retahíla que le suelta a un hombre que la madre llama intermitentemente Giuliano y Tiburtino. Hablan de violín, de organistrum, de viola da amore, de flauta, de laúd, de cornetto, de cello, de violoncello, de viella, de pochette, de chitarre battenti, de chitarroni. El niño permanece inmutable, pero el reclamo de otro odre de vino lo hace alzarse. La madre proclama que su arte será ensalzado por Dardanus en De Diversis Generibus Musicorum y con Giuliano Tiburtino le revientan la cabeza con organum, tuba, fistula, cithara, sambuca, psalterium y tympanum. Filippino Lippi toca la ventana y el niño logra escabullirse a intercambiar unas palabras con el amigo. "Ven, Rita nos está esperando en Piazza Santa Maria Novella. Apúrate, también estarán Piero y Mangiamele". Benvenuto no resiste la tentación. Pregunta si Benú también irá. Filippino miente, le asegura que sí, que la ragazzina ha preguntado por él repetidas veces. Los vasos caen de la mesa. "A piacere", grita la vieja. "Elige a tu gusto el movimiento, senza tempo, a capriccio, ad libitum", a duras penas masculla Giuliano Tiburtino. El niño vacila. Si Benú va podrá jugar con ella corriendo entre los árboles y escondiéndose alternativamente en las tres grandes rocas colocadas en la plaza. Mira a la madre y a Filippino, mesura el castigo probable. "L´accento, l´accento", grita la madre y Tiburtino refuerza sonidos mientras suelta una lenguarada sobre métrica y rítmicas. El niño cree llegado el momento y se escabulle. Corren por Via Colonna, atraviesan Piazza San Lorenzo y sin aliento llegan a Santa Maria Novella. Están todos esperándoles, menos Benú. Benvenuto le reclama a Filippino la mentira. Este se justifica con el deseo de tenerlo con ellos ese día. Benvenuto se sienta en el suelo y no participa de las correrías. Hunde la cabeza entre las manos y siente que se toca dentro. Percibe una mirada y abre los ojos. Benú está a pocos metros observándole. Tiene una cuffia de color morado y unos ojos destellantes. Algo porta en las manos. Benvenuto se levanta y avanza hacia ella. La niña le sonríe. Le entrega una pequeña salamandra hecha de cuencas de colores. El niño siente que hay una fijación, no sabe si está delante de Benú desde hace una eternidad. Cruza de nuevo Florencia hacia el taller. Allí se habla de sinfonías y sonatas. Nadie ha percibido la fuga. Benvenuto se acurruca. "Al alba, al alba", escucha decir a otros hombres que se han agregado mientras él dormitaba. De Nápoles han llegado los Albanesi y ahora la conversación gira sobre motetes y oratorios. Los hermanos hablan de Adam de la Halle, llamado el jorobado, quien acaba de morir en Nápoles al concluir Le jeu de Robin et de Marion. Benvenuto mueve las cuencas de la salamandra y se dice que al día siguiente, si tal existe, llevará un regalo a Benú. Sabe donde encontrarlo, sabe que en el jardín está enterrado, sabe que puede sacarlo desde sí, si acaso no encuentra un perro merodeando.
   Un fuerte olor lo despierta. La madre tiene la madera sobre el banco di lavoro. Toma los compases con precisión. Da cuerda a una caja de música en la cual dos niños se distraen con una flauta mientras dos ovejas descansan a sus pies. Unas flores rojas parecen estar allí simplemente para amortiguar un probable resbalón desde los travesaños de la cerca donde están muy juntos. Un farol oculta la lejanía de un pino. "Soy yo con Benú", se dice el niño extasiado en la música que emerge voluntariosa del milagro salido de las manos de la madre. La vieja toma el calibro, las gubias y los escalpelos. "Lime e raspe, Benvenuto", grita al percibir que el niño la observa. Benvenuto corre y trae lo solicitado. La vieja mide y raspa. "Ahora un pedazo de ánima", dice en voz alta como para un interlocutor ausente y la ensarta entre la cara superior y el fondo de la caja armónica que pone en comunicación los dos planos y permite el paso de las vibraciones recogidas por el puente que a su vez las tomará de las cuerdas. Filippino y Rita se asoman a la ventana. La vieja los ve y los amenaza con el cuchillo que en esos momentos manipula sobre la madera. Los muchachos escapan. La caja de música ha terminado y Benvenuto gira la pequeña manivela. La vieja sonríe, quizás aquel hijo despistado comienza a gustar de la música. El niño advierte que va a al patio trasero a orinar. Hasta allí se dirige y coloca la cabeza entre las manos. Escarba, lanza piedrecillas al perro, gira en redondo, mira la posición del sol. "Le morse, Benvenuto", grita la vieja y el niño tiene entre las manos el regalo para Benú. Esconde la raíz negra entre la piel de su vientre y el pedazo de hico que sostiene en posición los pantalones. La madre sostiene, con lo que Benvenuto le entrega, el violín sobre el banco di lavoro. Las virutas llenan el piso, la vieja comienza a comer y el niño se percibe en otro estudio, delante de otro viejo y espera una invitación a tavola. "¿Has aprendido algo hoy?”, pregunta a manera de incitación a degustar las verduras del día anterior y el pollo hervido. "Va bene, portami adesso i bedani, i morsetti e la bilancia", dice limpiándose las manos sobre el delantal.
   Benvenuto sabe que no pasará mucho tiempo para que la vieja se duerma. Espera paciente, mientras percibe la raíz rasguñándole el vientre. Filippino y Rita no tardarán mucho en venir a buscarle. Conocen perfectamente la hora en que la vieja se duerme, si lo buscan a deshora es por impaciencia o por probarle. Son puntuales, pues ambas sonrisas asoman con precisión desde las caras sucias y la mugre del pelo. Corren alegres por Florencia ante la indiferencia de los vendedores y de algún poeta que canta a la amada en una esquina. Benvenuto cambia de dirección ante la sorpresa de los compañeros y se dirige a Ponte Vecchio. Los amigos lo siguen no sin un reclamo, pero Benvenuto sabe que entre los puestos de los artesanos estará Benú. Comienza a cruzar el Arno en busca de un orfebre, de alguien que utilice tinturas brillantes y esmaltes relucientes. La mirada la dirige hacia abajo, hacia los tablones donde se apiñan los objetos. Cuando un escarlata lo deslumbra alza los ojos y allí está la niña. Tembloroso saca la raíz y se la ofrece. Ella junta ambas manos como en la caja de música y recibe la tierra que precede. Con los ojos interroga. Benvenuto explica: "Se llama Anfiuma".
   De Santo Stefano Lodigiano y de Codogno ha llegado la familia Anelli. Hermanos, tíos y primos son bulliciosos. Sólo se oye hablar de órganos. Rita y Filippino acompañan a Benvenuto desde la ventana. La madre siente la necesidad de distraer a los visitantes. Ve a los muchachos asomarse y les hace señas de entrar. Hoy está particularmente alegre. Coloca el mortero bajo la axila izquierda mientras lo percute con un palo de madera. La más antigua música toscana brota del baccioccolo. La vieja danza mientras toca. Benú se asoma a la ventana y Benvenuto siente que aquella primera visita es tan antigua como la melodía que su madre regala. Explica que se trata de una bagatele, aclara que es algo distinta del improvviso. Habla de un fraile ermitaño san agustino, ahora residenciado en Mantova, de un tal Ippolito Baccusi. Los Anelli sacan de las alforjas una bombarda y complacen a la vieja y a los niños que se han ido integrando. Es como un caramillo, oyen explicar, de madera con doble estrangul, siete agujeros y cuatro llaves. Benvenuto mira ansioso a la niña que al fin decide entrar, se sienta junto a él y escucha de becuadrar y de bemolizar, de colocar un becuadro ante una nota que estaba en bemol o sostenido para volverla a su estado natural y desliza su mano hacia la de Benvenuto que ase con fuerza las crines de la bestia mientras pone el signo bemol en la clave para bajar un semitono al galope desenfrenado. Viaja con los Anelli a restaurar los órganos de la llanura del Po y las de Bobbio, Faenza y Busseto. "Allegretto", grita la vieja y Benvenuto se encuentra danzando con Benú en medio de la campiña toscana cuando Florencia se hace esperanza entre la bruma que poco importa pertenezca al antes o al después. "Adagietto", gritan los Anelli y Rita baila con Filippino mientras piensa en que Piero no se ha asomado a la ventana y tal vez se distrae inventando juegos solitarios en las vecindades de Ponte Vecchio. El caballo ya no toca tierra, bate las patas y hunde los cascos en el tiempo hecho materia. "Assai", grita la vieja y la melodía se hace interminable. "Allegro assai", gritan los Anelli y la bestia gira el pescuezo hacia la nada mientras los ojos se le revientan y las venas se le hacen cicatrices petrificadas. "Benvenuto, el aristón", grita la vieja y el niño gira el manubrio para hacer salir de la caja y las lengüetas una extraña y dulzona melodía que confunde la temperatura del aire. "Eso es de Giovanni Maria Artusi" - aúlla la madre- vean como lo he puesto allí, es una canzonetta a cuatro voces, de manera que a cantar". Benú canta, con ella Rita, Filippino y Piero, que no está pero a quien poco importa el lugar sino el ahora. Los Anelli también quieren cantar y entonces prefieren entonar un motete a ocho voces. Las patas parecen aspas dejando atrás un agua derretida y el sudor de Benvenuto es el del caballo. Los muchachos se marchan. Benvenuto los ve partir. Se lleva a la nariz la mano que ha tomado la de Benú y la siente entumecida de tanto sostenerse. Cuando despierta la calma se condensa en un blanco uniforme que se hace total dentro del marco.
   "Benvenuto, l´alambico e il mortaio", ordena la luthier. El niño siente que las maderas del cuerpo se le preparan. Las manos maestras volverán sobre él, los poros se abren esperando solventes y resinas para que pueda sonar en este mundo. Obedece a la prisa que se ha integrado a la inmovilidad total de una Florencia que está allí ahora. La vieja va abriendo los frascos. El olor del spirito di vino se le mete por las manos. El aguarrás le eriza los cabellos. La linaza le pule las uñas. El rosmarino teje una película sobre los ojos que uno se hace. La lavanda le impregna el cuerpo todo y la vieja hábil prepara el instrumento. Unta la experta luthier agregando aluminico y ferro. Benvenuto se detiene como un astil en el que una cuerda se sujeta y se siente clavijero amarrado a quien lo construye. "Hoy iremos a lo último que tengo por darte", escucha y ve venir las veinte chimeneas desde el bamboleo de las carretas. "Iremos a casa de Giovanni Maria dei Conti di Vernio Bardi", asegura y el niño borra las chimeneas ahora convertidas en un largo nombre para el cual no le alcanza la caja de resonancia. "Se trata de una tertulia musical y literaria", explica la vieja posesa de un cansancio que angustia a Benvenuto. Esta vez no hay verduras o pollo hervido o carne salada. En el saco van esta vez un braguero y un badajo tal vez para una campana que alguien portará. Van un arigot y un tambor. Parten en la confusión de las estrías diseminadas. "Estarán los que te doy - habla la vieja mientras la carreta se mueve sobre las empedradas calles- Vincenzo Galilei, Caccini, Strozzi, Corsi, Peri, Emilio de Cavalieri y Rinuccini. Los llamo la Camereta Fiorentina, pero te agregaré desde Piemonte a Baltazarini di Belgioioso, de Pesaro a Pasquale Bini, de Modena a Giovanni Maria Bononcini, de Tortona a Bergonzio Bott”. La carreta se mueve e impregnado de solventes y aceites Benvenuto se siente resbalar. "Te daré algo de Roma a la que estarás ligado, por ello de allí vendrán los Anerio, alumnos de Palestrina y Soriano, a dejarnos escuchar sus misas". Benvenuto siente que el viento lo despelleja. "Desde Venecia vendrá Andrea Antico a hacernos oir Frottole intabulate de sonare organi libro primo. Benvenuto asiente mientras paralizados cual estatuas Rita, Piero, Filippino, Mangiamele y Benú lo ven pasar. En las manos de Benú alcanza a ver la raíz negra.
   "Te hago sonido", murmura la luthier sobre el instrumento que llora acurrucado en la cuna de trapos diversos. La vieja abre frascos. Saca una trementina véneta, mete los dedos en gomma arabica, con una cuchara de palo remueve la gomma adragante, esparce gomma lacca, saca licopodium y sandracca y da el primer tinte amarillo con el colorante que le ofrece la gomma gutta. Benvenuto llora y se mueve desesperado. "Casi", dice la luthier y comienza a mover sus dedos como lo ha aprendido mirando El triunfo de la muerte de Francesco Traini y El camino de la salvación de Andrea de Firenze. "Como pintor", se dice a sí misma y se cree Nicccolo di Buonaccorso mientras unta sobre el cuerpecillo sangue di drago, coccinella, zafferano, sandalo, robbia y curcuma. Es rojo, azafrán, escarabajo, zábila.
    Benvenuto Cellini galopa hacia metaciudad, hacia Florencia.    


Biografia:
Teódulo López Meléndez, novelista, ensayista, poeta y traductor de poesía venezolano.
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